Como cada mañana,Mitt se levanta en su celda, en el Monasterio de los Acólitos del Titán. No hay más luz que la que se cuela bajo la rendija de la puerta, y allí es donde centra su atención.
Busca, igual que siempre, que se haya colado una carta. Lo normal es que no haya nada, pero hoy es diferente. El papel color hueso de un sobre lacrado recoge los tímidos rayos del amanecer. Mitt tiembla de arriba abajo, se aproxima hasta la misiva, despacio, y rompe el sello que la cierra. Sus ojos vuelan al remitente, es Irving van der List, su compañero. Falsa
alarma.
Mitt suspira de alivio… y de pena.
El hermano van der List indica que deben encontrarse en la arboleda de Cath Unsum. Es prioritario. Sus palabras transmiten urgencia, pero a Mitt no le importa. Arruga el papel y lo arroja a una esquina. Se prepara para el viaje sin darse la prisa que debería. Cumplir con su deber es algo que juró hacer cuando entró en la orden de los capellanes, y lo hará, ¡pero habría deseado tanto hallar una rúbrica diferente en aquella carta!El sello de un soldado a quien todavía sigue esperando; su único y primer amor, y la causa de su desdicha.
Mientras se viste la túnica, recuerda los hechos que la condujeron a su situación. Sucedió hace años, en una época en la que Calamburia peleaba contra los nómadas del desierto. Por aquel entonces, Mitt era mucho más joven. Vivía en Instántalor, al cuidado de sus padres, ajena a la dureza del mundo. Hasta la capital llegaban noticias sobre los conflictos con los nómadas, pero nadie era consciente de cuán peligrosos resultaban los combates, ni de cuántas penurias pasaban los soldados que acudían a defender la Puerta del Este. A Mitt, como a tantas personas, aquellos enfrentamientos le resultaban como sacados de un cuento, irreales.
Nunca le importaron, hasta que un día, una nueva remesa de soldados hizo parada en la ciudad, de camino a las lejanas tierras yermas.
Se llamaba Gunnar, y había nacido en el norte, en las montañas. No llamaba la atención entre los demás soldados de la compañía, pero a Mitt, por alguna razón, le pareció único. Era un muchacho risueño, impetuoso y con cierto aire rebelde. Su carácter desvergonzado la atraía como jamás nadie había hecho, pero a la vez la asustaba. La primera vez que le vio, ni siquiera fue capaz de mirarle. Fue él quien se aproximó, quien le susurró al oído que la amaba y quien la llevó de la mano hasta los callejones de la ciudad, donde recorrió su cuerpo desnudo con el ápice de la lengua.
La vida tranquila y despreocupada de Mitt se transformó. Sus días junto al soldado quedaron envueltos por una pasión narcótica, tentadora y adictiva. Gunnar copó sus pensamientos, su día y su noche. Ya no había más mundo que sus caricias y el tacto de sus labios. Pero una noche, mientras recostados observaban el cielo a través de la ventana, en una habitación de la taberna Dos Jarras, el soldado le dijo que aquel romance había de acabar. Las tropas se movilizaban para defender la Puerta del Este.
Mitt sintió que le arrancaban el corazón. Le suplicó que desertara; escaparían juntos de la ciudad, lejos, al sur, y construirían una vida en la que sólo tendrían que preocuparse de su amor. Entonces él la miró extrañado, y con una media sonrisa en los labios, dijo:
-Sólo ha sido una bonita aventura. Lo sabías, ¿verdad?
Mitt no pudo creerse aquellas palabras, pero Gunnar continuó, explicando que tenía esposa en el norte, donde había nacido, y que volvería a su lado una vez regresara de la batalla. Lo de Mitt y él sólo era un romance fugaz; un instante de felicidad antes de entrar en combate. No tenía importancia.
Pero ella no pudo verlo de aquel modo. Sintió que le faltaba el aire, que moriría si continuaba en aquel cuartucho. Inhaló lo cuanto le fue posible y, reuniendo unas fuerzas que ya la abandonaban, le hizo prometer que si en algún momento abandonaba a su esposa, le escribiera una carta. No era necesario que fuera un mensaje largo; sólo unas pocas líneas en las que le dijera cuándo y dónde reanudar su amor. Al principio Gunnar se negó, sólo cuando ella le tomó de los hombros y gritó con todas sus fuerzas que lo prometiera, terminó por aceptar.
Mitt salió de aquella habitación a todo correr. No se paró al pasar junto a su casa, ni cuando llegó a las afueras de Instántalor. Siguió corriendo, con los ojos empañados de lágrimas y el alma destrozada, hasta que las piernas ya no la obedecieron. Allí cayo, en mitad del camino, y sin temer que la atacaran forajidos o alimañas, se quedó dormida.
El destino quiso que la primera persona que pasó a su lado fuera Irving van der List. Cuando se aproximó a la joven, ésta, en un hilo de voz, formuló una petición de ayuda.
-Te ayudaré –respondió Irving, y la condujo hasta el monasterio.
Allí, Mitt comenzó a formarse como capellana, consciente de que su vida anterior ya no existía, de que era necesario adoptar un nuevo rumbo.
Desde entonces ha obedecido la voluntad del Titán, pero en su pecho aún palpita una leve esperanza. La ilusión de una promesa forzada, el sueño de una adolescente que, tal vez, vea un día aparecer una carta con la firma del soldado que le arrebató su amor.