La Crónica del Rey Perturbado. Primera Parte

Tomo la pluma una última vez, haciendo un esfuerzo por reunir las ideas, pues los desvaríos de mi cabeza son cada vez más frecuentes, y sé que, en cualquier momento, ya no seré dueño de mi cordura. El destino ha sido cruel conmigo, pero si esta crónica sirve de algo, quede por escrito que yo, el rey Rodrigo V de Calamburia, he sido víctima de un poderoso hechizo. Si alguien lee este relato, y conoce un método para revertirlo, que me libere. Pero advierto a mi salvador que debe actuar con cautela, pues la reina Urraca, de la que muy pronto estaré enamorado sin desearlo, es astuta, y no resultará fácil planear en contra su persona sin que tal noticia llegue a sus oídos.

El hecho es que el hechizo que me aprisiona pronto deshará mis pensamientos, me convertirá en un perturbado, y me hará sentir por Urraca la mayor de las devociones. Seré su títere, mientras ella se hace con el reino de Calamburia. Un reino que por derecho pertenecía a su hermana Petequia, ahora desterrada y encinta de mi heredero. He aquí la crónica que explica un desenlace tan aciago:

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Mi nombre, antes de transformarme en rey, era Rodrigo de Haines. Crecí entre las comodidades de una familia noble de Calamburia. Llegado a la adolescencia, destaqué como un notable estudiante, jinete sin parangón y maestro con la espada. No había en el reino otro joven que me igualara, y quizás por eso el anciano Rey, que deseaba un marido para su hija Petequia, puso sus ojos en mí antes de fallecer.

El último deseo del Rey fue concedido en su lecho de muerte. Frente a su cama de enfermo, a la luz de las velas, fui presentado a Petequia. El Rey extendió su mano marchita y unió las nuestras, bendiciendo el futuro matrimonio que, según dijo, debía llevarse a cabo lo antes posible, pues Calamburia no debía quedar mucho tiempo sin gobernante.

A pesar de la rapidez de aquel encuentro, Petequia y yo quedamos prendados el uno del otro. Alabé el brillo de sus cabellos azabache, sus ojos felinos y misteriosos, y la sinuosa línea de sus caderas. Supe que sería feliz a su lado, y que Calamburia, bajo nuestro mando, disfrutaría de una era de paz.

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A la muerte del Rey, los preparativos de boda dieron comienzo. Por aquel entonces conocí a Urraca, la hermana pequeña de la futura reina. Me pareció una muchacha reservada, y no me provocó más interés que el debido a las formas. En efecto, Urraca, por aquel entonces, era una muchacha sin más interés que el de solazarse en las comodidades de su posición, y no anhelaba más de lo que ya tenía.

Sin embargo, el destino, a veces, puede trastornar el carácter de una persona y germinar en su alma una ambición malsana. Así quiso el Titán que sucediera con Urraca, y su cambio, por desgracia, fue mi perdición.

Sucedió que, mientras Petequia y yo nos ocupábamos de los detalles de la boda, Urraca fue designada a disponer las exequias del difunto Rey, así como arreglar todo lo relativo a su herencia, Empeñada en estas labores, Urraca descubrió que su padre dejaba un misterioso legado: un cofre y un antiguo pergamino. En aquel papel se daban instrucciones de abrir el cofre en un momento y lugar determinados, y que sólo los reyes de Calamburia debían hacerlo, pues lo que se guardaba en su interior estaba reservado a ellos.

Al momento, Urraca sintió una curiosidad incontenible. ¿Qué conservaba aquella pequeña caja para los herederos del trono? Ella no estaba autorizada a abrirla; sin embargo pudo más su deseo por saber. Urraca, sabedora de que un nuevo y poderoso Archimago acababa de ocupar la torre de Skuchain, decidió utilizar su estatus para solicitarle un favor. A cambio de una subvención económica permanente, pidió saber qué contenía el cofre.

Ailfrid, el Archimago, cedió ante tal promesa, y utilizando sus artes adivinatorias aprendidas de las zíngaras, reveló a Urraca que el pequeño cofre reservaba una “C”, la entrada al legendario Torneo de Calamburia. El ganador del Torneo obtendría la Esencia de la Divinidad, haría realidad su mayor deseo, sería invencible.

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Al instante, Urraca se sintió invadida por la envidia. La entrada al Torneo estaba reservada a los reyes. Por mucho que lo intentase, ella jamás podría ser la receptora de tan grandioso presente.

Fue entonces que su alma se envenenó con una idea malsana; un plan que, poco a poco, empezó a urdir el medio para transformarla en reina, y por tanto, en heredera legítima de lo que contenía el cofre.

Continuará…

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