136 – LOS OJOS DE LAS TINIEBLAS

Ya hemos comentado en el pasado el poder de la rutina, gentiles amigos. Es un poder que va más allá de la magia y de las energías, el poder aplastante de la normalidad y la repetición. Es esa misma rutina la que había asentado el nuevo inquietante día a día en la mente de los apesadumbrados Calamburianos.

El sol arrojaba unos moribundos rayos de luz sobre los alrededores de Cuna de Oscuridad. Sus lugareños, sombríos y esquivos, habían levantado una pequeña ciudad alrededor del castillo. Como si de una sombría copia de la realidad se tratase, se habían erigido mercados y posadas, pero los transeuntes deambulaban con un propósito fijo y nadie parecía estar demasiado animado. Los habitantes de aquella ciudad casi fantasma habían caído en la rutina de su apesadumbrado corazón y ya nada los podría devolver a su antigua vida. Quizás ya no querían.

Pero cerca de las grandes puertas enrejadas del castillo, aquella monstruosidad que había surgido bajo tierra, un toque de color rompió la rutina y empezó algo diferente. Sin duda un comienzo, pero, ¿hacia dónde?

– ¡Deprisa Grahim! No sabemos cuánto tiempo podemos estar aquí – susurró a gritos Trai. Su compañero Impromago se apresuró a colocarse a la sombra del castillo, temblando visiblemente.

– No corráis, niños. Todo el pueblo sabe que estamos aquí, aunque nadie haya reaccionado. Todo esto resulta muy inquietante, ojalá estuviese Minerva para tranquilizarnos con su mirada sabia – se lamentó Felix el Preclaro.

– ¡La ciencia está de nuestro lado! Solo espero que mis cálculos sean correctos – aseguró Katurian, el Inventor.

El pequeño grupo se reunió, como si intentasen protegerse de la enorme mole del castillo.

– Bien, hemos logrado escabullirnos de Skuchaín sin que nadie nos vea.

– Mi puesto de trabajo está en peligro – masculló Felix -. He apostado mi futuro con esto, pequeños Impromagos.

– ¡Verá como merece la pena, profe! Con las notas del hechizo que Sirene usó para deshacer la Maldición de las Brujas y el misterioso tomo que nos dieron los Consejeros, hemos preparado un hechizo que seguro que disipa la Oscuridad – dijo Grahim, entusiasmado -. Lo que no sé es qué pasará con ese castillo tan tenebroso.

– Las estrellas están alineadas y todos mis cálculos lo confirman: ¡El hechizo debe de hacerse ahora, o puede que no podamos controlar sus efectos! – apuntilló Katurian, siempre encantado de magnificar las consecuencias de sus experimentos.

– Os olvidabais de un amigo. No es lugar para ir dando tumbos – dijo una melosa voz.

El grupo se giró sobresaltado para mirar a los recién llegados, con el corazón en un puño. Se tranquilizaron visiblemente al ver a los Consejeros, acompañando a Ukho, el Niño Olvidado y Niniel, la Elfa.

– Nos los encontramos errando, como las sombras de este oscuro lugar. Pensaba que los Elfos tenían mejor orientación – comentó Barastyr con fingida inocencia.

– El bosque grita. Algo terrible está a punto de pasar y debo de intentar ayudar en lo que pueda – respondió Niniel, como si no hubiese escuchado el comentario.

– ¡Llegáis tarde! – dijo Ukho, muy ufano -. Poneos ya con vuestra cosa de magias para que resolvamos esto de una vez y encuentre a mis amigos.

– Muy bien. El destino del mundo está en nuestras manos, Grahim. No podemos fallar esta vez como ocurrió en la final.

– ¡En la final no fallamos! Algo raro está pasando que no entendemos, Trai. No me gusta nada de nada.

– No te acobardes ahora, Grahim. ¡Tenemos que hacer el hechizo ahora!

Entre refunfuños, ambos empezaron a entonar el conjuro y agitar las varitas. El aire crepitó con energía estática y un viento antinatural empezó a soplar a su alrededor. Una luz parecía emanar de los Impromagos, haciendo que sus sombras aumentasen de manera amenazadora, hasta crear un extraño efecto en el que parecían hundirse en un pozo de sombras. Alzaron sus varitas al cielo y un rayo de sombra se precipitó contra las nubes, provocando un espasmo de energía que las cruzó en un abrir y cerrar de ojos.

Como una ola que choca contra un una roca, la energía del cielo estalló en mil pedazos y retrocedió a toda velocidad hacia sus portadores. Parecía que iba a chocar contra el pequeño grupo, pero se detuvo a escasos metros de sus cabezas, en forma de esfera oscura que irradiaba sombras y rezumaba una fantasmagórica niebla.

– Esto… ¿es lo que se supone que debía pasar? – preguntó extrañada Trai.

– Esto no consta en ninguno de mis libros – respondió Felix.

Un coro de siniestras risas emergieron de los callejones del pueblo, rebotando por las paredes y extendiéndose hacia aquella maligna esfera. Las risotadas fueron acercándose, hasta materializandose en un grupo de mezquinos villanos, apareciendo cada uno en un callejón distinto.

