Personajes que aparecen en este Relato
LA DAMA BLANCA I
En las profundidades del Reino Faérico, se erigía la Aguja de Nácar, un palacio de esplendor inigualable, morada de la Dama Blanca. Karianna, una unicornia de pelaje tan resplandeciente como la misma luz de la luna, gobernaba desde allí sobre todas las demás razas faéricas. Su trono, tallado en el más puro nácar, brillaba con un fulgor suave, acogiendo no solo el poder de la tierra sino también la bondad y sabiduría para gobernar.
En este día, la cámara del trono resonaba con voces de deliberación. La Dama de Acero, señora de los enanos y forjadora de destinos, se presentó ante Karianna con una firme petición. Su baja estatura, propia de su raza, no menguaba en ningún caso su determinación y su presencia.
—Necesitamos más magia para la Forja Arcana —demandó Elga con voz firme—. Los druidas están siendo demasiado conservadores en su administración. Mis hijos y yo requerimos más libertad para forjar las varitas de los nuevos impromagos licenciados del reino de Calamburia.
—Me encargaré personalmente de ello —prometió Karianna con la serenidad que la caracterizaba—. No os preocupéis, la Forja Arcana brillará bajo vuestros martillos sin impedimento alguno.
—Gracias, Dama Blanca. Que la luz de la Aguja de Nácar ilumine nuestro camino.—entonó la Dama de Acero mientras se inclinaba hacía Karianna.
—Y que la sabiduría de los druidas nos guíe hacia el amanecer —respondió la Dama Blanca dándole su bendición.
Las palabras de despedida de las Damas aún resonaban en el aire cuando una silueta conocida atravesó el umbral de la sala del trono. Se trataba de Kárida, la Dama Añil, hermana mayor de Karianna. Tiempos atrás, su hermana pequeña le había arrebatado el título de Dama Blanca, privándola de la oportunidad de gobernar a pesar de ser la mayor de las dos hijas de Kyara la anterior líder y, por tanto, su sucesora natural. Incluso los sabios druidas se habían quedado perplejos ante tal giro de los acontecimientos.
—Hermana, tu mandato deja mucho que desear —espetó Kárida, sus ojos destellando con un brillo de desafío—. Bajo mi gobierno, querida, el Reino Faérico florecería más allá de lo que tu blando corazón soñaría con imaginar.
Kárida, con la sospecha anidada en su pecho, estudiaba con atención cada gesto, cada palabra, porque tenía un pálpito. Algo era diferente en la unicornia que tenía delante. En cierto modo, parecía que se encontraba ante alguien que se hacía pasar por su hermana. Conocía a Karianna mejor que nadie; sabía cómo la luz de la verdad brillaba en sus ojos y cómo la compasión modelaba sus expresiones. Sin embargo, lo que vio frente a ella era una imitación superficial, una actuación que solo podría engañar a quien no conociera a la verdadera Dama Blanca.
El momento decisivo llegó con un gesto aparentemente insignificante. La impostora, en un intento de emular la elegancia de Karianna, extendió su mano para acariciar a un cervatillo que se había aventurado en la sala del trono, un acto que habría sido natural para la unicornia. Pero el animal, en lugar de acercarse con confianza, retrocedió con temor. Kárida recordó entonces las palabras de su madre: «Los animales del Reino Faérico son los primeros en conocer la verdadera esencia de un alma.» En ese instante supo con certeza que la figura que se mostraba ante ella no era su hermana, sino una humana, una impostora que suplantaba la identidad de la verdadera Karianna.
Sin revelar su descubrimiento, Kárida se retiró de la sala. Su mente estaba tejiendo las primeras hebras de un plan de venganza. Buscó a Karkaddan, su compañero, cuya astucia y fuerza eran rivales solo de su lealtad. Le relató su descubrimiento, cómo esa impostora había usurpado el lugar de su hermana, y juntos, en la penumbra de su consejo, forjaron un plan.
—Debemos actuar con rapidez y decisión —dijo Karkaddan con voz susurrante cargada de determinación—. Esta afrenta no solo es contra ti, sino contra todo el Reino Faérico. La usurpadora debe ser desenmascarada y tu legítimo lugar como Dama Blanca debe ser restaurado.
La noche se cernía sobre la Aguja de Nácar mientras Kárida y Karkaddan se sumergían en las sombras, listos para iniciar su juego de venganza y justicia. El destino del Reino Faérico pendía de un hilo, un hilo que ellos estaban decididos a tejer en dirección a la restauración de la verdad y el orden legítimos.
Consumida por una sed de justicia, Kárida avanzó con paso firme hacia el salón del trono de Nácar. Movida por la convicción de que su hermana, la legítima Dama Blanca, había sido vilmente asesinada, se veía a sí misma como la única heredera capaz de restaurar el equilibrio y la justicia en el Mundo Faérico. En su mente, la figura de Anya, la impostora humana, se erigía como la usurpadora y asesina de Karianna. La adoración que todos profesaban hacia su hermana menor, desde su madre hasta los unicornios, se tornaba ahora en un recuerdo doloroso, un legado arrebatado no solo por la traición sino por un acto imperdonable de violencia.
—El título más preciado, el de Dama Blanca, y con él, la tiara de luces, ha caído en manos de una extranjera sin derecho alguno a nuestro mundo mágico—, se dijo Kárida, con el corazón encogido por el duelo y la ira. La determinación de vengar a Karianna y reclamar su lugar como gobernante legítima del Reino Faérico la impulsaba más allá del miedo y la duda.
Al ingresar al salón del trono, donde creía que la falsa Dama Blanca esperaba, desprevenida del ataque, Kárida, con el corazón pesado por el duelo pero firme en su propósito, se posicionó no solo como vengadora de su hermana sino como guardiana del legado del Reino Faérico. La batalla que se avecinaba no era solo por el trono, sino por el alma de un mundo que había sido sacudido hasta sus cimientos por la traición más oscura.
Afortunadamente para la dama añil, no se encontraba sola; desde las sombras, se comenzó a vislumbrar una luz brillante que procedía de un elegante cuerno de unicornio. Era Karkaddan, su compañero unicorno y confidente, cuya lealtad y astucia no conocían igual. Su silueta, tanto ágil como amenazante, precedió un ataque sorpresa. Se lanzó hacia el báculo mágico, emitiendo una risa siniestra que resonó por el salón. Anya, la guardabosques, al verse descubierta y superada, comprendió la gravedad de su situación: la venganza de Kárida era inminente, y su capacidad para defenderse, nula.