Había que estar mal de la cabeza para desafiar el poder de la reina Urraca.
Sólo un loco se atrevería a conducir un ejército hasta la misma capital de Calamburia, Instántalor, donde su alteza se resguardaba tras una muralla de quince metros de alto y cuatro de espesor. Nadie se había atrevido jamás a desafiar su poder, pero mucho menos siguiendo un plan tan ilógico como un ataque por el río.
El río que alcanzaba Instántalor era estrecho y, aunque navegable, no dejaba espacio para maniobrar. Elinconsciente que introdujera sus naves en aquel curso estaba destinado a una encerrona, o era un loco, o tenía nublado el sentido.
Al capitán Flick le afectaban los dos males. De pie sobre el baupreś, dirigiendo la nave capitana de una flota de corsarios, filibusteros y bucaneros, el capitán lanzaba gritos de guerra con un alfanje en su diestra, mientras su mano zurda sujetaba una botella de ron a medio vaciar.
Estaba borracho, muy borracho; y aún más loco, pues desoyendo los consejos de su hija, y de la propia Emperatriz Tenebrosa, Flick, entusiasmado con sus cien naves, se había adentrado directo a la conquista de la capital. Ya celebraba su pronta victoria, sin saber que Urraca le aguardaba a la orilla de Instántalor.
Sobre el palo mayor, en el puesto de vigía, Morgana avistaba el horizonte a través del alza de su trabuco. Su larga cabellera rubia se rebelaba contra los designios del viento; y su cuerpo, semejante al de una reina amazona, mantenía una tensión palpitante. Morgana no había bebido ni una pizca de alcohol, y sus sentidos agudizados le advertían de lo peligroso de su empresa. Urraca no era una reina para tomarse a la ligera. Sin embargo, y en su caso, lo que le había movido era el deseo de la aventura, la posibilidad de salir de Kalzaria, abandonar la tierra firme y domeñar las cuadernas de un barco. Necesitaba volver a navegar, aunque hacerlo significara su muerte.
-Qué diablos… -musitó, con los dientes apretados, mientras Instantalor estaba cada vez más próxima- Si he de morir, que sea a bordo de una nave. Y luego, alzando la voz, gritó:
-¡La ciudad está a menos de cien metros, padre!
-¡Cargad los cañones! -vociferó Flick.
Tragó un buche de ron, eructó y dejó el bauprés para hacerse con uno de los cañones de estribor. Él mismo introdujo la bala y encendió la mecha. Su disparo fue la señal para las naves que le seguían. Al momento, todas abrieron fuego. La potencia de los cañones hizo que se bambolearan sobre las aguas de aquel estrecho río. La muralla de Instántalor saltó en pedazos, lanzando una lluvia de cascotes sobre la orilla. Por detrás de ésta, algunas de las casas fueron alcanzadas y derrumbadas. Flick dejó salir una ronca carcajada.
-Acercad las naves al muelle y preparad una segunda salva -ordenó a sus hombres.
Pero los marineros no tuvieron tiempo de obedecer. Desde Instántalor llegó un grito de batalla tan intenso como el que se escuchaba sobre la flota pirata. La guardia de la ciudad, comandada por Urraca y el rey Rodrigo, tomaba posiciones en los muelles tras una hiera de catapultas.
Flick frunció el ceño, consciente de lo que se le venía encima. Las bolas de catapulta estaban impregnadas con aceite, que prendió al aplicársele una antorcha. Urraca alzó la mano con suavidad y, en un instante, el cielo se llenó con un millar de bolas de fuego.
-¡A resguardo todo el mundo! -gritó Flick, un segundo antes de que los proyectiles alcanzaran la cubierta.
La nave capitana, y todas las que la rodeaban, se incendiaron.
-¡Que mil demonios me lleven! -maldijo el capitán- ¿Tan pronto voy a perder una segunda nave?
A su alrededor todo se prendía. Los marineros corrían a por cubos de agua o, perdida toda esperanza, se lanzaban por la borda. ¿Qué podía hacerse?
-¡Al abordaje! -escuchó de repente.
Morgana, negándose a dar todo por perdido, abandonaba la nave balanceándose desde un cabo.
-¿Abordar el puerto? ¿Se dice así? -Flick estaba algo confuso.
-¡Qué mas da, padre! ¡La batalla no ha terminado! -Con una ágil pirueta, Morgana cayó sobre tierra firme.
Flick frunció el ceño, pero no tardó en demudar el rostro y transformar la incertidumbre en otra de sus broncas carcajadas.
-¡Por mis botas, claro que no hemos perdido! -dio otro trago al ron y luego, dirigiéndose a sus hombres, dijo- ¡Salid de la nave, rufianes, ratas de bañera! La victoria está a nuestro alcance. Pienso abordar ese puerto, si es que es así como se dice. La reina Urraca danzará en el camarote de mi tercer barco. ¡Voto a tal que así será! Corred, malandrines, o las llamas os quemarán el trasero.
Volvió a reír y saltó por la borda, directo al río. Una vez en tierra, apuntó su alfanje a la ciudad. Le rebasaron quinientos piratas, empapados y armados, Que llegaban desde el río dispuestos a enfrentarse a la guardia de la reina Urraca.
Ésta, a lo lejos, no alteró ni un músculo en su rostro. No tenía miedo de todas aquellas alimañas.
Aquélla iba a ser una batalla larga, dura y sin un claro ganador, Flick lo sabía.
Precisamente, era eso lo que le gustaba de la vida.