58. CURIOSOS ALIADOS

-Rosi, eso que dices no son más que habladurías –refunfuño Grifo-. La Marquesa es una buena mujer. Está velando por nuestros intereses, los del pueblo manso, como nosotros. Nadie se había preocupado antes de los hortelanos como lo ha hecho ella.

El hortelano miró a su alrededor, como si temiera que alguien les estuviera escuchando, y añadió:

-Lo que pretendes hacer es una locura. Está mal, Rosi, muy mal. Venga, sigamos trabajando, que la guerra continúa y no tenemos las de ganar. Con pensamientos como el tuyo jamás llegaremos a levantar a la clase hortelana.

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Tiró de ella, pero su compañera se resistió y, devolviendo el tirón, atrajo a Grifo hacia sí, cerca de la pequeña empalizada que rodeaba las dependencias de la Marquesa. Había una pequeña abertura a su lado, causada por la última batalla. La Marquesa les había ordenado repararla antes de que las fuerzas enemigas atacaran de nuevo, pero Rosi tenía una idea mejor.

-Es cierto lo que dicen, Grifo –susurró al oído-. Yo no creo que la Marquesa sea mala mujé. Pero su hija… ésa sí que es un mal bicho. He escuchao rumores, cosas que dicen otros hortelanos de fiar, que sirvieron a la Marquesa antes de la guerra.

-Cuentos para asustar patatas.

-Desoná. Cosas ciertas.

-Yo no me las creo.

-Pues créetelas –afirmó Rosi-. Se dice que Melindres se divertía con los nuestros, que los torturaba y les hacía de tó tipo de maldades.

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-Eso no puede ser cierto.

-Pué que sea falso, asín que por eso vamos a colarnos tú y yo ahora mismo, a través de esta grieta, antes de repararla. Iremos a la casa y buscaremos pruebas. Si no las hay, pués darme un garrotazo.

-No pienso arriesgarme. Si no arreglamos la grieta a tiempo, entonces sí que sufriremos torturas de verdad.

Rosi arrugó el entrecejo.

-Pos vale. Si no quieres venir, ya me las apañaré sola.

Se ajustó la cinta con la que se sujetaba el sombrero y se coló por la grieta.

-¡Rosi, qué haces! –llamó Grifo; pero al ver que la otra no le hacía caso, la siguió.

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Las dependencias de la Marquesa conservaban un aire impoluto al otro lado de la empalizada. Aunque las fuerzas de la Corona y la Venganza habían golpeado duro, nadie había logrado adentrarse en el interior. Rosi, de hecho, se había encargado de defender aquellos dominios en numerosas ocasiones, por ello conocía bien dónde se apostaban los centinelas. También conocía un acceso secreto a la casa, ubicado en la parte de atrás, que atravesaba la bodega. De este modo, y con extremo sigilo, los dos hortelanos se adentraron dentro de la casa.

El interior se mantenía en un silencio reverencial. No había sirvientes, ni doncellas que recorrieran los pasillos, ni nadie que cuidara de las estancias. La Marquesa vivía en la más rigurosa soledad. Sin embargo, apenas anduvieron diez metros, los dos hortelanos escucharon un ruido procedente de una de las habitaciones. Era un lamento apagado, mortecino.

Asustaba.

hortelanos 4

A Rosi se le puso la piel de gallina. Algo, en su corazón de hortaliza, le decía que en aquella estancia se hallaba la respuesta a sus temores. Agarró el pomo y empujó. Lo que encontró al otro lado materializó una pesadilla que jamás habría podido imaginar.

Había delante de ella una alcoba decorada con un gusto barroco. Las paredes de papel pintado ofrecían adornos florales de jazmines, rosas y claveles. En el techo, una lámpara de araña se mecía con suavidad empujada por la tímida brisa que entraba a través de una pequeña ventana. Aquí y allá, y en algunos rincones, había esparcidos algunos juguetes: un caballito de madera, un puzzle, una pequeña espada de latón. En un extremo había una cama individual con dosel rosa. Era, sin lugar a dudas, la habitación de una chiquilla.

El centro, sin embargo, ofrecía un espectáculo aterrador. Mezclados entre los juguetes había una docena de hortelanos que se hallaban a medio camino de abandonar su estado de patata. No les había dado tiempo a desarrollarse, pues habían sido desmembrados cruelmente, de tal modo que, aquí y allá, se veían diminutos brazos y piernas enraizados.

grifo pelacelgas patatas

En otro lado había pequeñas patatas con forma de feto humano, peladas, troceadas o picadas; y justo en el centro, un par de hortelanos completamente formados, colgados por los pies a ambos lados de la lámpara de araña, eviscerados. Aún clavado en el vientre de uno de ellos podía observarse una elegante daga.

La daga de Melindres.

Daga melindres

Rosi y Griffo fueron incapaces de decir nada. Ni siquiera emitieron sonido alguno. Cerraron la puerta, y a toda prisa abandonaron la mansión. Sólo cuando atravesaron la empalizada y hallaron la seguridad del exterior, se permitieron hablar.

-¡Te lo dije, Grifo!

-¡No era una leyenda! ¡No eran cuentos! –jadeaba el otro.

-No, no lo eran…

Se miraron un segundo en silencio.

-¿Qué hacemos? –dijo él-. La hija de la Marquesa nos mata a placer. ¿Cómo servirla?

-Porque de momento nos conviene. El escorpión de basalto te ha convocado para que luches a su lado el próximo combate y mientras tanto yo vigilaré de cerca a la marquesita. Ya veremos después, sobretó si ganamos la guerra. Arreglemos la empalizá.

Y, muy despacio, los dos hortelanos continuaron con su trabajo. No tenían más remedio… de momento.

 

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