– Pero si son alumnos descarriados y un profesor rebelde. Vamos a tener que darles un castigo ejemplar, Eme – se relamió Aurobinda, muy ufana.

– ¡Aurobinda! ¡Traición! ¿Estabas detrás de todo esto? ¿Después de que te perdonasemos y te dejásemos volver a Skuchain? Tu oscuridad no conoce límites.

– Silencio, “profesor” – escupió con desprecio Eme -. Todo ha cambiado. Eres un necio que no sabe nada.

– ¡Los Impromagos nunca han sabido gran cosa! – gritó ufana Kálaba, agitando sus pañuelos y relamiéndose ante su victoria -. Una vez más, habéis fracasado.

– ¡Los héroes nunca fracasan, contraatacan! – respondió Ukho, sacando su espada de madera. Niniel le agarró de los hombros para sujetarlo.

– Vaya, una Elfa. Jamás me he alimentado de una viva. Ya estoy cansado de sorber a tus hermanos dormidos. ¿Qué ocurrirá si pruebo directamente tu sangre? – susurró una voz a espaldas de Niniel.

La Elfa se giró rápidamente pero la sombra había desaparecido, rauda como una serpiente. Emergió junto a su madre, tomando la forma de un avieso Zingaro, que lamía el filo de su daga.

– Vandala, no juegues con la comida, muchacho – le reprimió jocosamente Van Bakari mientras se toqueteaba sus anillos -. Es de mala educación. Hasta en el pantano tenemos más elegancia.

El siniestro grupo se encaró a la temblorosa luz. Solo un milagro podría haber salvado a nuestros héroes, gentiles amigos. Pero tened cuidado con lo que deseáis, ya que los milagros también les puede ocurrir a otros.

– Esto… creo que tenemos un problema – susurró Katurian

– ¡Pues claro que lo tenemos! – le espetó Trai, sin perder de vista sus enemigos y apretando muy fuerte su varita.

– No, no…me refiero a este problema.

El grupo volvió a girarse espantado, para ver como sus mayores temores cobraban realidad. Durante todo el conflicto, los Consejeros se habían acercado a la esfera de Oscuridad y la habían absorbido con gesto de infinito placer mientras sus cuerpos temblaban, rebosantes de magia oscura. Se movían espasmódicos como títeres, mientras sus manos apretaban sus ojos como si fuesen a salirseles de las órbitas.

– ¡Alejaos! ¡Es peligroso! – gritó Felix.

El grupo se alejó apresuradamente, mientras los villanos miraban extasiados como los consejeros retiraban las manos de sus ojos con un agónico grito y un chorro de oscuridad manaba de sus cuencas con la fuerza de un tifón. Sus cuerpos arqueados de dolor empezaron a levitar, girando sobre sí mismos en una grotesca espiral de dolor y locura. La oscuridad de sus ojos los envolvió y explotó en un espeluznante silencio, llenando la plaza de partículas de oscuridad que se fueron disipando como el humo de un incendio.

Entre las cenizas de la Oscuridad, dos figuras se acercaron a ambos grupos. Los Consejeros habían cambiado: Érebos y Barastyr seguían luciendo su sonrisa sardónica, pero las tinieblas manaban de sus ojos, una ventana a un mundo de locura y ausencia de luz. Sus ropajes se habían tornado carmesíes con un tono regio y sangriento.

– El fin del baile de máscaras – sentenció Érebos.

– El comienzo de una nueva era – anunció Barastyr.

– Somos los heraldos de nuestra Reina Oscura.

– Seguidnos. Tenemos preparativos que hacer.

Ambos empezaron a avanzar hacia las puertas de Cuna de Oscuridad, cuyo portón  enrejada empezó a abrirse por primera vez desde que emergió de la tierra con un siniestro traqueteo.

– ¿Cómo? ¿No vamos a exterminar a nuestros enemigos? – preguntó Vandala.

– ¡Debo cobrarme mi venganza! ¡Por Arnaldo! – siseó Kálaba.

– ¡Silencio, lacayos! – espetó Barastyr, sin apenas girarse -. Vuestras patéticas riñas son motas de polvo comparado al poder de nuestra futura reina. Seguidnos o seréis pasto de los gusanos, como el resto de esta tierra.

Kálaba estuvo a punto de protestar, pero Aurobinda la cogió del codo y la retuvo.

– Cuidado, Kálaba. Tendremos nuestra oportunidad. Agacha la cabeza y humíllate, pero te juro que tendrás tu venganza – susurró Aurobinda mirando las espaldas de los consejeros -. Y yo tendré lo que me merezco por derecho.

El oscuro grupo echó a andar en pos de sus amos. Vandala miró a Niniel con una mirada que implicaba una promesa de futuras y obscenas torturas, mientras Van Bakari hacía superficiales comentarios sobre el castillo, reevaluando secretamente el cambio de poderes que se había obrado en ese lugar. Cuando la siniestra comitiva cruzó la entrada del castillo, las rejas cayeron con un ruido estrepitoso, mostrando la misma amenazadora dentadura de hierro que al principio.

– Cuánto poder… nisiquiera todos juntos podríamos haberlos derrotado – dijo Niniel con los ojos muy abiertos.

