La Reina no estaba de buen humor. En absoluto.
Por primera vez en su vida, decidió escuchar a sus Consejeros y dejar de pasar a sus súbditos rebeldes por la espada y aplicar un acercamiento más sutil. ¿Justas? ¡Bah! Mano de hierro era lo que necesitaba para apagar la dichosa rebelión pirata. Pero habían resultado ser mucho más escurridizos de lo que pensaba y los combates por mar no estaban resultando tan efectivos como le aseguraron sus generales. Muchos plebeyos apoyaban secretamente a los corsarios y no podía movilizar grandes cantidades de soldados por miedo a un levantamiento y otra rebelión que amenazase la estabilidad de la corona.
Y luego estaba la corte… ¡Malditos Von Vondra! Al Inframundo con todos ellos, con sus risas altaneras y sus arcas llenas de oro que desgraciadamente necesitaba. Era como aliarse con una víbora, lista para morder en cuanto se descuidase.
Así que accedió, por el bien de la frágil paz. ¡Incluso se rebajó a caminar entre sus súbditos! ¡A interactuar con ellos! ¡Regalar calamburos dadivosamente, dando una imagen de reina cercana y bonachona! Definitivamente, ya no tenía una edad para fingir bondad y compasión, pero a veces reinar implica sacrificios.
Mientras la Reina mantenía una sonrisa falsa en un tenso rictus viendo al Gremio de Bufones y Saltimbanquis realizar su ridícula actuación, recordó lo mucho que detestaba el teatro y las artes. ¡No por nada había despachado a todas esas alimañas chupasangres de su palacio! La única belleza posible estaba en el poder y las montañas de oro. Por eso, su humor empeoraba por segundos al tener que mantener esa farsa y no ejecutar a todos los presentes ahí mismo por alta traición.
Pero había que dar un final a las Justas. Y menudo final sería ese.
La pequeña representación acabó entre entusiastas aplausos, mientras Sancha III forzaba aún más su sonrisa para hablar con su pueblo:
– ¡Noble pueblo de Calamburia! Habéis participado con un entusiasmo desenfrenado en estas Justas, pero me temo que sólo puede haber un ganador.
Los Consejeros subieron al palco a entregarle una copa llena de vino para para el brindis. La Reina intercambió una misteriosa mirada con ellos, cargada de intenciones.
– Es hora de brindar por los ganadores… ¡Un gran brindis por el Clan del Ciervo Gris, los campeones indiscutibles de estas justas, y vencedores de la monstruosa Sierpe que amenazaba nuestras murallas!
Los gritos y rugidos resonaron por toda la plaza, mientras el Clan del Ciervo Gris estallaba de júbilo, berreando su exótico grito de guerra. Sancha aguantó con la copa en el aire, jurando que si esperaba un segundo más rodarían cabezas. Odiaba las impuntualidades.
Unos segundos más tarde de lo esperado, pero haciendo una entrada triunfal, los Caballeros del Lirio Azul interrumpieron el alboroto.
– ¡Alto majestad! ¡No beba de esa copa! ¡Está envenenada! – gritaron, haciendo que un grito de sorpresa recorriese la plaza.
La Reina mantuvo su copa, alegrándose de borrar aquella estúpida sonrisa y fruncir el ceño por fin, amenazadoramente.
– ¿Envenenada decís? ¿Y quién ha podido osar envenenar la copa de vuestra amada Reina regente?
– ¡El Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores! – gritó la líder del Lirio Azul.
La plaza estalló en gritos de indignación. El gremio de Artesanos fue empujado al centro de la Plaza del Titán entre empellones, mientras aullaban su inocencia.
– Solo hay una manera de saber si decís la verdad – escupió la Reina, invadida de una justa ira -. ¡Necesito a mi catadora real!
Una pizpireta joven se acerco a la reina entre saltitos y reverencias. Con una brillante sonrisa, hizo ondear un poco su falda y apuró la copa hasta la última gota. Dedico un saludo a toda la plaza con una radiante sonrisa.
– ¡Creo que puedo afirmar que no está envenenada! – proclamó con una voz nítida y cristalina. Acto seguido, su cara se tensó y cayó al suelo como un vulgar fardo. Muerta.
La plaza estalló de histerismo. La gente gritaba, alzaba los brazos y trataba de salir a toda prisa, oliendo el conflicto. Pero la Guardia de la Reina ya llevaba horas apostada en las salidas de las calles y retuvieron a la turba que ahí se encontraba como si se hallasen en una habitación cerrada a cal y canto. De ahí no saldría nadie vivo hasta que no se resolviese el entuerto.
– Vosotros, viles cucarachas. He llenado vuestras arcas de oro con trabajos de reconstrucción por todo el país. ¿Y así me lo pagáis, plebeyos? – preguntó la reina con una voz que acalló todos los gritos, concentrando sus miradas en ella.
