Todo el mundo sabía, cuando el fantasma Sirene poseyó el cuerpo de Adonis y, a modo de profecía, vaticinó el nuevo reinado y la muerte de algunos personajes, que sus palabras se cumplirían. Lo que nadie podía suponer, era cuánto costaría este cambio.
Los capellanes, secretos educadores del príncipe Comosu, se habían encargado de organizar su asalto final al trono. El propio Irving van der List entrenó al joven en sus habilidades sobrenaturales.Por su parte, Mitt Clementis se ocupó, hasta el último momento, de fingir su lealtad a la Reina. Aun cuando la guerra estalló, la joven capellana continuaba en el Palacio de Ámbar, oculta a la visión de los guardias. Desde su celda, Mitt proporcionaba información a las tropas de Petequia, que hacía llegar en sobres lacrados por medio de sirvientes leales.
Una noche, Mitt recibió la respuesta a uno de esos sobres. Se la deslizaron, como siempre hacían, por debajo de su puerta. El sello era del propio Irving:
“Huye mientras te sea posible. La Reina ha descubierto tu traición. Sal por los establos”
El mensaje del capellán despertó un hormigueo de terror en Mitt. Estaba escrito con letra apresurada. ¿Cuánto tiempo habría viajado aquella nota hasta llegar a ella? ¿Estarían los guardias de camino a sus aposentos? Mitt pegó la oreja a su puerta. Silencio.
El camino parecía despejado, pero no había que confiarse. Así pues, tomó sus cosas y eligió descolgarse por la ventana. Ató las sábanas de su cama, y aprovechando el cambio de guardia, cayó al patio de armas.
Tomar aquella ruta había sido una buena decisión. Apenas hubo alcanzado el suelo, le llegó un estruendo desde su celda. Los guardias habían echado la puerta abajo. Uno de ellos se asomó por la ventana y la descubrió.
-¡Ahí está! ¡No dejéis que escape! ¡La Reina la quiere muerta!
Aquellas palabras hicieron que Mitt se estremeciera. No había posibilidad de juicio, ni prisiones. Urraca buscaba su cabeza.
Aferrándose al colgante con la “C” que adornaba su hábito, Mitt se lanzó a la carrera. Sabía cuál sería su ruta: los establos. Con toda seguridad, Irving habría enviado algún sirviente que la estaría aguardando con caballos; tal vez él mismo se estaría ocupando de la fuga. Si alcanzaba los establos, estaría a salvo.
El patio de armas no tardó en llenarse con las voces de la guardia. Los soldados la buscaban por todas partes, en todos los aposentos, corredores y rincones. Mitt se refugió en las sombras, y sin permitir que la dominaran las prisas, fue avanzando lenta pero segura hacia los establos. En ocasiones, un soldado le pasó demasiado cerca, tanto como para que la mujer pudiera olfatear su sed de sangre. Los hombres deseaban dar caza a la traidora, para así convertirse en los favoritos de la Reina.
Cuando le faltaban unos metros, Mitt fue descubierta.
-¡Ahí está! ¡Junto a los establos! ¡Corred, se escapa! –los gritos alcanzaron su nuca. Dejó las sombras, se deshizo de su capa y echó a correr con todas sus fuerzas. Los pasos de los soldados se oían cada vez más cercanos. Dos flechas rozaron su cuerpo, pero al fin, Mitt abrió las puertas de los establos.
¡Irving! –llamó, pero su voz quedó quebrada, el aliento se le escapó por la herida del acero en su pecho.
Miró hacia abajo, la espada de un soldado aún se hundía en su carne.
-Has caído en la trampa –escuchó que decía su asesino-. Muere, traidora.
Mitt sintió un dolor imposible de contener, pero no fue por el filo que horadaba su pecho, ni por comprender que la última misiva había sido una falsificación. Su dolor comenzaba en los oídos, pues la voz de aquel soldado le resultó familiar.
-Gunnar –llamó.
Levantó la vista para encarar al soldado. Era aquél al que llevaba tantos años sin ver. El único hombre que había amado en toda su vida.
-No te conozco de nada –escupió el otro-. Muere de una vez.
La mano que empuñaba la espada estaba manchada de tinta. Gunnar era el autor de la misiva falsificada.
-Ya he muerto –confesó Mitt-. Me mataste tú, hace mucho tiempo.
Pero el otro no escuchó aquellas palabras. Hundió todavía más la espada, y el acero destrozó el corazón.
Mitt cayó sobre la paja del establo, muerta. En su mano, aún sostenía la última misiva que coló bajo su puerta. La respuesta de su soldado, después de tantos y tantos años de espera.