Todo el mundo sabía que Yangin era un habilidoso ladrón de bolsas. De vez en cuando, el tabernero gustaba de sisar a los borrachines o a los despistados, y echar la culpa del hurto al primer rufián que se le cruzara por delante.
Cuando estaba sobrio, su maña para agarrar las monedas resultaba sorprendente, pero por extraño que parezca, Yangin era todavía mejor estando borracho. Quizás la cerveza eliminaba de su conciencia cualquier reparo, o tal vez era cuestión de mera fortuna, pero el caso era que el dueño de Las Dos Jarras robaba más y mejor con cuatro cervezas en el cuerpo. Por esa razón, Ebedi, su esposa, le obligó a beber como un loco justo antes de partir hacia el Bosque de la Desconexión. Esta vez no se trataba de robar a unos pobres incautos, sino de llevarse un artefacto de mucho valor, así que Yangin debía estar más beodo que nunca.
Cuando el carromato en el que viajaban los posaderos se detuvo frente al bosque, Yangin iba ya por la sexta pinta. Reía con cara de bobalicón y conversaba consigo mismo sobre asuntos ininteligibles. Ebedi centró su atención de dos bofetadas, y muy bajito, susurró a su oído lo que habían venido a hacer:
-Yangin, los naipes de las Zíngaras. Tienes que robarlos. ¿Lo has entendido?
Su esposo eructó. Ebedi le cruzó la cara otra vez.
-¡Los naipes, Yangin! Como hayas bebido más de la cuenta, te juro que…
-Eso nunca -respondió el otro, alzando su jarra-. Nunca se beb… se beb… se bebe más de la cuenta.
-¡Pues corre entonces! Yo intentaré distraer a los habitantes del bosque.
Yangin respondió con media docena de asentimientos, bajó de la carreta con dificultad y echó a correr haciendo eses. Ebedi se bajó después, armada con una jarra de madera en la diestra y una sartén en la zurda. Mientras su marido esquivaba árboles de milagro, y se perdía entre la espesura, la posadera se plantó en un claro del bosque, miró a su alrededor y profirió un grito amenazador:
-¡Venid, bichos del bosque!
Los árboles crujieron como si aquella ofensa les incumbiera. Siguieron multitud de carcajadas desde distintos puntos y, al poco, Ebedi se halló rodeada por un ejército de duendes, goblins y trasgos. Los siervos de las Zíngaras, aquellos que guardaban el lugar ante la aparición de intrusos, habían caído en la trampa. Ebedi había llamado su atención, para que Yangin pudiera robar sin ser molestado.
-Son muchos… -reconoció, al comprobar que cada vez la rodeaban más criaturas inmundas- Yangin, más te vale darte prisa, o sabrás lo que es bueno.
Y tras decir esto, se lanzó hacia sus enemigos como una bestia enfurecida. Los duendes la rodearon primero, pero se los quitó de encima a sartenazos. Los goblins, más astutos, intentaron caerle encima trepando por las ramas de los árboles, pero Ebedi, acostumbrada a lidiar contra filibusteros de toda calaña, tenía ojos en todas partes. También a estos dejó fuera de combate en una combinación de jarrazos y golpes de sartén.
Las criaturas del bosque, viendo que su rival era más poderosa de lo que parecía, se organizaron para el contraataque. Esta vez lo hicieron desde diferentes flancos. Ebedi, con la sartén abollada y la jarra algo quebrada, se preparó para responder.
-¡Yangin, malnacido, dónde estás! -gritó, consciente de que la situación se complicaba.
El recuerdo de su marido renovó sus ganas de repartir mamporros. Los siervos de las Zíngaras saltaron sobre ella. Ebedi logró quitarse a media docena, pero muchos más le cayeron desde todas partes, sepultándola bajo una montaña de seres verdes y narigudos.
Justo entonces, Yangin apareció por entre unos matorrales. Llevaba en sus manos un abanico de naipes, y se entretenía observando sus extraños dibujos.
-¡Mira que cartas más bonitas! -decía entre hipos- ¡Seguro que nos dan mucho dinero por ellas!
Ebedi reaccionó. Sacando fuerzas de donde no le quedaban, y con un rugido estremecedor, emergió bajo toda la montaña de goblins, duendes y trasgos, que salieron volando en todas direcciones. Buscó entonces a su marido, hasta encontrarle apoyado en un árbol. Seguía con la atención en los naipes, como si no fuera consciente del combate que se celebraba al su alrededor.
-¡Echa a correr, enclenque hijo de siete padres! -dijo, y azotó su trasero con la sartén.
Yangin pareció despertar. Dio un respingo y enfiló el sendero que conducía fuera del bosque, mientras hacía esfuerzo por mantener el equilibrio. Ebedi le siguió detrás, quitándose de en medio a los enemigos que les seguían. De lejos, las hojas de los árboles trajeron un oscuro susurro: las Zíngaras se habían dado cuenta del robo, y lanzaban hechizos para encerrar a los Taberneros. Las ramas comenzaron a agitarse, y los troncos a doblarse, pero Yangin y Ébedi fintaban, saltaban y se escurrían para esquivarlos. De este modo lograron salir y alcanzar el carromato. Un ejército de seres les perseguía. Ebedi fustigó los caballos y éstos, a todo galope, consiguieron dejar atrás el lugar.
-¿Has robado todos los naipes? -Pregunto cuando se supo a salvo.
-Todos, querida.
-¿Todos?
-Toditos todos -aseguró Yangin entre risas.
-Bien. Eso debilitará a las Zíngarás durante un tiempo.
Después de un rato, los caballos se pusieron al trote. Sólo entonces, Ebedi se permitió una mirada de soslayo hacia su marido.
-Si es que… al final siempre haces bien las cosas -dijo con una media sonrisa.
-Se me ha acabado la cerveza, querida.
-No te preocupes, tendrás mucha, mucha más. Te la has ganado.