La rutina tiene el poder de sanar todas las heridas. La seguridad y la tranquilidad de los horarios, el amanecer y el anochecer era lo único que permitía a los Calamburianos mantener un símil de cordura y estabilidad, independientemente de quien estuviese en el trono o qué terrible amenaza intentase destruir su tierra.
Pero la rutina nunca elimina por completo los temores, las amenazas, la oscuridad. Y es que, debajo de esa tranquilizadora superficie, se oculta un mar agitado y oscuro que puede descontrolarse en cualquier momento.
Una clara muestra de ello era la Torre de Skuchaín. Incluso inmersos en sus mas grandes conflictos, las clases siguieron impartiéndose sin importar lo que ocurriese en el exterior. Como decía Minerva Sibila, si hay tiempo para una guerra, también hay tiempo para estudiar.
Más la torre no brillaba con su habitual luz. Había rutina, sí. Los estudiantes acudían a sus asignaturas y un ajetreo llenaba constantemente la torre de vida. Pero se trataba de una luz parpadeante, macilenta. Una tensión casi imperceptible recubría las paredes, indicando que algo no iba bien en la Torre.
La llegada de Aurobinda había sorprendido a más de un estudiante y profesor, pero lo cierto es que los rumores hablaban de una conducta intachable por parte de la Bruja. Había ayudado en la recuperación de la Esencia del Fuego con una actitud ejemplar, y además contaba con todo el apoyo de la corona, y lo que es más importante, por Eme y Sirene, los héroes de Skuchaín.
La casa Ténebris, la que luchó con mayor virulencia contra la Maldición de las Brujas, se ofreció voluntaria para vigilar de cerca a Aurobinda, la cual aceptó esta curiosa medida de buen grado. En algún momento que nadie sabe definir, los miembros la casa más marcadamente oscura de Skuchaín empezaron a ejercer papeles de Guardianes de la Conducta, una medida que la Bruja estableció para devolver el decoro y las buenas maneras a la Torre. La razón oficial giraba entorno a devolver a Skuchain el brillo y la sapiencia del pasado y dejar de ser una academia en la que formar magos para la guerra.
Esta medida fue recibida con gran alegría por el claustro de profesores, especialmente por los Eruditos, pero con el paso de los meses, el buen humor y el alborozo brillaba por su ausencia.
La sala del claustro era una antigua habitación recubierta de madera, sin ningún toque de piedra como el resto de la torre. Algunas de las superficies de roble habían sido reemplazadas por oscuro ébano para, según Aurobinda, devolver “la seriedad y el respeto que debería infundir esta sala”.
Todos los miembros del profesorado estaban sentados murmurando nerviosos, hasta que la puerta se abrió solemnemente para dar paso a Aurobinda, seguida de cerca por Telina, que sostenía un cuaderno apretado contra su pecho. Aurobinda dedicó una sonrisa de oreja a oreja a toda la sala y se sentó con deliberada lentitud en la silla que presidía la mesa. Dicha silla era llamada La Silla del Archimago, y sólo podía sentarse el Archimago designado para liderar la Torre. Había sido dejada vacía durante largos años, por respeto. El gesto hablaba por sí mismo.
– Muy bien, démonos prisa, tengo una mañana muy ajetreada. La Reina Sancha III me espera para comer y el viaje en cuervo siempre me resulta agotador – dijo con un inocente suspiro la antigua Bruja.
Felix el preclaro se levantó carraspeando y se apresuró a leer la orden del día:
– La preparación de los exámenes de mitad del semestre avanzan con buen ritmo, aunque debo señalar que los alumnos se están quejando por la carga de trabajo y la presión – dijo el Erudito con voz neutra.
– Es normal, son jóvenes y aún no han aprendido a respetar la autoridad – dijo Aurobinda agitando la mano, restándole importancia -. En unos años nos lo agradecerán.
– ¡Las normas se están volviendo demasiado estrictas! Hace escasos días, se rechazó mi presencia en la parte de la biblioteca designada para los libros de magia oscura – dijo la hermana Mitt Clementis, ofuscada.
– Hermana, los tiempos han cambiado. Antes no había ningún tipo de control ni registro sobre el acceso de la biblioteca. Entiendo que hemos sido siempre muy laxos con el acceso de los creyentes del Titán a nuestro cúmulo de saber, pero estoy extirpando de raíz todos los privilegios.
– ¿Privilegios? ¡No debe de haber barreras para los representantes del Titán! ¡Somos los ojos y los oídos de la Alta Curia en esta Torre! Además, vuestra biblioteca es ínfima si la comparamos a la que se halla en nuestras sagradas criptas – dijo con soberbia la religiosa.
– Pues quizás debería volver para hacerles compañía, hermana. Podremos sobrevivir sin un representante espiritual en este claustro. Salude a sus superiores de mi parte – respondió al instante Aurobinda, con una deliciosa sonrisa – ¿Algo más?
– ¡Se está perdiendo la calidad de las clases! – dijo Minerva, levantándose de un salto -. Estamos dejando de lado las clases de cultura general sobre dinastías e historia pasada de Calamburia para centrarnos únicamente en asignaturas de magia y hechicería. Estoy especialmente preocupada por el aumento de clases que giran en torno a la magia oscura, Aurobinda. Las marcas arcanas de algunos alumnos están transformándose en marcas de Ténebris. No puedo hacer oídos sordos a los murmullos que recorren los pasillos.
