135 – LA PIEDRA NEGRA

– Sáltate la parte tediosa y ve al grano. Tengo cosas muy importantes que hacer – dijo con voz aburrida Aurobinda.

– ¡Por supuesto, jefa de estudios! – contestó rauda Sirene.

La sala se hallaba abarrotada de libros, velas y jaulas con formas extrañas. Varias de ellas estaban ocupadas por duendes entristecidos, con los gorros ladeados y las orejas caídas. Las jaulas vacías parecían indicar que habían contenido otros ocupantes y ya no, aunque su destino resulte incierto y un tanto inquietante.

– Siguiendo sus órdenes, hemos estado investigando y analizando los duendes. Sabemos cómo invocarlos pero realmente nunca hemos investigado el efecto opuesto. Mi teoría es que hay una manera de revertir el proceso y aspirar la esencia de los duendes antes de que sean devueltos al mundo faérico al que pertenecen.

– ¿Estás sugiriendo de que podríamos absorber su poder? – preguntó Aurobinda, repentinamente interesada.

– ¡Sí! – respondió Sirene. Aunque se hubiese vuelto profundamente malvada, seguía ansiando que la reconocieran como la estudiante aplicada que era.

– Conseguir el poder de Baufren y eliminarlo a la vez… – masculló por lo bajo Aurobinda, saboreando las palabras -. Muy bien. Seguid investigando. Debo reunirme con los Consejeros para rematar detalles. Los pequeños Impromagos ya han descifrado el hechizo, con un poco de nuestra ayuda, y pronto se escabullirán con sus aliados a realizar el ritual. Debemos estar preparados.

Sin despedirse, Aurobinda salió apresuradamente de la sala mientras su mente maquinaba distintas torturas que practicar al Duende Mayor antes de absorber toda su fuerza.

Al poco rato, apareció Eme, resollando, como si hubiese corrido una larga carrera.

– ¿Llego tarde a la reunión de Aurobinda? – dijo mirando a su alrededor con su habitual cara de tonto.

– Sí. Me ha dado tiempo a preparar todo el ritual mientras tú no estabas, torpe – le contestó Sirene muy ufana desde el fondo de la habitación.

Eme miró a su alrededor, sorprendido por el despliegue de jaulas de su alrededor. Centró su atención en un pentagrama dibujado en el suelo, similar al que ciertos Impromagos dibujaron en el sótano de Skuchaín para transformar a Pelusón, pero mucho más tenebroso e intrincado. En el centro del pentágono se hallaba atado un duende con una mordaza, debatiéndose inútilmente.

– ¿Y todo esto? ¿Qué vas a hacer? – dijo Eme, boquiabierto.

– Mientras tu comías y hacías trastadas por ahí y Telina cubría tus espaldas, yo he estado investigando – le dijo con voz de sabionda Sirene, emergiendo de detrás de una jaula.

– ¿Vas a invocar algo?

– No. Voy a absorber su poder. Para que Aurobinda me recompense. Y así…así quizás dejo de tener esos sueños raros – comentó con aire ausente, mientras se acariciaba el collar del cuello sin darse cuenta. La piedra negra parecía reflejar la luz malévolamente.

Sirene se giró hacia el pentagrama y empezó a agitar la varita en intrincadas formas mientras los duendes de la sala se aplastaban en el extremo más alejado de su jaula, mirando con ojos como platos el experimento de la joven.

– ¡Eme! ¡Debes impedirlo! – dijo una vocecilla cercana, proveniente de una jaula. Se trataba de Eneris, que le miraba suplicante.

– No, no puedo. Sirene es siempre la lista y la que manda, y es mejor que yo obedezca – respondió Eme, agitando la cabeza -. Es como si no pudiese desobedecer sus órdenes. Además, ahora soy malo.

– Tú no eres malo, Eme, y mamá tampoco. Tu puedes liberarte, pero a ella… a ella le pasa algo raro. ¡Creo que es ese collar!

Sirene seguía salmodiando, agitando la varita. El duende del centro del pentagrama levitó en el aire mientras su cuerpo se desintegraba y empezaba a ser absorbido por Sirene.

– ¡Ah! ¡Este poder! – gritó Sirene -. Pero no es suficiente. Necesito más.

– Oye Sirene, ya has demostrado que funciona. Vamos a contarle a Aurobinda que ha funcionado y….

– ¡No! – le respondió ella con los ojos cerrados, mientras los últimos zarcillos de energía entraban en su interior -. No necesito a Aurobinda. No necesito a nadie. Si devoro a todos los duendes de aquí, quizás logre ser más fuerte que ella. ¡Y salvaré al mundo con mi fuerza!

