No hubo duda, cuando se planteó la toma del Bosque Perdido, en señalar a los Impromagos. Ellos eran los más apropiados para enfrentar su magia a la de los zíngaros, acorralarles en su propio hogar y conquistar la tumba de Arnaldo. Todos, incluido el Archimago, sabían que el enfrentamiento sería duro, tal vez definitivo.
La guerra por el Trono de Ámbar era diferente a cualquier otra contienda, pues en ella quedaban definidas nuevas fronteras, nuevos ámbitos de poder, y en esa configuración era claro que no todos saldrían ilesos. Por esa razón, cuando los habitantes de Skuchain abandonaron la torre para encaminarse hacia el bosque, el Archimago se permitió una última mirada a los muros que tantas veces les habían protegido, indicó a sus alumnos que le imitaran y, aportando una profunda solemnidad a sus palabras, se despidió de aquel hogar como si nunca más fuera a verlo.
El trayecto desde Skuchain se hizo más largo que de costumbre, hasta que al fin, el muro natural que era el Bosque Perdido se perfiló en el horizonte. Frente a él, aguardando, esperaba un ejército de zíngaros. Como siempre, Garth comandaba las tropas de combate, mientras Kálaba protegía la retaguardia apoyada por los conjuradores de sortilegios.
Los dos enemigos se colocaron uno frente al otro, en silencio. No hubieron gritos de guerra, ni insultos, ni promesas de muerte. El silencio y el viento era lo único que podía escucharse, y entre las filas un leve murmullo; el de cientos de bocas repasando los conjuros que iban a lanzar. El aire olía y sabía distinto, como si ya se presagiara la muerte.
De repente, sin que nadie lo anunciara, comenzó la batalla. Zíngaros y magos se lanzaron unos contra otros, rompiendo el silencio con una baraúnda de gritos, salmodias, encantamientos y evocaciones. Rayos multicolores chocaban contra pantallas de protección; mientras que, por otro lado, se conjuraban bestias de todo tipo y se lanzaban maldiciones que podrían la carne del objetivo.
Abriéndose paso entre multitud de zíngaros, Eme, Sirene y el mismo Archimago alcanzaron a Garth, Kálaba y Dulce. El combate entre ellos dio comienzo en seguida. Ambos grupos se conocían desde hacía tiempo, y sabían los puntos débiles del otro. Por ello, el Archimago comenzó atacando a Dulce, quien aún se recuperaba de sus heridas. Con el primer golpe de fuerza, la mujer salió despedida varios metros y se estrelló sobre un árbol, cayendo inconsciente. Aquello hizo que Garth perdiera el control. Atacó sin vigilar sus defensas, directo hacia Eme. Por fortuna, el impromago supo parar todos y cada uno de sus golpes, generando campos protectores a su alrededor. Sirene, por su parte, se preparó para el contraataque, dispuesta a eliminar a Garth.
La batalla se decantaba a favor de los magos; los zíngaros ya comenzaban a retirarse hacia la protección del bosque, pero entonces Kálaba dio un giro radical a su estrategia. Alzó sus manos, crispó sus dedos y lanzó el más mortífero de sus conjuros… hacia Pelusín.
La mascota de Sirene, que observaba desde la distancia, no era el objetivo de nadie. Aquella pelusa animada no representaba peligro alguno, pero Kálaba sabía muy bien lo que hacía. Su maldición desintegró al pequeño ser, y Sirene, desconcertada, perdió la concentración. Aquel fue el instante que Garth aprovechó para el contraataque. El zíngaro, que ya parecía derrotado, dejó de concentrarse en Eme y se giró a toda velocidad hacia la niña. Su puñal voló cruzando el viento y se clavó en el vientre de Sirene. Ella no dijo nada, sólo cayó.
Estaba muerta. Había sido fulminante, pero muy real. Su caída ejerció un efecto devastador para Eme y el Archimago. Los dos olvidaron sus defensas.
Los zíngaros aprovecharon entonces y se lanzaron al contraataque, ambos a por el Archimago. Kálaba se encargó de paralizarle y Garth golpeó su espalda con el bastón. El Archimago cayó al suelo, bocarriba. Los zíngaros se abalanzaron contra él, preparados para asestarle el golpe de gracia.
Áilfrid pensó muchos hechizos para defenderse; cualquiera de ellos le habría servido para escapar, pero no ejecutó ninguno. Su mirada se concentró en un cielo limpio de nubes. Era diecisiete de junio y, por primera vez, no habría cometa de jade.
Eme, el último representante de Skuchain, presenció la muerte del Archimago y comprendió que la batalla había tocado a su fin. Lleno de tristeza, llamó a los suyos a la retirada. Nadie había ganado aquel día; todos habían perdido. Los magos se retiraron hacia el Palacio de Ámbar, y los zíngaros huyeron bajo la cobertura del bosque. La batalla finalizó igual que había comenzado: en silencio.
En Skuchain se celebraron ceremonias a la muerte del Archimago. Los Eruditos se encargaron de todos los preparativos. En su habitación, Eme lloró en soledad la muerte de su amiga, su compañera y su salvadora. Jamás volvería a verla. Nunca más
Pero no era el único que lloró aquella pérdida. Muy lejos de allí, en la Taberna Dos Jarras, Ébedi observó el cielo nocturno con más tristeza que nunca. Su hija, aquélla que nunca llegó a conocer, había dejado el mundo de Calamburia.