141 – LAS VENTANAS DEL TIEMPO III: OSCURIDAD SIN REFLEJOS

Los Inventores viajaron por el tiempo sin control, ya que una fuerza tan poderosa no se puede controlar sino simplemente encauzar. Y vieron acciones que jamás tuvieron testigos, escucharon conversaciones que no estaban destinadas a ellos y sobretodo, descubrieron la verdad entre la luz y la oscuridad. Este relato es un fragmento de lo que vieron, pero muchas ventanas se abrieron en esta aventura.

La Torre de Skuchaín es bien conocida por su espectacular magia. No hay historia ni relato en Calamburia que no tenga algo de esa fuerza incontrolable que surgió a la vez que las fuerzas primarias de la creación. Pero aunque parezca difícil de creer, los Impromagos no son la energía que mueve la torre, no. Cuando se trata del mecanismo humano, no hay magia que valga: los verdaderos dueños de la Torre son los Eruditos.

Ya desde tiempos de Theodus, muchos sabios y mentes brillantes fueron atraídos por la Torre Arcana en búsqueda de saber. Si bien no disponían de una marca en la frente que les designaba como elegidos por la magia, Theodus supo que si los reyes necesitan escribas, su Torre necesitaría de Eruditos. Así es como fundó esta noble Orden dentro de la institución mágica, asegurándose que estas personas inquietas y con sed de saber se encargaran de la logística de la Torre y de la propia enseñanza.

La vida del erudito en Skuchaín es, digámoslo con diplomacia, árida. Supone pasar prácticamente toda la vida adulta entre libros, acompañados solo por plumas y tinta y el olor a antorchas mágicas o velas chisporroteantes. La vida de un hortelano podría parecer más entretenida. Algunos de ellos deciden centrarse en ramas del saber concretas, como los Alquimistas, pero muchos de ellos al no saber elegir con cuál quedarse, deciden usar la solución más pragmática: acumular todo el saber posible.

En el despacho de Minerva, templo del saber, cuartel general del conocimiento, la austeridad brillaba con pulida eficiencia. Solo un cuadro de Theodus decoraba las paredes de una habitación sobria que contenía únicamente una estantería con libros y una reluciente mesa de escritorio y unas sillas. Acodada en esa mesa, ojeando un enorme tratado de numerosas páginas, Minerva se asemejaba a un extraño buitre, listo para despedazar su presa.

– Muy interesante… fascinante como habéis aplicado las runas de los portales a otras dimensiones con los hechizos de contención más comunes – murmuró mientras ojeaba rápidamente las páginas del tratado.

Frente a ella se sentaban dos nerviosos aprendices de eruditos, removiéndose incómodos en las sillas mientras veían como su destino pendía de un hilo.

–  ¡Estamos especialmente orgullosos de esa parte! Creo que podría suponer una gran mejora para la labor de los Guardabosques – explicó solícito Érebos, mientras repasaba las horas que había gastado cotejando fuentes en la biblioteca.

– Si, si  – contestó distraída Minerva, sin haber escuchado siquiera lo que decía -. Y vuestros apuntes sobre los extraños cambios de actitud del Rey Rodrigo IV son sin duda llamativos. Esto puede arrojar un enfoque totalmente distinto a su biografía.

– No pudimos quedarnos solo con un área del saber. La historia también nos apasiona – repuso Barastyr, que ya se conocía el árbol genealógico de Calamburia mejor que la palma de su mano. Y eso era mucho decir, ya que la propia realeza se perdía a veces.

Minerva dejó de escrutar el tomo de golpe y clavó su mirada sin parpadear en sus pupilos.

– ¿Estáis seguros?

Un silencio tenso se acomodó en el despacho de la erudita.

– ¿De…qué? – preguntó Érebos, con miedo de romper el silencio.

– De que el saber os apasiona – la mirada de Minerva era implacable.

– Bueno, sí, claro – dijo Barastyr, maldiciendo su lengua seca y su espalda cubierta de sudor.

