139 – LAS VENTANAS DEL TIEMPO I: EL PESO DE LA CORONA

Los Inventores viajaron por el tiempo sin control, ya que una fuerza tan poderosa no se puede controlar sino simplemente encauzar. Y vieron acciones que jamás tuvieron testigos, escucharon conversaciones que no estaban destinadas a ellos y sobretodo, descubrieron la verdad entre la luz y la oscuridad. Este relato es un fragmento de lo que vieron, pero muchas más ventanas se abrieron en esta aventura.

El Palacio de Ámbar brillaba como si del propio sol se tratase. Con el calor del verano, el palacio amurallado hacía honor a su nombre y arrojaba destellos dorados hacia el horizonte del atardecer.

En una de las torres más altas del castillo, Rodrigo IV se inclinaba sobre un antiguo pergamino, estudiándolo con detalle. De pronto, una niña entró en la habitación causando un terrible revuelo, como si de un torbellino se tratase. El rey apartó discretamente el documento y lo dejó guardado dentro de su escritorio mientras sonreía a su hija Urraca.

– ¿Te ha gustado el paseo con mi nuevo semental? Es de la raza que entrena los nómadas del desierto de Al Ya-Vist.

– ¡Parecía que volaba, papá! Es el caballo más brioso en el que me he subido nunca – le respondió la pequeña con los ojos haciendo chiribitas – ¡Cabalgar caballos es mi nueva cosa super preferida!

–  Eres toda una Amazona, gorrioncillo. Quizás no deberías ser princesa.

–  ¡Podría ser la reina de las Amazonas! ¡O del mundo! – contestó ella subiéndose a una silla y adoptando una pose heroica.

Rodrigo IV miró a su hija y supo que las decisiones que había tomado habían sido las correctas. Haría cualquier cosa por sus hijas. Su mirada rebosaba cariño cuando le dijo:

– Puedes ser lo que tú quieras.

– ¿Incluso reina de Calamburia? – dijo dando vueltas sobre sí misma, como si fuese una peonza.

Los rasgos de Rodrigo IV se ensombrecieron de repente. La bondad y el cariño se cortaron en seco, reemplazados por algo más oscuro.

– No. Eso no. Sabes que tu hermana Petequia es la primogénita. Ella tiene derecho al trono. La ley es la ley. Hemos tenido esta discusión cientos de veces.

– Pero papá, si Petequia no hace nada, no sabe cabalgar y no sabe mandar. Hasta los soldados se ríen de ella por lo bajo – comentó con maldad, lista para tener otra discusión con su padre. Le enfadaba mucho que siempre pusiese a su hermana por delante por culpa de viejos papeles.

– Pero la ley es la ley. Es como un contrato: una vez que se firma no hay vuelta atrás. Basta ya, no quiero hablar del tema.

– ¡Pues cuando sea Reina, quitaré esa estúpida ley! – dijo dando una patada a la silla, tirándola al suelo y sabiendo que luego se iba a arrepentir.

– ¡No lo serás! – exclamó el rey, levantándose de golpe, apretando los puños con fuerza.

– ¡Sí lo seré! ¡Y tú estarás demasiado viejo y cascarrabias para impedírmelo! – le contestó Urraca, dando pisotones en el suelo, perdiendo el control.

Rodrigo dio dos rápidos pasos y descargó la palma de la mano contra la mejilla de su hija, causando un sonoro tortazo que rebotó por las paredes de la torre.

– ¡He dicho que no lo serás!

Alertada por los gritos, la Reina Sancha se asomó por la puerta. Con un rápido vistazo analizó la situación y fingiendo una calma que no tenía, preguntó:

– ¿A qué vienen esos gritos? ¿Te has tropezado, vida mía?

Urraca se secó las lágrimas con fuerza y se incorporó para enfrentarse a su padre.

–  Estoy bien. Soy fuerte. Mucho más fuerte de lo que creéis. Y tú lo verás, padre. Todos lo veréis.

Acto seguido, la niña se fue corriendo con sus puñitos apretados, decidida a doblegar el mundo a su voluntad. El Rey Rodrigo IV se giró hacia la fuente de vino que descansaba al fondo de la habitación y se sirvió una generosa copa con manos temblorosas.

– ¿Bebiendo de par de mañana? – preguntó Sancha con frialdad

– ¡Soy el rey y hago lo que me place!

– Por supuesto, su majestad – contestó ella con un bufido.

– ¿Tú también me desafías? ¿Tú también quieres sufrir la cólera de tu rey? – Rodrigo se había girado en redondo y miraba a su mujer con ojos desorbitados.

– Puestos a recibir, preferiría la de mi marido. Pero al final lo que está claro es que recibo – contestó Sancha, levantando la barbilla y preparándose para la habitual tunda de golpes. Pero esta vez Rodrigo pareció avergonzado y parpadeó, agitando la cabeza y perdiendo ese combate.

– Yo…perdona. No…no es fácil ser rey. No es fácil tener hijas. No es fácil ser un hombre.

Sancha se acercó suavemente a él, retirando la copa de la mano temblorosa.

– Claro que sí amor mío. El peso de la corona es algo que los dos conocemos bien. Déjame ayudarte. Déjame que comparta el peso del reinado.

– No. Es una carga que debo llevar yo solo. No es tarea para una mujer – el Rey no pudo ver la mirada de desprecio que le dedicó su mujer ante semejante declaración -. Además he estado recibiendo ayuda. Consejos. Favores. Todo irá mejor a partir de ahora.

– ¿Tienes un nuevo consejero? ¿Cómo es que no lo conozco?

Rodrigó lanzó una rápida mirada al escritorio donde había guardado el pergamino.

– Mejor. La nuestra es una relación meramente comercial. Un trueque. Y a cambio, obtengo lo que deseo de sus servicios.

– Suena terrible, querido. ¿En qué andas metido?

– ¡No me juzgues! – respondió de nuevo alzando la voz -. No te atrevas a juzgarme. Nadie puede hacerlo. Soy el rey.

– Muy bien, majestad. Le dejo para que disfrute de su soledad de monarca. Y de su vino.

Lo que no sabía Rodrigo es que esa misma mañana, Sancha se había levantado con la certeza de que iba a envenenar lentamente a su rey y disfrutar con su agonía. Este pequeño incidente, uno de tantos, no hacía más que reforzar la certeza de que Sancha y sus hijas estarían mejor sin el débil de su marido. Y mientras tanto, Rodrigo IV apuraba la copa y volvía a ojear el pergamino, ajeno al presente, demasiado centrado en el futuro.


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