136 – LOS OJOS DE LAS TINIEBLAS

Ya hemos comentado en el pasado el poder de la rutina, gentiles amigos. Es un poder que va más allá de la magia y de las energías, el poder aplastante de la normalidad y la repetición. Es esa misma rutina la que había asentado el nuevo inquietante día a día en la mente de los apesadumbrados Calamburianos.

El sol arrojaba unos moribundos rayos de luz sobre los alrededores de Cuna de Oscuridad. Sus lugareños, sombríos y esquivos, habían levantado una pequeña ciudad alrededor del castillo. Como si de una sombría copia de la realidad se tratase, se habían erigido mercados y posadas, pero los transeuntes deambulaban con un propósito fijo y nadie parecía estar demasiado animado. Los habitantes de aquella ciudad casi fantasma habían caído en la rutina de su apesadumbrado corazón y ya nada los podría devolver a su antigua vida. Quizás ya no querían.

Pero cerca de las grandes puertas enrejadas del castillo, aquella monstruosidad que había surgido bajo tierra, un toque de color rompió la rutina y empezó algo diferente. Sin duda un comienzo, pero, ¿hacia dónde?

– ¡Deprisa Grahim! No sabemos cuánto tiempo podemos estar aquí – susurró a gritos Trai. Su compañero Impromago se apresuró a colocarse a la sombra del castillo, temblando visiblemente.

– No corráis, niños. Todo el pueblo sabe que estamos aquí, aunque nadie haya reaccionado. Todo esto resulta muy inquietante, ojalá estuviese Minerva para tranquilizarnos con su mirada sabia – se lamentó Felix el Preclaro.

– ¡La ciencia está de nuestro lado! Solo espero que mis cálculos sean correctos – aseguró Katurian, el Inventor.

El pequeño grupo se reunió, como si intentasen protegerse de la enorme mole del castillo.

– Bien, hemos logrado escabullirnos de Skuchaín sin que nadie nos vea.

– Mi puesto de trabajo está en peligro – masculló Felix -. He apostado mi futuro con esto, pequeños Impromagos.

– ¡Verá como merece la pena, profe! Con las notas del hechizo que Sirene usó para deshacer la Maldición de las Brujas y el misterioso tomo que nos dieron los Consejeros, hemos preparado un hechizo que seguro que disipa la Oscuridad – dijo Grahim, entusiasmado -. Lo que no sé es qué pasará con ese castillo tan tenebroso.

– Las estrellas están alineadas y todos mis cálculos lo confirman: ¡El hechizo debe de hacerse ahora, o puede que no podamos controlar sus efectos! – apuntilló Katurian, siempre encantado de magnificar las consecuencias de sus experimentos.

– Os olvidabais de un amigo. No es lugar para ir dando tumbos – dijo una melosa voz.

El grupo se giró sobresaltado para mirar a los recién llegados, con el corazón en un puño. Se tranquilizaron visiblemente al ver a los Consejeros, acompañando a Ukho, el Niño Olvidado y Niniel, la Elfa.

– Nos los encontramos errando, como las sombras de este oscuro lugar. Pensaba que los Elfos tenían mejor orientación – comentó Barastyr con fingida inocencia.

– El bosque grita. Algo terrible está a punto de pasar y debo de intentar ayudar en lo que pueda – respondió Niniel, como si no hubiese escuchado el comentario.

– ¡Llegáis tarde! – dijo Ukho, muy ufano -. Poneos ya con vuestra cosa de magias para que resolvamos esto de una vez y encuentre a mis amigos.

– Muy bien. El destino del mundo está en nuestras manos, Grahim. No podemos fallar esta vez como ocurrió en la final.

– ¡En la final no fallamos! Algo raro está pasando que no entendemos, Trai. No me gusta nada de nada.

– No te acobardes ahora, Grahim. ¡Tenemos que hacer el hechizo ahora!