– ¡Y no nos han matado! ¡Como si fuesemos insectos! Y se han vuelto fuertes gracias a nosotros. ¡Hemos sido engañados, de nuevo! ¡Te lo dije, Trai! – se quejó amargamente Grahim.

El grupo hundió los hombros, cada uno sumido en sus propios tenebrosos pensamientos. Ukho rompió el silencio.

– ¡Somos héroes! ¡Somos la luz! Y si ahora toda la oscuridad la tienen ellos, eso quiere decir que ya podemos encontrarnos con nuestros amigos. ¡Aún hay esperanza! ¡Tenemos que luchar!

– Pero, ¿Hay algo que realmente podamos hacer? – se preguntó Katurian.

– El futuro ya está escrito. Pero el secreto está siempre en el pasado – dijo una voz entre las sombras.

Todos desenfundaron sus armas de nuevo, con el corazón desbocado. ¿Un nuevo enemigo? ¿Qué más podía pasarles?

– ¡Es Urd, la Norna del pasado! – exclamó Félix.

– Si se me vuelve a aparecer otra persona más por la espalda, juro que inventaré unos anteojos con espejos traseros – comentó Katurian.

– Hay muchas lecciones que aprender en el pasado – repitió Urd.

– ¡Cuéntanoslo! ¡Debemos salvar Calamburia! – suplicó Ukho.

– Los mortales siempre suplicáis por lo mismo. Pero nunca entendéis el precio que hay que pagar.

Y la Norna habló, gentiles amigos. Y nuestros héroes escucharon. No fue lo que querían oír, pero fue lo suficiente para despertar una chispa. Y es que, por pequeña que sea la antorcha, siempre será suficiente para iniciar un incendio, uno que quemará hasta los mismos cimientos del espacio y el tiempo.

135 – LA PIEDRA NEGRA

– Sáltate la parte tediosa y ve al grano. Tengo cosas muy importantes que hacer – dijo con voz aburrida Aurobinda.

– ¡Por supuesto, jefa de estudios! – contestó rauda Sirene.

La sala se hallaba abarrotada de libros, velas y jaulas con formas extrañas. Varias de ellas estaban ocupadas por duendes entristecidos, con los gorros ladeados y las orejas caídas. Las jaulas vacías parecían indicar que habían contenido otros ocupantes y ya no, aunque su destino resulte incierto y un tanto inquietante.

– Siguiendo sus órdenes, hemos estado investigando y analizando los duendes. Sabemos cómo invocarlos pero realmente nunca hemos investigado el efecto opuesto. Mi teoría es que hay una manera de revertir el proceso y aspirar la esencia de los duendes antes de que sean devueltos al mundo faérico al que pertenecen.

– ¿Estás sugiriendo de que podríamos absorber su poder? – preguntó Aurobinda, repentinamente interesada.

– ¡Sí! – respondió Sirene. Aunque se hubiese vuelto profundamente malvada, seguía ansiando que la reconocieran como la estudiante aplicada que era.

– Conseguir el poder de Baufren y eliminarlo a la vez… – masculló por lo bajo Aurobinda, saboreando las palabras -. Muy bien. Seguid investigando. Debo reunirme con los Consejeros para rematar detalles. Los pequeños Impromagos ya han descifrado el hechizo, con un poco de nuestra ayuda, y pronto se escabullirán con sus aliados a realizar el ritual. Debemos estar preparados.

Sin despedirse, Aurobinda salió apresuradamente de la sala mientras su mente maquinaba distintas torturas que practicar al Duende Mayor antes de absorber toda su fuerza.

Al poco rato, apareció Eme, resollando, como si hubiese corrido una larga carrera.

– ¿Llego tarde a la reunión de Aurobinda? – dijo mirando a su alrededor con su habitual cara de tonto.

– Sí. Me ha dado tiempo a preparar todo el ritual mientras tú no estabas, torpe – le contestó Sirene muy ufana desde el fondo de la habitación.

Eme miró a su alrededor, sorprendido por el despliegue de jaulas de su alrededor. Centró su atención en un pentagrama dibujado en el suelo, similar al que ciertos Impromagos dibujaron en el sótano de Skuchaín para transformar a Pelusón, pero mucho más tenebroso e intrincado. En el centro del pentágono se hallaba atado un duende con una mordaza, debatiéndose inútilmente.

– ¿Y todo esto? ¿Qué vas a hacer? – dijo Eme, boquiabierto.

– Mientras tu comías y hacías trastadas por ahí y Telina cubría tus espaldas, yo he estado investigando – le dijo con voz de sabionda Sirene, emergiendo de detrás de una jaula.

– ¿Vas a invocar algo?

– No. Voy a absorber su poder. Para que Aurobinda me recompense. Y así…así quizás dejo de tener esos sueños raros – comentó con aire ausente, mientras se acariciaba el collar del cuello sin darse cuenta. La piedra negra parecía reflejar la luz malévolamente.

Sirene se giró hacia el pentagrama y empezó a agitar la varita en intrincadas formas mientras los duendes de la sala se aplastaban en el extremo más alejado de su jaula, mirando con ojos como platos el experimento de la joven.

– ¡Eme! ¡Debes impedirlo! – dijo una vocecilla cercana, proveniente de una jaula. Se trataba de Eneris, que le miraba suplicante.