Una tensión palpable se coló en la sala, como una serpiente insidiosa. Las miradas se volvieron huidizas y el ceño de Aurobinda se pronunció hasta un nivel inquietante.
– Hay que conocer al enemigo para poder luchar eficazmente contra él, Minerva. Yo lo sé bien. Así que os enseñaré todo lo que haga falta para que conozcáis la oscuridad y sepáis diferenciarla de la luz. Cueste lo que cueste – dijo mascando estas últimas palabras. Repentinamente, se giró sonriendo hacia Sirene, que se hallaba sentada a su derecha -. Además, tengo entendido que el consejo de estudiantes está encantado, ¿Verdad?
– ¡Oh, si! – dijo Sirene con entusiasmo mientras sonreía en exceso -. Los alumnos nunca han sido tan contentos y felices, posiblemente aún más que cuando Ailfrid estaba vivo. Para mí fue un cobarde que nunca se atrevió a contarme la verdad, así que quizás tampoco fue tan buen Archimago.
Todos abrieron mucho los ojos y no se atrevieron a hablar. Sirene había descubierto recientemente que el segundo Archimago de la torre era su verdadero padre, pero nadie entendía a qué venía ese arrebato.
– No deberías hablar así, Sirene. Fue tu padre, y querido por todos. Y ya son muchos los estudiantes que me trasladan sus quejas – dijo Minerva muy seria, moviendo la cabeza apesadumbrada.
– Oh, habrán sido los Primus. Ya sabe profe, siguen pensando que esto es una pelea entre Theodus y sus hermanas. ¡Eso es tan de hace unos meses! – dijo riéndose malignamente Sirene.
– ¿Con que los Primus andan susurrando eh? – dijo Aurobinda, casi relamiéndose del gusto -. Telina. Convoca una redada de los Guardianes de la Conducta. Quiero que requisen cada una de las pertenencias de los Primus para que sean examinadas minuciosamente. Haz especial hincapié en Stucco: siempre está al borde de las normas del decoro.
Telina apuntó con rapidez en su cuaderno con una pequeña sonrisa de suficiencia. Acto seguido se dio la vuelta y salió por la puerta de la sala para cumplir sus órdenes.
– Muy bien. Me temo que me voy a tener que ir. ¿Alguna última sugerencia? – dijo la antigua Bruja, sabiendo que nadie se opondría a ella.
– Yo mismo – dijo una voz anciana. Todas las miradas se dirigieron hacia el asiento de Baufren, el Duende Mayor. Levantó la mirada por debajo del sombrero y la clavó en su rival. Se mantuvieron en tensión durante un rato, hasta que finalmente, habló -. Pero como las estatuas, tengo toda una vida por delante. Puedo esperar a la siguiente reunión.
Aurobinda abrió muchos los ojos al entender el insulto, y con un bufido, se levanto de la silla de un empujón y se fue a grandes zancadas de la habitación apartando a quien estuviese en su camino con una mirada asesina.
El claustro fue disuelto y se fueron separando entre murmullos. Sirene, dando saltitos y canturreando siniestramente por lo bajo, fue la última en salir. Mientras cerraba la puerta, una voz la interpeló a sus espaldas:
– Ay mi niña, que difícil es dar contigo. Me dijeron que te encontraría aquí. ¡Tengo una noticia tan maravillosa que contarte!
Sirene se giró y vio la figura achaparrada de Ebedi Turuncu, la tabernera. Sin poder oponerse, recibió un fuerte abrazo de esta que la estrujó como si fuese un trapo.
– Ay mami, no seas tan sobona. ¡Mami! – dijo Sirene, quitándosela de encima.
– ¡Pero como no voy a ser sobona, si ya no te pasas por la taberna! – le respondió sorprendida.
– Bueno mami, ahora estoy muy ocupada. Soy una persona importante aquí y no tengo tiempo que perder con la gente normal – dijo con desdén adolescente la Impromaga.
– ¿Cómo? ¿De dónde has sacado ese genio? ¡A que te doy con el rodillo! – replicó Ebedi, enfadada.
– Si lo haces, te congelaré y te quedarás ahí hasta que te encuentre alguien – dijo con frialdad la joven.
Ebedi se quedó paralizada. Nunca le había hablado así su hija. Es cierto que Ébedi y Ailfrid habían mantenido durante mucho tiempo en secreto que tenían descendencia, pero ahora estaban tan unidas como podría esperarse de una madre y una hija.
– Hija… ¿Estás bien? – dijo preocupada la tabernera.
– ¡Si, mamá, lo estoy! Ahora déjame en paz que tengo que hacer cosas mucho más importantes. No vengas nunca más aquí. Ya iré a verte en la taberna, si es que me entran ganas. Espero que no sigas tonteando con ese Edmundo, que parece el más tonto de toda la taberna – dijo con maldad Sirene.
– ¡Niña! No te consiento que hables así de él. ¡Nos queremos!
– El amor no existe – dijo la niña, poniendo los ojos en blanco -. Adiós mami. Ya nos veremos.
Y sin mirar atrás, Sirene echó a andar dando algún que otro saltito mientras canturreaba por los pasillos. La ira de Ébedi se fue disipando hasta verse invadida de una profunda tristeza. Mirando la espalda de la hija a la que vio crecer desde la distancia sin poder hacer nada para acercarse a ella, susurró: