El rugido del Dragón alertó a todos en el campamento de montaña. Los salvajes agarraron las empuñaduras de sus armas. A lo lejos, en el pico más alto, la potente vibración ocasionó un alud.
-¡Ya despierta! –gritaron algunos.
-¡A las armas! –dijeron otros.
Dorna abandonó su tienda. En sus ojos brillaba el azogue previo a una batalla que sabía perdida. El Dragón acababa de despertar; sus hijos se habían encargado de ello. Arrasaría todo Calamburia, la enterraría en ceniza y magma, para rehacer de entre sus restos una nueva civilización en la que se erigiera como dios supremo.
-¡Hombres y mujeres de las montañas, a las armas! –ordenó.
Todos obedecieron, pero Dorna sabía que nada podían hacer. ¿Y el rey? Comosu aún se hallaba bajo los cuidados de Sirene, disfrutando de una inocencia ajena a cualquier mal. Lo más paradójico de todo era pensar que, ante todo, él continuaba siendo el Elegido, y que si había alguien capaz de canalizar toda la esencia del Titán que los héroes habían estado acumulando, era él. ¿Estaba preparado para llevarlo a cabo?
Desvió la mirada hacia su tienda. A través de la estrecha franja que dejaban las cortinas, pudo ver al Rey jugueteando con unos pequeños fuegos artificiales realizados por Sirene. Nada le perturbaba, ni siquiera había percibido el poderoso rugido de la milenaria criatura.
-¡Mi señora! –llamó Olazir –¡Albricias! Los soldados del reino han llegado.
Quiso acompañar sus palabras con el rasgar de su arpa, pero Dorna le detuvo. Después, alzó la mirada.
Así era. Desde el camino que ascendía al territorio de los salvajes, podía percibirse una columna de soldados. Habría miles de ellos. A la cabeza destacaban los Hombres del Rey, llamados así porque aún eran fieles a Rodrigo V. Sus cabezas tenían precio; Comosu lo había ordenado. Eran muy osados por adentrarse de aquel modo en los territorios de Dorna. Ésta se lo hizo saber apenas llegaron al campamento.
-Debéis haberos vuelto locos al aparecer sin más. Vuestra cabeza está valorada en cientos de monedas. Debería cortárosla yo misma.
-No es momento para despertar viejas rencillas, señora –era el capitán Pierre Leblanc quien hablaba; acompañó sus palabras con una floritura del sombrero-. Estos hombres dudan de Comosu. Algunos dicen que ha sido hechizado. Nosotros hemos logrado movilizarles para la batalla final. Ahora lucharán de su lado. De este modo lograremos vencer al Dragón. Luego podemos ocuparnos de resolver el asunto de nuestra recompensa.
-Escasa, por cierto –añadió Balian Renoir, el fiel compañero de Pierre- Yo esperaba mucho más dinero por nuestros preciados rostros.
-Es cierto –concedió Dorna- Ahora no es momento para ocuparnos de vosotros. No obstante, aunque estéis aquí, puede que no sirva de nada. El Dragón es mucho más fuerte que todos nosotros.
-¿Y más fuerte que ellos? –Pierre señaló por encima del hombro de Dorna.
A su espalda, en pleno centro del campamento, acababan de materializarse cientos de Impromagos y eruditos. Allí estaba Eme, acompañado por Eneris y Sereni, los dos duendes que no le quitaban el ojo de encima. También habían llegado Félix y Minerva.
Apenas un segundo después, los inventores hicieron acto de aparición en una extraña máquina teletransportadora llena de bobinas, chimeneas de vapor y hélices.
-¡Te lo dije! –increpó Teslo a su hermano- Nuestra máquina no es tan rápida como los hechizos de los Impromagos. Ellos se han transportado más rápido que nosotros. ¡Hemos perdido la carrera!
-Te daré la razón por esta vez- respondió Katurian-. Aunque creo que con un perfeccionamiento aquí y allá…
Eme se aproximó a Dorna. Eneris y Seneri le colocaron bien la capa; la llevaba al revés.
-Reina Dorna –saludó, con una reverencia algo torpe- Toda la escuela de Skuchain ha venido. Ayudaremos en lo que sea necesario.
-¡En lo que sea! –dijo Seneri.
-¡En casi todo lo que sea necesario! –añadió Eneris, dando un saltito.
-Venceremos al Dragón –continuó Eme.
-¡Venecermos! –intervino Seneri.
-¡O lo intentaremos! –Puntualizó Eneris.
-Los aliados de las arenas también vienen –prosiguió Eme.
-¡Y los hortelanos! –completó Seneri.
-¡Los hortelanos, con sus vacas, sus cabras y sus marranos! –rimó Eneris.
Dorna dejó salir un profundo suspiro.
Sí, todos los héroes de Calamburia se habían unido para pelear contra el Dragón, pero no era suficiente. Ni siquiera aunando todos los ejércitos existentes. La única manera era convencer a Comosu de que abandonara la tienda, se concentrara, reuniera el valor para luchar y… y rezar. Rezar al Titán para que toda la esencia albergada en el Elegido fuera suficiente.
La Reina agachó la cabeza. No deseaba dar malas noticias a aquellas buenas gentes, a todos los que se habían acercado hasta las montañas. Por desgracia, no tenía más remedio que hacerlo.
-Lo siento, pero…-
Una voz chillona cortó sus palabras. Era Sirene, abandonaba la tienda a la carrera.
-¡Reina Dorna! –llamó.
Se colocó a su altura, y muy despacito dijo:
-El Rey Comosu está preparado.
-¿Preparado para qué? –dijeron muchos de los que allí se encontraban.
-Preparado para combatir. Dice… dice que el Titán le ha llamado, y le ha dicho que ha llegado la hora de enfrentarse al Dragón. Está preparado. Preparado del todo.
Dorna esbozó una media sonrisa.