110 – JUSTAS DE LA REINA SANCHA (I)

UNA INVITACIÓN REAL

– ¡La estabilidad ha vuelto a Calamburia! El bando pirata parece haber encajado un golpe demasiado fuerte y está refugiado en algún agujero oscuro lamiéndose las heridas. ¡Gloria a la Reina Sancha! ¡Loas y alabanzas a la Reina Urraca! ¡Alcemos nuestras voces para vitorear a nuestras reinas regentes!

En cada esquina recóndita de Calamburia, un portavoz de la Corona se alzaba sobre un montón de cajas para gritar en nombre de las reinas. Todos y cada uno de ellos portaban el mismo mensaje de paz y de concordia.

– ¡Regocijaos Calamburianos, porque ha llegado el momento de festejar! ¡Es por eso que la Reina Sancha ha convocado a las casas más nobles y a los estamentos más variados para participar en las Justas Reales! Acudid a la Plaza del Titán, donde se celebrarán los duelos más legendarios que jamás se hayan visto. ¡Venid, y disfrutad de la paz y el cobijo que aporta la corona!

Mientras los portavoces seguían manipulando la realidad con el poder de la palabra, los mensajeros reales recorrían los caminos con briosos caballos, lanzando una polvareda de tierra a su paso.

Los Caballeros del Lirio Azul recibieron la misiva con una elegante reverencia. Descendientes del linaje de los Rodrigo, una de las sangres más nobles y benévolas de esta tierra, habían ofrecido su vida y su honor para la protección de la estabilidad del reino. Su interés en las justas nada tenía que ver con el deporte y la competición: en un evento tan señalado, la Reina iba a necesitar a alguien que protegiese sus espaldas en tiempos tan aciagos.

La Hermandad Juramentada también fue obsequiada con una participación en las justas. Caballeros andantes, independientes y solitarios, los Hermanos Juramentados se rigen por un estricto código de honor. Son fieles al Titán a la Reina y han consagrado todas sus fuerzas en la erradicación de los grandes males de este reino. Y si los rumores eran ciertos, pronto iban a poder cumplir una de sus más duras pruebas en Instántalor.

Los Frailes del Dorado Resplandor no pudieron más que darle agua al sediento mensajero. A pesar de pertenecer a la Iglesia del Titán, esta lejana rama había hecho votos de pobreza y castidad para poder adorar más fervientemente a su señor el Titán. El rechazo de cualquier petición va en contra de cualquiera de sus dogmas, por lo que procedieron a aceptar la invitación.

La Casa Von Vondra recibió la noticia con una muy bien disimulada sorpresa. Por todos era conocido que había ciertas tiranteces entre la Corona y sus rivales y aspirantes más directos. Como si de una mente colmena se tratase, los Von Vondra urdieron, maquinaron y tejieron decenas de retorcidos planes en cuestión de segundos, mientras daban una respuesta positiva entre encantadoras risas.

El peor día de la vida de uno de los mensajeros fue probablemente el día en el que fue a entregar la misiva al Clan del Ciervo Gris. Perdidos en medio del bosque, vestidos con ropas bastas y pinturas extrañas, los miembros del clan lo recibieron gritando y haciendo agresivos aspavientos con las manos y la cabeza. Tartamudeando y temiendo por su vida, el pobre diablo tuvo que declamar la misiva ya que ninguno de los presentes sabía leer. Cuando entendieron de qué se trataba, el líder de Clan se escupió en la mano y la tendió al recadero al grito de “¡Ciervos, nunca siervos!”. Mientras se alejaba a toda prisa, dedujo que eso era un sí.

El mensajero encargado de entregar la misiva al gremio de bufones y saltimbanquis tuvo mejor suerte. Nada más llegar le invitaron a un espectáculo, a beber cerveza y bailar sobre una mesa. Solo cuando estaba cantando una obscena canción de taberna tambaleándose encima de una silla, recordó que venía para entregar una carta de la reina. Esta invitación fue recibida con gran jolgorio, se alegraban que la reina volviese a contar con ellos (ya sea para humillarlos o disfrutar de su arte, tanto da). O quizás es que estaban beodos perdidos.
Los Innobles Hidalgos se mostraron recelosos, pensando que venían a arrestarlos, pero cuando entendieron que portaba una misiva real, lo recibieron como a un hermano perdido. Le dieron de comer, masajes en los pies y todo tipo de cuidados. Aceptaron de buen grado la invitación para demostrar a la Reina que podían ser auténticos caballeros. Al cerrarse la puerta a sus espaldas, el mensajero se dio cuenta que había sido totalmente desplumado de sus calamburos, sus armas, y sorprendentemente, de su ropa interior.