Minerva se incorporó de repente, alzando los brazos hacia el techo, proyectando la voz como si fuese una reina a punto de saludar a sus súbditos 

–  ¿Estáis seguros de que amáis al conocimiento como si fuese vuestro amante? ¿Qué buscáis el saber allí donde los demás solo encuentran ceniza? ¿Qué los libros son vuestros amigos y que los secretos del universo esperan a ser desentrañados?

El silencio era casi cómico. Pero el terror que invadía a los dos jóvenes era dolorosamente real y apenas se atrevían a respirar.

– Ejem. ¿Sí? – se aventuró Érebos, casi temiendo recibir un golpe.

Minerva movió la cabeza con la rapidez de un búho, mirándolos fijamente. Sin previo aviso sonrió y se sentó.

– ¡Perfecto! Bienvenidos, nuevos Eruditos. Enhorabuena, por cierto.

El silencio volvió, más estupefacto que antes.

–  ¿Cómo? ¿Ya está?

– No hay algo así como…. ¿una ceremonia?

– ¿Ceremonia? Tonterías para engreídos y ególatras. Os llevo tutorizando desde hace años, habéis mostrado un ahínco sin igual en la búsqueda del saber y he disfrutado leyendo vuestras tesis. Sois Eruditos lo queráis o no.

– Suena un poco decepcionante – se lamentó Érebos.

– ¡Bien! Acostumbraos: la realidad a veces es decepcionante, pero las maravillas de la naturaleza y de la ciencia están siempre a la vuelta de la esquina. Además, tengo una tarea que encomendaros.

– ¿Organizar la biblioteca prohibida? – preguntó emocionado Barastyr.

– ¿Liderar una comitiva a otros planos de la realidad para estudiar mundos desconocidos? – inquirió Érebos.

– No.

– Ah.

– Oh.

–  Necesito que bajéis a las catacumbas de Skuchaín y empecéis a catalogar  e inventariar todas las salas, cuevas y recovecos. Los últimos inventarios eran tan antiguos que los pergaminos se han apolillado y son ilegibles. Necesito dos mentes capaces, que bajen ahí abajo a poner algo de orden.

A ojos de un profano, podríais pensar que se trata de una tarea pesada e ingrata. Nada más lejos de la realidad, los Eruditos aman catalogar e indexar todo tipo de cosas. Pero algo parecía intranquilizar a los recién nombrados eruditos. Primero uno y luego el otro, ambos intentaron hablar pero se arrepintieron en el último instante. Tras unos segundo de bochornosos intentos, Barastyr habló:

– Verá, señora Minerva…

– Es que nos da miedo la oscuridad – concluyó Érebos.

La cara de Minerva era un auténtico poema. Érebos se apresuró a explicar antes de que le retirasen su recién adquirido tocado.

– Sí, sé que es una tontería, pero los dos andamos como niños asustadizos por la noche, cuando se nos hace tarde en la biblioteca. Hay… sombras.

Ambos se estremecieron temblando.

– Paparruchas. Deberíais tener miedo a los fuegos cerca de los libros, de la tinta emborronada o de los paletos sin cultura. Pero de la oscuridad no. A menos que queráis que os retire vuestro título y os mande con los Mineros, bajareis ahí abajo y racionalizareis esas dichosas catacumbas.

–  Veo que no tenemos mucha opción – se lamentó Barastyr.

Minerva se levantó y se apoyó en la mesa, dedicando la más temible de sus miradas a sus dos eruditos.

– Si no bajáis, quizás os apetezca conocer la fiesta que monto cuando la gente no obedece mis órdenes. Y para que quede claro, fiesta es un eufemismo.

Aterrados por la ira de su jefa, se sobrepusieron a sus miedos más primigenios y bajaron a las catacumbas de la Torre. Lo que no sabían es que jamás volverían a ser los mismos. De hecho, jamás volverían a ser ellos. Solo habría Oscuridad.


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