– No, no puedo. Sirene es siempre la lista y la que manda, y es mejor que yo obedezca – respondió Eme, agitando la cabeza -. Es como si no pudiese desobedecer sus órdenes. Además, ahora soy malo.

– Tú no eres malo, Eme, y mamá tampoco. Tu puedes liberarte, pero a ella… a ella le pasa algo raro. ¡Creo que es ese collar!

Sirene seguía salmodiando, agitando la varita. El duende del centro del pentagrama levitó en el aire mientras su cuerpo se desintegraba y empezaba a ser absorbido por Sirene.

– ¡Ah! ¡Este poder! – gritó Sirene -. Pero no es suficiente. Necesito más.

– Oye Sirene, ya has demostrado que funciona. Vamos a contarle a Aurobinda que ha funcionado y….

– ¡No! – le respondió ella con los ojos cerrados, mientras los últimos zarcillos de energía entraban en su interior -. No necesito a Aurobinda. No necesito a nadie. Si devoro a todos los duendes de aquí, quizás logre ser más fuerte que ella. ¡Y salvaré al mundo con mi fuerza!

El colgante de Sirene brilló con una luz oscura y palpitante, ansiando más y más poder. La Impromaga abrió los ojos y señalando a los duendes, empezó a absorberlos mientras las energías del pentagrama se desataban.

– ¡Oh no! ¡Tienes que detenerla Eme! ¡Se los va a comer a todos! ¡Y a mi también! – gimió Eneris, sujetándose el sombrero.

– Pero yo…soy tonto y débil. Sirene sabe lo que hace. Tengo que dejarla hacer sus cosas – se resistió, dudoso, el Impromago.

– Mamá no va a poder controlar todo ese poder. ¡Puede que muera, Eme! ¡Tienes que ayudarla!

Eme pestañeó ante la idea de perder a su amiga. Sentía la mente un poco más clara que en los últimos meses, quizás porque Sirene estaba ocupada absorbiendo la energía de los duendes y no embotando sus pensamientos.

– No sé qué hacer. Ella es la lista, ella es la que piensa en estas situaciones.

– Tuviste a Theodus dentro de tí. Y eres valiente, ¡yo lo he visto! Puedes hacerlo Eme, puedes ayudarla y protegerla de sí misma.

Sirene empezó a crepitar de poder, levitando suavemente mientras aspiraba duendes con mayor avidez. Chorros de energía oscura manaron del colgante, como si no pudiese contener toda la oscuridad de su interior.

– Tendré que usar su propia magia. Tendré que usar la Oscuridad – dijo Eme.

Con un grito, el Impromago lanzó un rayo de energía de su varita para captar los charcos de energía oscura que se acumulaban por el suelo, devorando jaulas y duendes por doquier. Empezó a sorber aquella magia, se introducía por su cuerpo y sus venas se marcaban negras mientras seguía bebiendo y bebiendo de ese manantial infinito. Sirene se dió cuenta y se giró para encararse a su amigo, el cual tenía las pupilas negras pero un semblante decidido.

Ambos empezaron a lanzarse hechizos, pero a pesar de que Sirene había absorbido la energía de muchos Duendes, Eme tenía en su interior los resquicios de la fuerza de un archimago y con la ayuda de la energía oscura, los lanzó contra su amiga.

El impacto fue colosal, y propulsó a Sirene al centro del pentágono. Eme hizo acopio de toda la energía Oscura que poseía y cerró las manos trabajosamente, como si realmente hubiese algo físico entre ellas mientras que una cúpula tenebrosa emergía a los lados de Sirene. Las paredes se fueron estrechando mientras Eme apretaba las manos, empequeñeciendo más y más la cúpula.

– ¡No puedes encerrarme para siempre como hizo Theodus, Eme! ¡No funcionó con Aurobinda y Defendra y no funcionará conmigo! ¡No puedes hacerlo! ¡No puedes….! – los gritos de Sirene se vieron cortados en seco cuando Eme logró juntar por fin sus manos y con un sonido de succión, la cúpula se comprimió hasta tomar la forma de una piedra negra.

El silencio invadió la sala. Los duendes supervivientes cuyas jaulas se habían roto empezaron a ayudar a los demás. Eneris se acercó a saltos a Eme, agitando sus pequeños puños en júbilo.

– ¡Eres el mejor, Eme! ¡Usaste la propia oscuridad para atraparla! ¡Ahora hay que encontrar una manera para anular el poder del collar y liberar a mami – celebró la pequeña duende. Pero su cara cambió al mirar a Eme -. Oye, ¿Estás bien?

La oscuridad iba disipándose de las venas del Impromago, pero parecía estar calando en su interior. Usar semejante magia tenía un precio: podía corromper a su usuario. Sirene lo había sentido en sus propias carnes, como un día les ocurrió a Aurobinda y Defendra. Y ahora, le tocaba a él.

– No vamos a liberarla – dijo Eme con una sonrisa, mirando al infinito -. Ahora estoy yo solo como ayudante de Aurobinda. Soy mucho más fuerte que Sirene. Y pronto, seré mucho más fuerte que nadie. Tan fuerte que la propia Oscuridad me suplicará piedad.

Eneris se empezó a apartar discretamente de su amigo.

