108. UN GRITO DE AYUDA

El ambiente bajo la tienda hecha de pieles y carcasas de animal era agobiante y opresivo. El humo de la fogata central invadía el habitáculo y escocía los pulmones de los presentes, pero nadie tosía. Nadie movía un solo músculo, de hecho.

Las criaturas ahí congregadas eran extrañas y antinaturales. Un oso, un lobo tuerto y un águila ocupaban la mayor parte de la tienda, aunque aún quedaba sitio para dos criaturas más. Frente a ellos estaba sentada Dorna, con la barbilla alzada en un gesto desafiante.

– Honramos la memoria de los ancestros – dijo el oso con una voz grave y profunda.

– La honramos – repitieron los tres a coro.

– Invocamos la sabiduría de nuestro padre, el Titán.

– Guíanos, padre.

– Lloramos la partida de nuestros hermanos.

– Escorpión y Serpiente, los Exiliados.

– Habla pues, Dorna, hija de los Reyes Errantes – dijo el oso lanzando algo a la hoguera que chisporroteó y cambió las llamas a un color azulado.

La escena cobró un tinte antinatural a luz de aquel frío color. Pero Dorna no se amilanó.

– Jefes de clan, acudo en vuestra ayuda. Los sureños nos comen terreno cada día y ponen en peligro nuestra misma existencia.

– ¿Lo hacen, antigua Jefa de Clan? – graznó el águila.

– ¿O quizás tenemos que buscar más cerca, entre los nuestros? – ladró el lobo mostrando los dientes.

– ¡No habéis visto lo que yo he visto! Los sureños viven en auténtica decadencia. Tienen casas de placer donde satisfacer sus vicios, usuarios de la magia campan por doquier… sus líderes son corruptos, agresivos, sedientos de sangre.

– Tú llegaste a ser su líder, Dorna. ¿Acaso no estás tu también sedienta de sangre? – preguntó el Oso, aunque parecía sentenciar.

– ¡Solo busco recuperar lo que me robaron! ¡Mi hijo! ¡Un Salvaje, como vosotros! ¡Un Hijo del Titán, una semilla de la mismísima tierra! – gritó Dorna, casi abalanzándose sobre sus interlocutores.

– La venganza solo lleva a la destrucción, antigua Jefa de Clan – dictaminó el Oso -. Tu cuerpo rebosa de ella y el hedor pestilente de la violencia te acompaña allá donde vas.

– ¿Qué sabréis vosotros? ¡Yo fui elegida por el Titán! ¡Me entregó su marca! He tratado de tomar las decisiones más sabias entre las opciones que el destino ha mostrado ante mí. Fui fuerte donde cualquiera habría sido débil. Fui piedra cuando el resto decidió ser agua. Fui un tifón cuando mis semejantes fueron una leve brisa.

– El débil medita sus acciones y sus consecuencias – graznó el águila.

– El agua termina erosionando la piedra tras el paso de los eones – aulló el lobo.

– La leve brisa es aceptada por los árboles y las criaturas. Todos aborrecen la destrucción del tifón – resopló el oso.

– ¿Qué soy entonces, Jefes de Clan? ¿Una necia?

– Eres la Líder de Clan que se convirtió en Princesa de los Reyes Errantes por primera vez en muchas centurias. Guiaste a parte de nuestro pueblo más allá de las montañas y bajaste a las llanuras para evitar el descontrol de los sureños. Fuiste esperanza – recordó el águila.

– Eres la primera Salvaje en ocupar un trono sureño desde que el mundo es mundo. Uniste ambos mundos sin consultarlo con el resto de tu pueblo, fruto de tu ambición. Fuiste duda – puntualizó el lobo.

– Eres la primera Salvaje humillada públicamente con el peor de los castigos: la pérdida de su descendencia. No solo eso, sino que usaste al pueblo Salvaje para recuperar a tu hijo en incontables batallas y masacres. Los cuerpos de muchos llenan el fondo del mar, sus espíritus jamás podrán descansar en la tierra. Otros se han mezclado con esa escoria a la que llaman piratas y han olvidado nuestro modo de vida, y todo por culpa de tu sed de venganza desmedida. Eres decepción – sentenció el oso, inclinándose hacia adelante, con sus dientes brillando a la luz azulada de la fogata.