El colgante de Sirene brilló con una luz oscura y palpitante, ansiando más y más poder. La Impromaga abrió los ojos y señalando a los duendes, empezó a absorberlos mientras las energías del pentagrama se desataban.

– ¡Oh no! ¡Tienes que detenerla Eme! ¡Se los va a comer a todos! ¡Y a mi también! – gimió Eneris, sujetándose el sombrero.

– Pero yo…soy tonto y débil. Sirene sabe lo que hace. Tengo que dejarla hacer sus cosas – se resistió, dudoso, el Impromago.

– Mamá no va a poder controlar todo ese poder. ¡Puede que muera, Eme! ¡Tienes que ayudarla!

Eme pestañeó ante la idea de perder a su amiga. Sentía la mente un poco más clara que en los últimos meses, quizás porque Sirene estaba ocupada absorbiendo la energía de los duendes y no embotando sus pensamientos.

– No sé qué hacer. Ella es la lista, ella es la que piensa en estas situaciones.

– Tuviste a Theodus dentro de tí. Y eres valiente, ¡yo lo he visto! Puedes hacerlo Eme, puedes ayudarla y protegerla de sí misma.

Sirene empezó a crepitar de poder, levitando suavemente mientras aspiraba duendes con mayor avidez. Chorros de energía oscura manaron del colgante, como si no pudiese contener toda la oscuridad de su interior.

– Tendré que usar su propia magia. Tendré que usar la Oscuridad – dijo Eme.

Con un grito, el Impromago lanzó un rayo de energía de su varita para captar los charcos de energía oscura que se acumulaban por el suelo, devorando jaulas y duendes por doquier. Empezó a sorber aquella magia, se introducía por su cuerpo y sus venas se marcaban negras mientras seguía bebiendo y bebiendo de ese manantial infinito. Sirene se dió cuenta y se giró para encararse a su amigo, el cual tenía las pupilas negras pero un semblante decidido.

Ambos empezaron a lanzarse hechizos, pero a pesar de que Sirene había absorbido la energía de muchos Duendes, Eme tenía en su interior los resquicios de la fuerza de un archimago y con la ayuda de la energía oscura, los lanzó contra su amiga.

El impacto fue colosal, y propulsó a Sirene al centro del pentágono. Eme hizo acopio de toda la energía Oscura que poseía y cerró las manos trabajosamente, como si realmente hubiese algo físico entre ellas mientras que una cúpula tenebrosa emergía a los lados de Sirene. Las paredes se fueron estrechando mientras Eme apretaba las manos, empequeñeciendo más y más la cúpula.

– ¡No puedes encerrarme para siempre como hizo Theodus, Eme! ¡No funcionó con Aurobinda y Defendra y no funcionará conmigo! ¡No puedes hacerlo! ¡No puedes….! – los gritos de Sirene se vieron cortados en seco cuando Eme logró juntar por fin sus manos y con un sonido de succión, la cúpula se comprimió hasta tomar la forma de una piedra negra.

El silencio invadió la sala. Los duendes supervivientes cuyas jaulas se habían roto empezaron a ayudar a los demás. Eneris se acercó a saltos a Eme, agitando sus pequeños puños en júbilo.

– ¡Eres el mejor, Eme! ¡Usaste la propia oscuridad para atraparla! ¡Ahora hay que encontrar una manera para anular el poder del collar y liberar a mami – celebró la pequeña duende. Pero su cara cambió al mirar a Eme -. Oye, ¿Estás bien?

La oscuridad iba disipándose de las venas del Impromago, pero parecía estar calando en su interior. Usar semejante magia tenía un precio: podía corromper a su usuario. Sirene lo había sentido en sus propias carnes, como un día les ocurrió a Aurobinda y Defendra. Y ahora, le tocaba a él.

– No vamos a liberarla – dijo Eme con una sonrisa, mirando al infinito -. Ahora estoy yo solo como ayudante de Aurobinda. Soy mucho más fuerte que Sirene. Y pronto, seré mucho más fuerte que nadie. Tan fuerte que la propia Oscuridad me suplicará piedad.

Eneris se empezó a apartar discretamente de su amigo.

– Me das un poco de miedo con esa mirada de loco. ¿Qué pasa, tienes hambre?

– ¿Hambre? Sí – respondió riendo como un loco -. De poder. ¡Y poder tendré! ¡Todos lo veréis! ¡Seré el más poderoso archimago de la tierra y todos me temeréis! Debo ir a contarle a Aurobinda el fracaso de Sirene.

Eme salió con paso brioso de la sala, con la mirada de locura todavía perdida pero con una sonrisa lobuna en la cara. Eneris lo vió partir con tristeza, pensando que todo esto había ocurrido por su culpa. Cogió con delicadeza la piedra negra del suelo y acunándola entre sus brazos dijo con tristeza.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer, mami?