– Me das un poco de miedo con esa mirada de loco. ¿Qué pasa, tienes hambre?

– ¿Hambre? Sí – respondió riendo como un loco -. De poder. ¡Y poder tendré! ¡Todos lo veréis! ¡Seré el más poderoso archimago de la tierra y todos me temeréis! Debo ir a contarle a Aurobinda el fracaso de Sirene.

Eme salió con paso brioso de la sala, con la mirada de locura todavía perdida pero con una sonrisa lobuna en la cara. Eneris lo vió partir con tristeza, pensando que todo esto había ocurrido por su culpa. Cogió con delicadeza la piedra negra del suelo y acunándola entre sus brazos dijo con tristeza.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer, mami?

134 – EL PRECIO DE LA PAZ

Muchos piensan que la penumbra en la que está sumida Calamburia es uno de los mayores males de cuantos ha afrontado esta noble tierra. Y probablemente sea cierto. Pero si preguntáis a los emprendedores, comerciantes e incluso a los lores y a las damas, el mayor azote maligno fue el que sufrieron durante la cacareada Paz de la Reina Sancha.

Tomemos por ejemplo una empresa honrada, con trabajadores dedicados en cuerpo y alma a la satisfacción de sus clientes. La primera que se os viene a la cabeza, estoy seguro, es la de los Enterradores. ¿Acaso no es una profesión con una profunda vocación por el prójimo? ¿Un respeto absoluto a las familias dolientes? ¿Y qué importa si a veces ahorran un poco en las lápidas de piedra maciza? ¿O en las placas conmemorativas de cobre en vez de acero? ¿Alguien puede culparlos?

El Túmulo Desordenado es el único camposanto oficial de todo Calamburia, aunque muchos poblados han construido el suyo por no poder pagar los gastos de traslado. El cementerio es una visión impresionante: centenas de hectáreas cubiertas de lápidas de todo tipo, llenas de historias y sobre todo, de cadáveres. Debido a la antigüedad del cementerio, los estilos de las tumbas y las dimensiones de los nichos han ido variando de una manera un tanto pintoresca con el paso de los años, dando la impresión de un cierto caos y descontrol en la organización de los muertos.

Donde vosotros, simples neófitos en la materia en descomposición véis caos, Jack Roslin ve perfección. El descendiente de la familia de enterradores más famosa del reino podría caminar por el cementerio con los ojos cerrados y bailando una jiga. Jack pasó toda su infancia ayudando a su padre con el cementerio y espera algún día hacerlo con su hijo, aunque Penélope siempre contesta a sus insinuaciones con un bufido.

Si Jack es la pala que entierra a los muertos, Penélope Roslin es el mármol que los mantiene completamente atrapados en el suelo. Hija de una rica familia de comerciantes, Penélope es el resultado de generaciones y generaciones centradas en sólo una cosa: sacar el máximo beneficio de cualquier negocio. Y el negocio de la muerte era un negocio como otro cualquiera.

Quien trata con la muerte no le teme a esta, y la visión de cadáveres y otros horrores no causa ni un solo parpadeo en esta fría pareja. Pero creedme si os digo que sudaban profusamente, en la puerta de su cementerio, frotando sus manos con miedo al ver llegar por el camino a los Recaudadores de la Reina Sancha.

La Paz de la Reina Sancha era un negocio muy lucrativo. El orden y la estabilidad permitían mantener un estricto control de las idas y venidas de los Calamburos, la moneda oficial del Reino. Sancha III ya no necesitaba soldados, pero sí un ejército: destacamentos de escribas, escuadrones de contables y soldados de a pie: Los Recaudadores.

Siempre iban en pareja, ya que cuatro ojos ven mejor que dos. Se detuvieron ante los nerviosos sepultureros.

– ¡Buenos días, señores Roslin! Que alegre mañana. Mi nombre es Don Vítulo y esta es mi compañera la encantadora Doña Constanza – se presentó el extraño.

Doña Constanza no tenía nada de encantadora. Su rictus indicaba una perpetua cara de asco, como si estuviese oliendo a hortelano constantemente. Don Vítulo también daba escalofríos: su sonrisa brillaba de una manera lobuna y desprovista de toda calidez.

– Lleváis numerosos atrasos en los diezmos de la Reina. Venimos a atajar esas faltas – explicó ella, directa al grano.

– ¡Han sido tiempos muy difíciles! Hasta hace muy poco, los muertos no se morían como es debido y tenía que dedicarme a darles con la pala para que volviesen a sus tumbas – explicó nerviosamente Jack, recibiendo un duro codazo en las costillas por parte de su mujer.

– Lo que mi marido quiere decir es que los negocios no han ido bien últimamente y confiábamos en la magnanimidad de la Reina para poder discutirlo con calma – rectificó Penélope con una sonrisa que parecía la de una rosa negra a punto de marchitarse.

– Y la tendréis – dijo grandilocuente Don Vítulo -. Cuando paguéis, claro. ¿Podemos pasar?

El cementerio había recibido cientos de miles de comitivas entristecidas y moqueantes a lo largo de los años. Seres queridos con el corazón en un puño, familiares llorando a lágrima viva. Pero ninguna tenía tanta congoja como los enterradores, guiando a sus verdugos hacia la pequeña casita que se situaba en el centro del cementerio.

