Para muchos habitantes de Calamburia, la Torre de Scuchain es un símbolo de rectitud, un faro que ilumina el mundo en medio de la tormenta de los últimos acontecimientos. En todo momento de flaqueza, los habitantes levantan su mirada, miran hacia el horizonte y respiran aliviados al ver que la gigantesca torre sigue irguiéndose poderosa y eterna.
Sus pasillos, decorados exquisitamente por generaciones de magos, se convierten en un laberinto de encrucijadas que llevan todas ellas a diferentes bibliotecas, diferentes áreas del saber. El aire rezuma conocimiento, paz y magia.
Casi siempre.
– ¡Volved aquí, pillastres! ¡En nombre del Titán! – gritó una voz profunda.
Unas risitas agudas fueron la única respuesta, mientras dos sombras recorrían el pasillo como una exhalación. A su paso, las antorchas titilaban y desprendían chispas multicolores.
– ¡Nos va a pillar, Seneri! – jadeó la pequeña duende, sujetándose su enorme sombrero con una mano.
– ¡No pensé que ese viejo corriese tanto, Eneris! – le contestó entre risas su alto y desgarbado compañero, sujetándose también el sombrero como podía – Tendremos que entrar en una de las habitaciones… ¡Ahí!
Como uno solo, ambos duendes atravesaron la puerta en una explosión de ruido y luces multicolores, rompiendo la quietud de la sala. Se trataba de una de las infinitas habitaciones rellenas de libros que componían el centro de la torre, todos amontonados pulcramente en antiquísimas estanterías de madera, que se alzaban hasta la oscuridad insondable del techo.
Los dos duendes se parapetaron detrás de dos enormes sillas, con los sombreros asomando por encima de ellas. Acto seguido, una larga sombra se proyectó sobre las sillas y la voz de Irving van der List resonó por la habitación.
– Vosotros… ¡Diablillos! ¡Semilla del Leviatán! ¡Servidores de lo Oscuro! ¡Pequeñas… pequeñas sanguijuelas! ¿Cómo os atrevéis a robar la capa de un Capellán?
Una voz aflautada respondió desde detrás de una silla.
– Pensábamos que era un trapo sucio sin la menor importancia… -dijo Eneris con voz inocente.
– ¿Un trapo? ¡Pequeños insolentes! ¡La túnica de un Capellán es un símbolo de su poder y…! – empezó a articular furioso el Capellán.
– Vale, vale – interrumpió Seneri –. Aquí tiene su capa, oh gran Capellán.
Una pequeña mano se asomó por detrás de la silla, tendiendo la preciada capa de tela roja hacia su legítimo propietario. Con gesto altivo, Irving fue a coger la capa, pero cuando la rozó con sus dedos, estalló en una nube de minúsculos fuegos artificiales, provocando un agudo y ridículo grito en el Capellán.
– ¿Cómo osáis? – espetó indignado entre las carcajadas de los duendes – ¡Haré que os cuelguen por esto!
El Capellán se vio de nuevo interrumpido por un ronquido colosal, que provenía de un montón de libros en una mesa al fondo de la sala. Como uno solo, los duendes se dirigieron hacia allá entre brincos y alegres carcajadas.
– ¡Eme! ¡Eme! ¡Socorro, nos atacan! –gritaron al unísono mientras caían sobre la pila de libros.
Los libros se derrumbaron sobre la figura dormida entre ellos y lo hundieron en un mar de papeles y de tomos viejos. Entre gritos y gemidos, el joven ImproMago consiguió sacar la cabeza de entre el destrozo provocado.
– ¡Seneri!, ¡Eneris! ¡Estaba estudiando, maldita sea! –espetó enfadado.
– ¡Eme estaba durmiendo, Eme estaba durmiendo! –canturreó Seneri, dando saltos alrededor suyo– Oh, oh… ya no me acordaba de este.
El Capellán estaba erguido frente a ellos, irradiando una furia muy mal contenida. De un golpe seco, arrebató la verdadera capa de los brazos de Eneris, el cual puso su cara más inocente.
– ¡ImproMago! ¡Es una vergüenza que no tengas control sobre tus propias creaciones – le recriminó, a la par que ambos duendes se escondían detrás de Eme, mientras le hacían silenciosas burlas con la lengua.
– ¡No los he creado yo! ¡Ni siquiera quiero que estén aquí! Los ha creado Sirene y…
– ¡Silencio! He venido en nombre del rey Comosu para profundizar sobre la leyenda del Elegido y tratar de entender sus Dones. ¡Se enterará de esto, y habrá repercusiones!
Indignado, el Capellán se dio la vuelta e inició su paso iracundo hasta la puerta, desapareciendo por el pasillo con un fuerte golpeteo de sus zapatos.
– Ay ay ay, se acercan más regañinas – gimió Eme sujetándose la cabeza – ¡Yo sólo quería dormir!
Volvió a sentarse en la silla con un gran suspiro, provocando el atronador sonido de una pedorreta. Las carcajadas de los dos duendes retumbaron por toda la sala.
– ¡Basta ya! ¡Tenéis que cuidarme, no reíros de mí! – exclamó indignado, retirando la vejiga de cerdo deshinchada de su silla.
– Eso hacemos, Eme. Pero es muy… – empezó Seneri dando una pirueta.
– ¡Aburrido! –terminó Eneris – Además, veníamos a decirte que era la hora de comer.
Eme refunfuñó por lo bajo al notar que, efectivamente, sus tripas estaban rugiendo y no se había dado cuenta si quiera. Quizás sí los necesitaba, a pesar de sus diabluras.
De repente, un fuerte viento rugió en la sala, moviendo hojas y tirando libros de las estanterías. La puerta se cerró con un estruendoso portazo, mientras las velas titilaban y se apagaban una a una.
– Pero… ¿Qué ocurre? –balbuceó Eme.
– ¡Corre, bajo la mesa! ¡Deprisa! – le apremió nervioso Eneris.
Los dos duendes se plantaron valientemente delante de la mesa mientras ambos gorros empezaron a brillar tenuemente, iluminando de manera fantasmagórica la sala con colores azules y verdes. Frente a ellos, una enorme brecha pareció sesgar el tejido de la realidad y se abrió un feo agujero en el aire que rezumaba rayos de roja energía. Del agujero fueron emergiendo oscuras formas que formaron un semicírculo alrededor de la sala, dando paso a las dos últimas figuras que cruzaron el portal, permitiendo que este se cerrase con un desagradable sonido orgánico de succión.
Kálaba, la Zíngara más poderosa de todo Calamburia se giró hacia su acompañante Adonis, el nuevo integrante del clan de los Zíngaros. Bajo la mirada atenta del semicírculo de oscuras formas, Adonis sacó una plateada esfera de su zurrón mirando ávidamente hacia los duendes con una sonrisa.
– Oh oh – empezó Seneri –. Me parece que…
– Nos hemos metido en un buen lío – concluyó quejumbrosamente Eneris.