Entre refunfuños, ambos empezaron a entonar el conjuro y agitar las varitas. El aire crepitó con energía estática y un viento antinatural empezó a soplar a su alrededor. Una luz parecía emanar de los Impromagos, haciendo que sus sombras aumentasen de manera amenazadora, hasta crear un extraño efecto en el que parecían hundirse en un pozo de sombras. Alzaron sus varitas al cielo y un rayo de sombra se precipitó contra las nubes, provocando un espasmo de energía que las cruzó en un abrir y cerrar de ojos.

Como una ola que choca contra un una roca, la energía del cielo estalló en mil pedazos y retrocedió a toda velocidad hacia sus portadores. Parecía que iba a chocar contra el pequeño grupo, pero se detuvo a escasos metros de sus cabezas, en forma de esfera oscura que irradiaba sombras y rezumaba una fantasmagórica niebla.

– Esto… ¿es lo que se supone que debía pasar? – preguntó extrañada Trai.

– Esto no consta en ninguno de mis libros – respondió Felix.

Un coro de siniestras risas emergieron de los callejones del pueblo, rebotando por las paredes y extendiéndose hacia aquella maligna esfera. Las risotadas fueron acercándose, hasta materializandose en un grupo de mezquinos villanos, apareciendo cada uno en un callejón distinto.

– Pero si son alumnos descarriados y un profesor rebelde. Vamos a tener que darles un castigo ejemplar, Eme – se relamió Aurobinda, muy ufana.

– ¡Aurobinda! ¡Traición! ¿Estabas detrás de todo esto? ¿Después de que te perdonasemos y te dejásemos volver a Skuchain? Tu oscuridad no conoce límites.

– Silencio, “profesor” – escupió con desprecio Eme -. Todo ha cambiado. Eres un necio que no sabe nada.

– ¡Los Impromagos nunca han sabido gran cosa! – gritó ufana Kálaba, agitando sus pañuelos y relamiéndose ante su victoria -. Una vez más, habéis fracasado.

– ¡Los héroes nunca fracasan, contraatacan! – respondió Ukho, sacando su espada de madera. Niniel le agarró de los hombros para sujetarlo.

– Vaya, una Elfa. Jamás me he alimentado de una viva. Ya estoy cansado de sorber a tus hermanos dormidos. ¿Qué ocurrirá si pruebo directamente tu sangre? – susurró una voz a espaldas de Niniel.

La Elfa se giró rápidamente pero la sombra había desaparecido, rauda como una serpiente. Emergió junto a su madre, tomando la forma de un avieso Zingaro, que lamía el filo de su daga.

– Vandala, no juegues con la comida, muchacho – le reprimió jocosamente Van Bakari mientras se toqueteaba sus anillos -. Es de mala educación. Hasta en el pantano tenemos más elegancia.

El siniestro grupo se encaró a la temblorosa luz. Solo un milagro podría haber salvado a nuestros héroes, gentiles amigos. Pero tened cuidado con lo que deseáis, ya que los milagros también les puede ocurrir a otros.

– Esto… creo que tenemos un problema – susurró Katurian

– ¡Pues claro que lo tenemos! – le espetó Trai, sin perder de vista sus enemigos y apretando muy fuerte su varita.

– No, no…me refiero a este problema.

El grupo volvió a girarse espantado, para ver como sus mayores temores cobraban realidad. Durante todo el conflicto, los Consejeros se habían acercado a la esfera de Oscuridad y la habían absorbido con gesto de infinito placer mientras sus cuerpos temblaban, rebosantes de magia oscura. Se movían espasmódicos como títeres, mientras sus manos apretaban sus ojos como si fuesen a salirseles de las órbitas.

– ¡Alejaos! ¡Es peligroso! – gritó Felix.

El grupo se alejó apresuradamente, mientras los villanos miraban extasiados como los consejeros retiraban las manos de sus ojos con un agónico grito y un chorro de oscuridad manaba de sus cuencas con la fuerza de un tifón. Sus cuerpos arqueados de dolor empezaron a levitar, girando sobre sí mismos en una grotesca espiral de dolor y locura. La oscuridad de sus ojos los envolvió y explotó en un espeluznante silencio, llenando la plaza de partículas de oscuridad que se fueron disipando como el humo de un incendio.