– ¡Como véis, solo damos el mejor servicio! Mármol extraído directamente por los Mineros – dijo Jack no sin cierto orgullo, palmeando una tumba cercana, sin darse cuenta de la mirada asesina que le dirigía su mujer.

– Ah. Excelente. Espero que haya quedado registrado en el libro de cuentas, con el porcentaje adecuado de los beneficios destinados a la corona – dijo sibilinamente Don Vítulo.

Jack palideció de golpe, y era mucho decir en alguien cuya cara ya era de la tonalidad del mármol. No volvió a hablar hasta entrar en la casa.

Los Recaudadores eran auténticos expertos en su trabajo y habían hecho de la rutina una auténtica obra de arte. Don Vítulo exigió los libros de cuentas para zambullirse en ellos mientras Doña Constanza paseaba con pasos lentos y medidos por el despacho de los enterradores, donde estos solían recibir sus clientes.

– Como ven, llevamos un registro estricto y los beneficios han sido escasos. Yo misma lo he ido anotando todo de mi puño y letra – explicó Penélope, controlando sus nervios -. No tenemos ningún tipo de liquidez ahora mismo, pero estoy segura que cuando lleguen tiempos mejores, podremos pagar lo que le debemos a nuestra bien amada reina.

Don Vítulo hizo caso omiso a sus palabras y siguió analizando las columnas de números con el dedo, mientras sus labios se movían en silencio.

Jack en cambio no estaba dominando bien sus nervios y trataba de distraer con una verborrea constante a la mujer que escudriñaba con atención el despacho como si pudiese ver a través de las paredes.

– Sabe, esta casa ha pertenecido durante generaciones a mi familia. ¡Siglos de antigüedad! Increíble, ¿Eh? Dicen que en el sótano hay tumbas de reyes… ¡Pero es mentira! Ya excavé ahí alguna vez y no hay nada. Y no porque me lo llevase yo. Quiero decir, que yo no encontré nada. De nada – Jack estaba sudando a mares, considerando la opción de saltar por la ventana, hasta que vió algo extraño -. Oiga. Está… ¿Olisqueando la pared?

En efecto, Doña Constanza lo estaba haciendo, como si fuese un perro de presa. Se giró hacia su compañero y dijo:

– Vítulo. Aquí.

Su compañero levantó la vista de los libros y disculpándose de Penélope con una falsa sonrisa se acercó a la pared. Palpando con cuidado esta, dejó su mano apoyada en la madera y apretando el puño de la otra, lo descargó contra la pared con un rápido y fluido movimiento. Su mano atravesó el débil contrachapado que tapaba la entrada de un pequeño escondrijo secreto, dando acceso a una caja fuerte.

– Por el Titán, ¿Qué hacen? – dijo Penélope, ahora sí, visiblemente presa de los nervios.

– Oh, disculpen las molestias. Tuve un encuentro una vez con los Hijos del Dragón y me enseñaron una cosa o dos sobre el combate. Un pueblo muy sabio y aplicado. Una lástima que se hayan extinguido, ¿no es así? – comentó Don Vítulo con ligereza mientras abría y cerraba la mano para relajarla.

– Parece ser que los libros de cuentas no mencionan esta caja fuerte. Pero nada escapa a mi olfato. Puedo detectar el oro a kilometros de distancia – señaló con una sonrisa Doña Constanza. Fue su primer y única sonrisa del día, y era como ver la sonrisa de una calavera.

– ¡Ah! La caja fuerte. Se…. se nos había olvidado mencionarla, ¿verdad querida?

Si las miradas matasen, Jack habría combustionado en llamas. Pero el secreto del éxito de ese curioso matrimonio es que Jack era incapaz de entender las sutilezas del lenguaje.

– Sí, cariño. Menudo olvido tan tonto – dijo ella escupiendo cada una de las palabras.

– Bien, imagino que tendrán la combinación para abrirla. Si por algún casual la habéis perdido y es imposible abrirla, vendré con unos hortelanos para arrancarla de la pared y me la llevaré. Conozco un relojero que le encanta los mecanismos, la abrirá en un parpadeo – Don Vítulo seguía sonriendo con una boca en la que parecía haber demasiados dientes.

Los Enterradores claudicaron y dieron la combinación. Tuvieron que presenciar con bochornosa humillación como los Recaudadores llenaban sus bolsas, se las echaban al hombro y se despedían de ellos con falsas reverencias.

Así es, queridos Calamburianos. La Oscuridad produce pavor, pero será derrotada. Los Elementos pueden volver a su cauce. Los monstruos pueden ser vencidos. Pero no hay nada, absolutamente nada que pueda detener el inevitable cobro de Impuestos. Especialmente si Don Vítulo y Doña Constanza llaman a su puerta.

 

133 – UN NAVÍO SIN CAPITÁN

Los piratas están acostumbrados a la jerarquía. Pese a lo que pueda parecer, los lobos de mar se convierten en eficientes máquinas engrasadas cuando estallan las tormentas y cada tripulación funciona como una mente colmena para poder sobrevivir a un naufragio seguro. El mar es un capitán implacable que exige y demanda sin ningún tipo de contemplaciones, convirtiendo a la escoria de la humanidad en eficientes soldados una vez que pisan la cubierta de un barco.

