Los Inventores viajaron por el tiempo sin control, ya que una fuerza tan poderosa no se puede controlar sino simplemente encauzar. Y vieron acciones que jamás tuvieron testigos, escucharon conversaciones que no estaban destinadas a ellos y sobretodo, descubrieron la verdad entre la luz y la oscuridad. Este relato es un fragmento de lo que vieron, pero muchas ventanas se abrieron en esta aventura.
El extravagante carromato traqueteaba por el camino rechinando y repiqueteando como si llevase la orquesta peor afinada a cuestas. Oscilando incontrolablemente, un cartel apoyado en muelles en el techo leía “Los Increíbles Hermanos Flemer y su Tienda de Maravillas” aunque presentaba una pintura un tanto descascarillada y en general un aire tristón. Subidos al pescante, azuzando sin éxito los escuálidos caballos, un joven Teslo Flemer intentaba sin éxito acelerar su viaje.
– ¡Ea! ¡Ea! ¡Si no vais más rápido encontraré alguna manera de reemplazaros por algún motor! – les increpó sin éxito. Los delgados animales siguieron a paso renqueante.
Katurian se asomó por un costado, increpando a su hermano.
– ¡Deja de saltar así! ¡Es imposible atornillar el descombulador a la placa de controlaje!
– ¡Oh, sí, seguro que soy yo el que te impide atornillar, y no las suspensiones de este estúpido carromato!
– ¿Osas criticar mi sistema de anti-baches que diseñe yo mismo?
– ¡No los hace desaparecer, los magnífica!
Mientras los dos hermanos discutían, los caballos se fijaron en la hierba ligeramente más verde del camino y por decisión propia, se pararon a comer. Teslo les azuzó de lo lindo pero los caballos se mostraron indiferentes, como si de mulas se tratasen.
– No puedo más hermano. Estoy cansado de la vida del nómada. Estoy cansado de carromatos y de salir escopeteados de cada pueblo porque piensan que hacemos magia oscura.
– O que tus invenciones no funcionan – apuntilló Katurian. Pero al ver los hombros caídos de su hermano, trató de animarle -. Mira, el carromato no está tan mal como el que usaban padre y madre, y somos dueños de nosotros mismos. ¡El mundo es nuestro!
– Katurian, tengo que confesarte algo. No hemos venido aquí por casualidad. He seguido la caja.
– ¿Qué? ¡Pensaba que seguías un mapa! ¿Estamos en medio de la nada porque decidiste seguir ese estúpido rompecabezas?
– Es que en realidad, es un mapa. Lo he estado estudiando durante muchas noches y sus indicaciones nos ha estado guiando hasta aquí.
– No sabemos quién colocó ese rompecabezas en nuestro carromato, Teslo. Eres demasiado inocente, ese es tu problema. La gente no es tan amable como las matemáticas. En el mundo real, la gente te miente y te engaña.
– ¡Pero esto no es un engaño! ¿Quién haría viajar a una persona kilómetros solo para desvalijar a dos muertos de hambre como nosotros? Además, nuestro destino se ve por encima de nuestras cabezas.
Katurian se giró y miró por encima de las copas de los árboles. Asomaba la punta de un faro, un tanto destartalado pero erguido ante el horizonte.
– ¿Un faro? ¿Tu rompecabezas llevaba a un faro? Maldita sea Teslo, porque eres mi hermano que si no te juro que te pasaba por el Compresor de Ideas unas cuantas veces.
Entre los dos, apartaron a los caballos de la hierba y se subieron al pescante, sin dejar de discutir ni un instante por quien llevaba las riendas o sobre el destino que les deparaba.
Mientras tanto, en la cima de la colina, en el dintel de la puerta del faro, una figura miraba al lejano carromato. Un Teslo mucho más anciano miraba con ojos cansados pero felices el traqueteo del extravagante vehículo.
– Ha llegado la hora. De que el ciclo vuelva a empezar.
Un canoso Katurian apareció a su lado, limpiándose las manos en un trapo viejo.
– Uno de los ciclos, hermano. Aún quedan muchos por cerrarse.
– Siempre ocurren tan rápido. Nunca nos da tiempo a terminar nada.
– Eso es porque no está en nuestra mano hacerlo. Lo tienen que acabar ellos.
Teslo se dió la vuelta y admiró su taller, lleno de extraños artilugios, sabiendo que en el sótano se escondían aún más tesoros y maravillas. Décadas de trabajo. Y escondido tras montones de invenciones, el autómata, desafiando todavía a los dos Inventores, eludiendo la última incógnita.
– ¿Y si les avisamos, hermano? De todo lo que está por venir. De todo lo que pueden evitar. De lo peligrosos que son los saltos en el tiempo.
– Teslo, hemos tenido esta conversación incontables veces y estamos condenados a repetirla una y otra vez: no podemos alterar el tiempo. Si no, los Custodios del Tiempo podrían detectarnos o…cosas peores.
– Es solo que nos veo tan jóvenes…
– Se harán adultos. Nosotros lo hicimos. Estás posponiendo lo inevitable, Teslo. Sabes lo que tenemos que hacer.
Teslo suspiró, mirando a la gran máquina.
– Sí. Viajar en el tiempo. Poner al límite nuestra cordura. Volver a perder contacto con la realidad.
– Estarán bien, hermano. Siempre lo están. Confía en nosotros. Vamos, dale al botón.
– ¿Qué botón? – preguntó su hermano, repentinamente juguetón, recuperando una chispa de juventud.
– A estas alturas, sabes perfectamente cual es.
Desde el carromato, subiendo la empinada colina, los hermanos Flemer vieron como una intensa luz azulada emanaba de la puerta del faro. Apeándose del carromato, hicieron el resto del trayecto corriendo, pero al introducirse dentro solo vieron montones de basura mecánica y engranajes sin terminar. En una pared humeaba echando débiles chispas una gran máquina que parecía haberse encendido sola y que se había estropeado en el proceso. Los hermanos encontraron obvias pruebas de que alguien había vivido en aquel faro pero que parecía haberlo abandonado recientemente. Teslo siempre tuvo la sospecha de haber visto unas sombras a lo lejos, en el dintel de la puerta del faro, pero nunca se lo confesó a su hermano. Por fin, tras tantos años vagando, tenían un hogar.
Lo que no sabían, es que había sido su hogar desde el principio.