117 – PANTERAS ENTRE OVEJAS

Una cálida penumbra envolvía las calles de Instántalor mientras las risas aleteaban por los tejados de la ciudad. La tan ansiada paz de la Reina Sancha llevaba años anidando y prosperando, fuese al precio que sea. Desde que asumió el Reinado sin contemplaciones y tras acabar con la descendencia corrupta del Rey Comosu, Calamburia no había experimentado más guerras internas.

O por lo menos, guerras en el sentido más estricto de la palabra. El campo de batalla, simplemente, había cambiado.

Las risas siguieron aleteando con fuerza en una de las casas señoriales de Instántalor. Como era habitual casi todas las noches, una animada fiesta se estaba celebrando en los jardines de una casa palaciega, decorada con gusto recargado por diferentes farolillos y sembrado de mesas con diferentes viandas y bebidas. Los invitados paseaban de aquí para allá, charlaban y sobretodo, conspiraban.

Nadie iba a esas fiestas por diversión o por placer. En aquellas reuniones sociales, una auténtica batalla campal de afilados argumentos políticos y movimientos envolventes para tratar de pillar a alguno de sus contrincantes con la guardia baja ocurría bajo la forma de sonrisas e inocentes comentarios. Muchos alardeaban en voz alta para atraer la atención de oídos codiciosos, pero eran simples petimetres que trataban fingir importancia. Los verdaderos generales de aquellos campos de batalla eran los que orquestaban pequeñas reuniones privadas, en esquinas alejadas del jardín. Un selecto grupo de personajes de las casas nobles más influyentes, escuchaban con reparos a la figura que ahí les había reunido.

– ¿Y qué me decís de los impuestos sobre las tierras que nos pertenecen por derecho desde generaciones? – inquirió la oscura figura, arropada en costosas telas y una abultada capa – ¿Qué derecho tienen?

– Bueno, querido. Es la Reina. Tiene todo el derecho del mundo – contestó una de las nobles, mirando por encima de su hombro.

– Una regicida. Una asesina de infantes – susurró la figura oscura.

– Bueno, a nadie le gustaba que los Salvajes gobernasen en el palacio. Dorna era un incordio. Y Comosu desapareció. Tampoco hemos perdido tanto – dijo en voz más alta otro noble, presionando para que la figura mostrase más sus cartas.

– Una Reina vieja. Junto a la Reina Urraca, que se ha humillado recorriendo las calles y mendigando, ahora de nuevo en el trono. ¡Es indigno! – insistió la sombra, agitando las manos, y dejando bien a la vista el sello de los Von Vondra.

El grupo de conspiradores se removió incómodo. El emisario de los Von Vondra tenía razón, claro. Todos habían tenido pensamientos similares en la intimidad de sus mansiones, pero la Reina Sancha parecía ir un paso por delante de todos ellos. Aquel vejestorio los tenía cogidos con su garra de acero.

– ¿Y qué sugieres? ¿A caso tu familia podría darnos….protección? No me voy a arriesgar a nada por altruismo – espetó un noble con gran sombrero, bebiendo nervioso de su copa.

– La influencia de mi familia llega muy lejos, y nuestra generosidad puede alcanzar cotas que no os imagináis – dijo zalameramente la figura.

– No me importa vuestra generosidad. Lo que quiero yo es protección – dijo una mujer que portaba una elaborada máscara.

La figura rió suavemente, moviendo las manos como restándole importancia.

– Nos os preocupeis por la protección. Bajo el ala de los Von Vondra, nadie osará tocaros – sentenció muy ufano.

En ese preciso instante, un proyectil atravesó el aire con el zumbido de un gigantesco mosquito, plantándose en el cuello del mensajero. Dando aspavientos y tratando de llevar sus manos al cuello, salió de la oscuridad para colocarse a la luz. El público de conspiradores pudieron ver con espanto cómo el anodino mensajero se arrancaba el dardo del cuello, pero demasiado tarde. Las venas se tornaban negras a medida que el veneno recorría su cuerpo y cuando alcanzaron los ojos, se quedaron en blanco y se derrumbó como un fardo. El grupo huyó entre gritos, pidiendo auxilio.

En los tejados, una sigilosa figura asintió satisfecha y empezó a desmontar su cerbatana con movimientos cuidadosos. Uno a uno, fue colocando sus partes junto a los dardos sellados con cera en una tela impermeable, que anudó de forma experta y ató a su cinto. Como la brisa por entre las hojas, se levantó y empezó a corretear por el tejado, similar a un gato.

Abajo, en los jardines, la guardia acudió con brío y empezó a inspeccionar la zona. Algunos de los comensales señalaron los tejados y los soldados a sueldo se introdujeron en tropel en la casa señorial para subir las escaleras. La sombra sonrió en la oscuridad y prosiguió su camino hasta el costado de la casa, donde empezaba una larga e iluminada calle. En el borde del tejado, una cuerda trenzada con lianas se tendía de lado a lado de la calzada.

Con movimientos ágiles de primate, la sombra se enganchó a la cuerda, con su largo pelo colgando hacia el vacío, y cruzó la calle usando pies y manos para agarrarse aquella resistente vía de escape. Cuando llegó al otro lado, se encaramó al tejado y cortó la cuerda con una afilada daga. Mientras tanto, la guardia de la mansión ni siquiera había llegado al tejado. Pasarían muchas horas hasta que descubrieran la soga que pendía a un lado de la casa, y para entonces, la sombra estaría muy lejos de ahí.

Saltando de tejado en tejado, fue dejando atrás la zona más iluminada de la ciudad para adentrarse en los suburbios de la misma. Las risas fueron desapareciendo, reemplazadas por un ambiente más estoico y taciturno. La paz no tenía un color muy diferente a la guerra para los plebeyos de Calamburia: la única diferencia es que ya no morían en guerras sin sentido.