Dorna se quedó sin habla. No supo que responder ante esas acusaciones, porque eran todas ciertas. Lo único que le importaba en este mundo era recuperar a su hijo. Es cierto que antes había tenido otros objetivos, pero ahora Juliok era como una antorcha que guiaba su camino y que amenazaba con consumir todo lo que la tocase.

– ¿No me ayudareis entonces, Jefes de Clan? – dijo Dorna, con los dientes apretados por la furia y la humillación.

– El Clan de los Picos Nevados no te ayudará – repuso el águila.

– El Clan de los Lobos de Hielo no te apoyará – dijo el lobo.

– El Clan del Oso Pardo no lo consentirá – dijo el oso -. Tú y tus seguidores quedáis expulsados de estas montañas. Sufrirás el mismo destino que nuestras hermanas del pantano, la Serpiente y nuestros hermanos del desierto, el Escorpión. Has aprovechado los recursos de tus hermanos y hermanas hasta sorberles el tuétano. Pero nunca más te seguiremos. Los Jefes de Clan han hablado. El Titán vigila.

– El Titán vigila – corearon los tres.

Dorna no esperó a que los tres acabasen la ceremonia y se levantó con furia agarrando su cayado. Levantando las pieles de un empellón, salió de la tienda hirviendo de rabia.

Corugan se levantó del tocón en el que se hallaba sentado. De un solo vistazo, entendió el estado de ánimo de su reina y su mirada se entristeció asemejándose a la de un cachorro abandonado. Al verla a la luz de las estrellas aguantando las lágrimas de frustración, gruñó con un ruido sordo y se dirigió hacia la tienda de campaña.

– No, Corugan. Esos viejos estúpidos no tienen la culpa de estar anclados en la tradición.

El belicoso chamán la miró preocupado e intentó ponerle una mano en el hombro. Dorna se zafó violentamente.

– ¡Déjame! Vine aquí en búsqueda de mi pueblo, pero veo que estoy sola. Siempre lo he estado – escupió la Salvaje mirando amenazadoramente a la luna. No vio como su chamán se encogía como si le hubiesen dado un golpe físico y la miraba con una mirada de infinita tristeza.

Sin mirar atrás, dejando caer su cayado, Dorna echó a correr. Corugan ni siquiera hizo amago de seguirla, sumido en sus pensamientos.

Corrió como hacía años que no lo hacía, cuando perseguía a sus presas por cañadas y precipicios. Corrió bajo la luz de la luna, con su larga melena azabache al viento, sus pies martilleando el suelo y su respiración agitada perdiéndose en el gélido aire nocturno.

Finalmente se detuvo en un tenebroso claro, donde los rayos de la luna iluminaban con timidez y aprensión. Se derrumbó en el suelo y aporreó la tierra con saña. Nadie entendía su pérdida. Nadie entendía que le habían arrebatado una parte de su ser. Ni siquiera la tierra entendía lo que sentía, ni sus semejantes pensaban ayudarla. La antorcha de su interior prendió aún más fuerte, amenazando con consumir su misma alma, poco le importaba.

– ¡Maldito seas, Titán! ¿De qué me sirve ser tu elegida si no escuchas? ¿De qué me sirve mi sangre si nadie oye? ¿De qué sirven mis actos si para ti no existo? ¡Nunca nadie me ha escuchado! – gritó al cielo, vomitando toda su rabia hacia los astros que titilaban en la bóveda celeste.

Sus gritos rebotaron por entre los árboles. Dorna se acurrucó en el suelo, temblando, presa de una repentina debilidad. Estaba sola. Sus gritos habían sido vanos y sus sueños rotos.

Pero notó una presencia. Alzó la cabeza poco a poco y miró por entre sus cabellos enmarañados. En el centro del claro, había una forma, tapada por las sombras.

Dorna pensaba que sus gritos jamás serían escuchados por el Titán. Y estaba en lo cierto. Fue otra cosa la que se vio interesada por su ambición.

La Oscuridad, como siempre hace, escuchó.