– ¡Son falsas acusaciones, mi señora! ¡Los verdaderos causantes de este trágico suceso son los miembros del Clan del Ciervo Gris! Es conocido su rencor hacia la corona – dijo el gran maestre, mientras retorcía nerviosamente el dobladillo de su túnica.
El Clan del Ciervo Gris ululó de rabia y tuvieron que contenerlos para que no atacasen los Artesanos. Lo cierto es que ellos también querían asesinar a la reina, y habían ofrecido sus servicios a los acusados, pero habían sido despachados sin mayores miramientos como si fuesen unos vulgares bárbaros. Era una afrenta que no iban a perdonar.
– ¡El Clan del Ciervo Gris, los ganadores de estas justas, nos declaramos inocentes! Y exigimos que nuestro premio por sea el ahorcamiento de estos traidores y que sus partes nobles sean entregadas la Gran Hoguera como ofrenda a los elementos!
La multitud rugió y pataleó, aprobando las drásticas medidas de aquel peculiar Clan.
Erebos, uno de los Consejeros de la Reina se adelantó y pidió silencio.
– Las acusaciones del Lirio Azul son ciertas. Fuimos abordados por estos traidores a la corona con un cuantioso intento de soborno, que por supuesto, fingimos aceptar – explicó con una sonrisa de suficiencia -. Teníamos que envenenar la copa de nuestra reina para que pudiesen alcanzar sus mezquinos fines. Al parecer, sus arcas están mucho más llenas de lo que pensábamos. ¡Quien sabe, quizás estaban intentando instaurar una infame República a base de sacos de oro!
El pueblo soltó un grito de asombro al comprobar lo lejos que había llegado aquella red de intrigas. ¿Quién podía estar detrás de todo esto? ¿Los piratas? Eran tiempos confusos, sin duda.
– ¡Arrestadlos! Marcad sus cuerpos con hierros candentes para que todo el mundo vea el alcance de su traición y colgad sus cuerpos de la torre más alta de Instántalor. ¡Soy Sancha III, el adalid de la paz y no permitiré que nadie se atreva a ponerla a prueba! – dijo alzando los brazos, envolviéndose la ovación de un público entregado y aliviado por no participar en la ejecución de toda la plaza.
Mientras el Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores era llevado a rastras entre súplicas y sollozos, la Reina miró satisfecha como retomaban las festividades, con el Clan del Ciervo a la cabeza. Desde el momento en el que sus Consejeros le avisaron del regicidio, había ardido en deseos de colgarlos de inmediato y cancelar las Justas, pero la estratagema de mantener aquel teatrillo y desenmascararlos en público había resultado ser todo un éxito. Había dos cosas que la familia real apreciaba: las ejecuciones y los planes que salían bien. Quizás, solo quizás, no había sido tan mala idea la de organizar las Justas.
Un alboroto en una de las calles la sacó de sus pensamientos llenos de grandeza, trayéndola de vuelta a una más cruda realidad. Un destacamento de guardias, con la Reina Urraca a la cabeza y una Sirene muy ansiosa se acercaron al palco real.
– ¡Madre! ¡Tenemos que reagrupar nuestras fuerzas y cancelar las festividades!
– No te preocupes hija mía, ya he mandado ejecutar a los traidores – dijo la Reina muy ufana, quitándole importancia.
– ¿Qué? ¡No, señora reina! – dijo Sirene mientras sacudía la cabeza con fuerza y daba saltitos -. ¡El Palacio de Ámbar está bajo asedio! ¡El bando Pirata ha sitiado el Palacio de Ambar de nuevo y amenaza con tomarlo de una vez por todas!
– ¿Cómo? ¡A mí la guardia! ¡Mandad mensajeros a nuestros generales! ¡Convocad nuestros ejércitos! – exigió Sancha levantándose con una energía sorprendente para una anciana -. ¡Basta de juegos, Justas y tácticas infantiles! ¿No quieren paz? ¿No quieren convivencia bajo nuestro gentil mandato? ¡Sea pues! ¡Guerra es lo que tendrán, y no descansaré hasta verlos todos muertos, despellejados y colgados de las almenas del Palacio!
Y así fue como acabaron las Justas de la Reina Sancha. Quizás se trataba de la última época de paz vivida por los Calamburianos. ¿Acaso sólo las guerras y la desesperación acechaban en el horizonte?
Mientras la multitud se dispersaba para refugiarse en sus casas de la tormenta que se avecinaba, una sombra maquiavélica sonrió en la oscuridad. Para Van Bakari, los planes fracasados no importaban. Al fin y al cabo, los hilos que manejaba eran incontables y tenía toda la eternidad por delante para atrapar a sus presas. Bueno, no era una eternidad técnicamente, sólo dependía de cuantas almas tuviese a su alcance.
Y pronto iba a tener todo un alijo de almas sobrantes. Una auténtica necrópolis.