La Taberna Dos Jarras estaba abierta, como siempre. La sombra, iluminada por las luces que salía por las ventanas, resultó ser una amazona de mirada decidida. Con gesto claramente molesto, entró en el apestoso recinto.

La taberna estaba abarrotada aún a esas horas, ya que la cerveza que preparaba Edmundo el Espigado se había vuelto casi legendaria. Al grito de “¡Voy a ser papá!”, invitaba a rondas a los beodos parroquianos.

La amazona se abrió paso por entre el gentío, que parecía detectar su aura de hostilidad y le despejaban el camino. Los clientes murmuraban a su paso, pero se cuidaban mucho de cruzar una mirada con ella. Finalmente, llegó hasta el fondo de la sala, donde otra Amazona, despatarrada en su asiento, le esperaba junto a la chimenea.

– Al fin, Aínia. Pensé que me iba a quedar para siempre esperando en este agujero oscuro – espetó su compañera, ligeramente achispada, sosteniendo una espumosa cerveza.

– No veo que te estés aburriendo, Majají – dijo sentándose en otra silla, arrebatándole la jarra para beberla de un trago – No entiendo como te puede gustar este meado de cocodrilo.

Es para debiluchos, o peor aún: para hombres.

– Bebería lo que sea para poder soportar su olor. ¿Has hecho el encargo?

– Por supuesto. Imagino que tu también.

– Nunca encontrarán su cuerpo.

– Nuestro trabajo ha terminado, entonces. Volvamos a nuestro hogar, no soporto el hacinamiento de esta ciudad.

– Ah, ¿Ya os vais, linduras? Mis amigos y yo pensábamos que queráis pasar un buen rato – dijo una grave voz, claramente borracha.

Ambas levantaron la mirada con profundo desprecio para mirar a un gigantón barbudo, que parecía la mezcla perfecta entre un hortelano, un salvaje y un jabalí: enorme, musculoso y feo como un demonio. Su barba parecía un matorral arrastrado por el viento y sus ojos porcinos miraban con lujuria a ambas mujeres. Sus amigos, apoyados en la barra, no parecían tan lanzados, murmuraban entre ellos con miedo mirando a las dos mujeres.

– Hombre, estás demasiado borracho para entender lo que estás haciendo. Vete ya antes de que te destripemos – dijo Aínia mirando con profundo odio al hombretón.

– Oh si, las amazonas tenéis carácter. Y cuentan muchas historias sobre vosotras. Pero yo sé cómo domar a las mujeres rebeldes.

Majají se levantó, tambaleándose ligeramente y acercándose al gigantón. Se encaró a él a pesar de que le sacaba al menos cabeza y media de altura.

– Lárgate. No me sirves ni para esclavo sexual, y la Serpiente sabe que mis gustos no son exigentes – dijo escupiendo al suelo.

– ¿Sí? Pues quizás tú sí que podrías ser mi esclava – dijo acercando su cara a la de ella, exhalando su apestoso aliento a cerveza -. ¿Y qué vas a hacer para impedirlo, eh, mono de las marismas?

La amazona sonrió con sorna y sin previo aviso, soltó un descomunal cabezazo contra la nariz del matón. Aullando como un loco, se echó las manos a la cara tratando de contener la hemorragia, insultándola con todo tipo de coloridas expresiones. Las conversaciones se detuvieron y los ojos se agrandaron al ver que alguien había sido tan necio como para retar a una amazona. Aínia abrió su saco con la cerbatana y empezó a engrasar y limpiar sus componentes, como si nada estuviese ocurriendo a su alrededor.

El gigantón se recuperó del golpe, invadido por una rabia homicida. Majají crujió su cuello y calentó sus tobillos, sonriendo como una hiena. El hombre se abalanzó sobre ella, con los brazos por delante como un oso salvaje. Ella esquivó con la agilidad de una serpiente, poniéndole la zancadilla y derrumbándolo con un temblor que tiró las copas de las mesas. Rugiendo, se incorporó y asió una silla sin esfuerzo alguno y se lanzó contra su enemiga. Majaji se agachó casi a ras del suelo, evitando la silla por los pelos, se apoyó en la cadera del hombre y trepó por su espalda hasta rodear el cuello con sus poderosas piernas. Con los brazos se sujetó a la lámpara que colgaba del techo, mientras una lluvia de velas caía sobre los dos combatientes. Majaji hizo caso omiso a la cera caliente y empezó a apretar los muslos con fuerza. El hombretón trataba de liberarse del agarre , pero eran como las mandíbulas de un caimán: implacables. Los brazos de la amazona, agarrados a la lámpara, eran lianas de las marismas, tensas e inamovibles. Poco a poco, el hombre fue perdiendo energía y vigor, sus piernas flaquearon y cayó al suelo como un árbol derribado. Su cabeza dio contra el suelo con un desagradable crujido y la taberna se quedó en silencio.

Majají se dejó caer del gran candelabro del techo con una ágil caída y cogió una jarra llena de una mesa, cuyo dueño no osó protestar. Poco a poco, mientras se sentaba en su silla, las conversaciones volvieron a arrancar entre murmullos, hasta alcanzar el volumen habitual.

– ¿Has terminado de jugar? – dijo Ainia mientras guardaba su arma de nuevo en el saco.

– Necesitaba despejarme. Ya estoy lista. Volvamos a nuestro hogar – dijo terminándose la jarra.

Salieron con paso tranquilo de la taberna y no fueron molestadas por nadie más. Solo los borrachos y los inconscientes se atrevían a desafiar una amazona. Hacerlo era como enfrentarse al pantano: una muerte lenta, dolorosa y sin contemplaciones.


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