Por desgracia, esto solo se aplica cuando están en alta mar. En cuanto ponen un pie en tierra, cualquier pirata vuelve a su ser, es decir: a una criatura anárquica, cruel, vil e interesada que conoce la jerarquía y las inclemencias del tiempo y que piensa ahogarlas en el fondo de una botella o en los pechos de alguna cortesana.

Pero ahora, la Isla Kalzaria, vertedero del mundo civilizado y entrañable hogar pirata, tenía una líder sin par que además poseía una corona y un trono de huesos. Mairim Lancaster gobierna la isla de la única manera que sabe: no lo hace. Todo el mundo sabe que el acuerdo pactado con la Reina Sancha era más bien un indulto y que en realidad el título de Reino Pirata no les daba ningún tipo de ventaja económica (el comercio de Kalzaria se basaba en el robo y el saqueo) ni tampoco política (muchos piratas usaban el adjetivo de “político” para insultar a sus semejantes), sino más bien un breve respiro antes de que la Reina Urraca volviese a construir su gran Armada y los pasasen a todos por la quilla. Hasta que eso ocurriese, los piratas y corsarios de la isla tenían mucho dinero robado que gastar y Mairim podía seguir gritando en su trono todo lo que quisiese.

Y gritar, lo que es gritar, gritaba mucho. Sus gritos rebotaban por los techos mal construidos de la capital pirata, a la que nadie se había molestado en poner nombre. Algunos la llamaban cariñosamente “Patíbulo”, con el mismo afecto que se tiene a un gato gordo y malcarado con un ojo tuerto. La urbe era tan acogedora como su apodo, con una mezcolanza de edificios variopintos, desde grandes mansiones que vieron tiempos mejores hace cientos de año y casuchas y chabolas sujetas gracias a capas de mugre y alcohol derramado. El fuerte de Efrain Jacobs dominaba la ciudad en una colina, pero no era la envidia de nadie ya que todos opinaban que en caso de ataque, el fuerte recibiría todos los cañonazos mientras el resto de la ciudad desertaría a toda prisa.

Una de esas antiguas mansiones había sido ocupada por Mairim para oficiar de palacio, sala de audiencias y lugar de reunión para sus lugartenientes. La idea era buena pero tenía varios problemas: la primera, que no tenía lugartenientes porque todos estaban emborrachándose o dormidos o en alguna cuneta, y la segunda, que el edificio antes de ser ocupado era una enorme taberna y de hecho, seguía siéndolo. A los dueños no les había importado que su nueva reina ocupase el sistema de cuevas situado bajo la antigua mansión. Ahí abajo, sus gritos resonaban menos.

– TIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIITOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO – berreaba la jóven, usando sus manos como bocina..

– Hermana si vuelves a gritar así te juro que volverás a despertar el Leviatán – dijo Morgana, frunciendo el ceño con fastidio y lanzando un cuchillo hacia arriba para cogerlo de nuevo en su caída con la mano.

– Pero… pero es que mi Tito no está y lo necesito – dijo Mairim, girándose hacia su hermanastra haciendo pucheros.

– El mar está agitado. El sol no luce como debería y la luz tenue del día no nos prepara para lo que viene por la noche. Hasta los más borrachos de este agujero de mala muerte buscan refugio al caer el alba.

– ¿Y si mi tito no ha encontrado refugio? ¡No puedo hacer nada sin él! – explotó en dramáticos sollozos Mairim.

Morgana lanzó el cuchillo, plantándolo en una pared de la cueva.

– ¡Basta ya Mairim! Lograste lo que para los piratas es una victoria, tienes ya tu dichoso trono de huesos: ya va siendo hora que te comportes como una líder de verdad – exclamó con los brazos en jarras la mercenaria.

Mairim miró de reojo a su hermanastra y sonrió con cómica maldad.

– Eso solo me lo dices porque estás muy enfadada por que te hayan abandonado todos tus mercenarios y Ranulf – dijo con sorprendente malicia la chica.

– ¡No me han abandonado! ¡Me han…traicionado! ¡Bastardos supersticiosos! Y Ranulf el peor de ellos, el Titán sabe dónde andarán – exclamó Morgana, haciendo aspavientos y arrancando con fuerza el cuchillo de la pared.

Justo detrás de la pared, el joven Cameron esperaba nervioso y dio un respingo que casi hace que se le salte el corazón por la boca. El viaje a Kalzaria había sido más largo de lo que pensaba y tenía poco tiempo, pero no lograba juntar las fuerzas para cruzar la puerta. Encontrarte por primera vez con la persona con la que amas es la mayor de las aventuras. Juntando todas sus fuerzas,se asomó por el pasadizo a la sala de audiencias.

– Perdón… ¿vengo en mal momento? – dijo una voz masculina.

Las dos hermanastras miraron fijamente al recién llegado. Había algo extraño en el rostro del joven, o quizás en su manera de moverse.. Y ese bigote no parecía del todo en su sitio.

– Sí – aclaró fríamente Morgana taladrándole con la mirada.

– ¡No, pasa pasa! Lo que más me gusta es recibir “súbitos” – dijo Mairim alegremente, pronunciando mal la palabra y sentándose de un salto en el montón de huesos con respaldo.