Entre las cenizas de la Oscuridad, dos figuras se acercaron a ambos grupos. Los Consejeros habían cambiado: Érebos y Barastyr seguían luciendo su sonrisa sardónica, pero las tinieblas manaban de sus ojos, una ventana a un mundo de locura y ausencia de luz. Sus ropajes se habían tornado carmesíes con un tono regio y sangriento.

– El fin del baile de máscaras – sentenció Érebos.

– El comienzo de una nueva era – anunció Barastyr.

– Somos los heraldos de nuestra Reina Oscura.

– Seguidnos. Tenemos preparativos que hacer.

Ambos empezaron a avanzar hacia las puertas de Cuna de Oscuridad, cuyo portón  enrejada empezó a abrirse por primera vez desde que emergió de la tierra con un siniestro traqueteo.

– ¿Cómo? ¿No vamos a exterminar a nuestros enemigos? – preguntó Vandala.

– ¡Debo cobrarme mi venganza! ¡Por Arnaldo! – siseó Kálaba.

– ¡Silencio, lacayos! – espetó Barastyr, sin apenas girarse -. Vuestras patéticas riñas son motas de polvo comparado al poder de nuestra futura reina. Seguidnos o seréis pasto de los gusanos, como el resto de esta tierra.

Kálaba estuvo a punto de protestar, pero Aurobinda la cogió del codo y la retuvo.

– Cuidado, Kálaba. Tendremos nuestra oportunidad. Agacha la cabeza y humíllate, pero te juro que tendrás tu venganza – susurró Aurobinda mirando las espaldas de los consejeros -. Y yo tendré lo que me merezco por derecho.

El oscuro grupo echó a andar en pos de sus amos. Vandala miró a Niniel con una mirada que implicaba una promesa de futuras y obscenas torturas, mientras Van Bakari hacía superficiales comentarios sobre el castillo, reevaluando secretamente el cambio de poderes que se había obrado en ese lugar. Cuando la siniestra comitiva cruzó la entrada del castillo, las rejas cayeron con un ruido estrepitoso, mostrando la misma amenazadora dentadura de hierro que al principio.

– Cuánto poder… nisiquiera todos juntos podríamos haberlos derrotado – dijo Niniel con los ojos muy abiertos.

– ¡Y no nos han matado! ¡Como si fuesemos insectos! Y se han vuelto fuertes gracias a nosotros. ¡Hemos sido engañados, de nuevo! ¡Te lo dije, Trai! – se quejó amargamente Grahim.

El grupo hundió los hombros, cada uno sumido en sus propios tenebrosos pensamientos. Ukho rompió el silencio.

– ¡Somos héroes! ¡Somos la luz! Y si ahora toda la oscuridad la tienen ellos, eso quiere decir que ya podemos encontrarnos con nuestros amigos. ¡Aún hay esperanza! ¡Tenemos que luchar!

– Pero, ¿Hay algo que realmente podamos hacer? – se preguntó Katurian.

– El futuro ya está escrito. Pero el secreto está siempre en el pasado – dijo una voz entre las sombras.

Todos desenfundaron sus armas de nuevo, con el corazón desbocado. ¿Un nuevo enemigo? ¿Qué más podía pasarles?

– ¡Es Urd, la Norna del pasado! – exclamó Félix.

– Si se me vuelve a aparecer otra persona más por la espalda, juro que inventaré unos anteojos con espejos traseros – comentó Katurian.

– Hay muchas lecciones que aprender en el pasado – repitió Urd.

– ¡Cuéntanoslo! ¡Debemos salvar Calamburia! – suplicó Ukho.

– Los mortales siempre suplicáis por lo mismo. Pero nunca entendéis el precio que hay que pagar.

Y la Norna habló, gentiles amigos. Y nuestros héroes escucharon. No fue lo que querían oír, pero fue lo suficiente para despertar una chispa. Y es que, por pequeña que sea la antorcha, siempre será suficiente para iniciar un incendio, uno que quemará hasta los mismos cimientos del espacio y el tiempo.