Las Hijas de la Guerra aceptaron entre ululantes gritos la participación en las justas. Mercenarias a sueldo, grandes seguidoras de cualquier mujer con poder, querían demostrar al pueblo de Calamburia que las mujeres podían igualar y superar a los hombres en combate e ingenio. Y a juzgar por sus saludos de guerra, eran capaces de eso y mucho más.

Los Nómadas tenían como líder a Arishai, el Escorpión de Basalto, pero únicamente a título militar. Son un pueblo independiente, libre de tomar sus propias decisiones y por eso los Nómadas de la Luna Roja aceptaron la invitación para demostrar a todos los bárbaros sureños el honor de un Hijo de la Arena. Nadie podía rivalizar con ellos en combate y lo iban a demostrar.

El mensajero responsable del gremio de Artesanos y Hábiles Constructores fue recibido educadamente por un servil aprendiz, que respondió favorablemente a la invitación. Más en ese mismo momento, en el sótano se estaba dando una reunión mucho más siniestra a la luz de humeantes antorchas.

– ¡Una invitación! ¡La Reina se ríe de nosotros!

– Estamos siendo prácticamente esclavizados reconstruyendo el reino después de las guerras que provoca el Trono de Ámbar!

– ¡No podemos aguantarlo más!

Los encapuchados gritaban furiosamente, ultrajados por el menosprecio que sentía Sancha III hacia las clases bajas. La invitación era un movimiento político, como había sido con los frailes y saltimbanquis: un deliberado insulto para recordar que la corona tenía el poder para imponer la paz al precio que fuese necesario.

– ¡Silencio! – gritó el que parecía ser el líder de los iracundos encapuchados -. Sí, hemos sido vilipendiados por la corte y menospreciados por los nobles. Pero todo va a cambiar. El Titán nos ha brindado una solución.

– Es mucho mejor que el Titán – dijo una figura emergiendo de entre las sombras. Su rostro era una macilenta calavera, congelada en el rictus de una vil sonrisa -. Es vuestro amigo y servidor Van Bakari.

La última frase se extendió como la pestilente brisa del pantano, envolviendo a los presentes en su pegajoso sudario.

– Yo también estoy interesado en que la Reina abandone sus métodos estrictos de liderazgo. Lo he intentado aliándome con los Corsarios, pero me temo que no lo conseguiremos por la fuerza. ¡Más no temáis, mis indignados amigos! Conozco medios mucho más sutiles y efectivos – ronroneó con una sonrisa zalamera, mirando a todos los presentes uno por uno. Nadie se atrevió a decir una palabra.

Con un florido movimiento, el Comerciante de Almas sacó un frasco vacío de su chaqueta. El inquietante recipiente refulgió a la luz de las antorchas.

– Una alquimista me debe un favor con cuantiosos intereses. Por toda la eternidad, podríamos decir. Si le mostráis este frasco, os proporcionara el más letal de los venenos que la mente humana puede concebir, sin mayores preguntas.

– ¡Es imposible acercarse a la reina! Si se pudiese, ya la habríamos matado nosotros mismos – saltó un encapuchado, envalentonado por la adrenalina.

– Sois unos necios sin imaginación. Por eso no lo habéis hecho vosotros mismos. ¡Pero no os preocupéis! Vuestro amigo Van Bakari ha pensado en todo – susurró siniestramente el inquietante personaje –. Los Consejeros de la reina harían cualquier cosa para poder acumular más rumores y extender más y más la influencia de sus pajaritos. Su lealtad podría ser… voluble. Alterable. ¡Sobornable! Y es bien sabido que el ilustrísimo Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores dispone de unas arcas casi inagotables, a pesar de que la Corona os oprima. Yo me puedo encargar de facilitaros el camino y organizar ciertas… distracciones.

Los presentes se removieron incómodos. Su secreto mejor guardado había sido expuesto, pero ninguno de ellos iba a admitirlo.

– ¿Y tú? ¿Qué ganas tú de todo esto, embustero? – le espetó una de los encapuchados.

– Oh. ¿Yo? ¡La satisfacción de vernos liberados de una tirana! – declamó con grandes aspavientos-. Claro que también está el tema de capturar el alma de la Reina de Calamburia en uno de mis fetiches, que siempre es algo que me alegra el día. Espero que mi leve satisfacción no sea un impedimento para vuestros planes… ¿verdad?

El frasco reposaba en la mano tendida de Van Bakari, solícitamente ofrecida al líder del Gremio. La fingida inocencia de este acto era espeluznante, pero con un resoplido, el encapuchado cogió el frasco y lo ocultó en su túnica. Nadie se opuso. Nadie dijo nada. Se habían cansado de aguantar las guerras de los poderosos, a costa de los plebeyos indefensos.

La Reina Sancha debía morir.


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