Cameron miraba embobado a quién le había acompañado en sueños todo ese tiempo. Era tan guapa como en sus ensoñaciones, tan guapa como cuando la vio la primera vez, tan guapa como describía él  mismo en cartas firmadas con otro nombre.

– A sus pies, su majestad, Mairim, Reina de todos los mares – su torpe reverencia casi lo lanza al suelo. El sudor frío recorría su espalda.

– ¡Oh sí, soy la mejor Reina! – dijo aplaudiendo encantada Mairim -. Dime valiente marinero, ¿qué es lo que quieres?

El piropo impactó en el muchacho como si de una bola de cañón se tratase. Se quedó boqueando “valiente” en silencio mirando con ojos como platos a Mairim.

– Hermana. Creo que este chico se ha caído de un mástil o algo. Y tiene algo extraño que no acabo de entender.

– ¡Ah! ¡Perdonad! – Cameron carraspeó fuerte y agitó la cabeza. “Concéntrate, no lo arruines todo ahora!” -. Vengo a pedir ayuda ya que he perdido a mi Capitán en una terrible y oscura tormenta. Venía para ver si mi reina sabía algo de él o quisiese ayudarme a buscarlo.

– Hay muchos capitanes. ¿Cuál es ese que debería poner en su búsqueda a la gran Mairim Lancaster? – preguntó Morgana con desdén.

– Mi señora Mairim lo conoce, le escribe muchas cartas, muy bien escritas y con gran estilo, debo decir. Tengo por aquí un retrato suyo, que colgaba en su camarote…

El grumete descartó numerosos pergaminos, probablemente mapas, hasta sacar de su morral uno especialmente arrugado. Lo desarrolló para mostrar el perfil un tanto borroso de un hombre ataviado con todas las galas de un capitán de navío, con una pose orgullosa y señalando vigorosamente hacia el frente.

– Vaya, tiene pinta de ser otro idiota emperifollado – descartó Morgana con un ademán.

Pero no fue el mismo efecto que provocó en Mairim. La joven tenía los ojos vidriosos con la boca abriéndose cada vez más.

– ¡Es el famoso Capitán Walter Kennedy! ¡El descubridor de mundos! – dijo emocionada dando saltitos.

– ¡El mismo! – dijo satisfecho Cameron.

– ¡El valiente  capitán de la Reina Sancha, que va a descubrir civilizaciones enteras!

A Cameron no le gustó el cariz que estaba tomando el asunto.

– Si, bueno, aún no ha descubierto nada, estamos en ello pero…

– ¡Y es tan guapo!

– Yo diría que más bien normalito. Habladurías sobre todo.

– ¡E intrépido!

– Antes era un vendedor de alfombras. Tampoco es que sea lo más intrépido del mundo – refunfuñó Cameron, sabiendo que la jugada le estaba saliendo bastante mal.

– ¡Y un artista con la poesía porque me escribe cosas super bonitas! – remató Mairim, suspirando de teatral amor.

Cameron se rindió. Se visualizó a sí mismo escribiendo dichas cartas a la luz de una vela, mientras su querido Capitán se quedaba dormido babeando el escritorio de su camarote. Muchas veces firmaba las cartas sin leerlas siquiera.

– Sí que escribe bonito, sí – dijo con voz triste dejando caer los hombros.

– Un momento, ¿La Reina Sancha? ¿Por qué no dejas que arregle el Palacio de Ámbar sus propios asuntos? Creo que deberíamos dejarlo correr, no merece la pena – interrumpió Morgana, sabiendo que era una batalla perdida de antemano.

– ¡Claro que merece la pena! ¡El amor todo lo merece! – respondió levantándose de un salto.

– ¿Amor? – gritaron al unísono Morgana y Cameron, incrédulos.

– Pero si sólo has hablado con él a través de cartas.

– En persona pierde, se lo aseguro…

– Hermanita, está decidido. Vamos a ir en búsqueda del Capitán, lo rescataremos de donde sea que esté y me casaré con él. Bueno primero nos daremos besitos, luego ya veremos.

Mientras Morgana ponía los ojos en blanco y escupía al suelo, la cara de Cameron palideció.

– ¿Be…besitos?

Mairim saltó del trono y empezó a hacer piruetas bajo la anonadada mirada del grumete.

– Anímate, chaval, parece ser el día de suerte de tú capitán. Cuando a Mairim se le mete algo entre ceja y ceja, no hay manera de sacarla de ese camino.

Las peores pesadillas de Cameron se hicieron realidad. Supo que cuando aceptó escribir esas cartas, se estaba metiendo en un buen lío. Sabía que aceptar la petición de su nuevo Capitán solo le iba a traer problemas, pero era una manera de escribir todo lo que sentía por Mairim y hacérselo saber directamente. Ahora el plan había fracasado miserablemente: Mairim estaba enamorada hasta las trancas del Capitán y ni miraba a Cameron. Tenía que jugar muy bien sus cartas para lograr conquistar a la Reina Corsaria.

Y si eso fuera poco, tendría que lidiar con su otro “trabajo”.

Ah!

Y con el hecho de en realidad, ser una mujer.


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