La Crónica del Rey Perturbado. Segunda Parte

Mi mente empieza a nublarse. Ya apenas veo claros los recuerdos. Las ideas se mezclan con los vapores de la locura. Me encuentro a punto de perderme para siempre; sin embargo, aún soy capaz de narrar cómo Urraca, sabedora de que el Archimago jamás la apoyaría en una conjura tan retorcida, envió emisarios en busca de las zíngaras. Se reunió con ellas a medianoche, en las criptas del castillo, y allí les pidió ayuda para hacerse con el reino. Las zíngaras, a cambio de secretos favores, le proporcionaron los ingredientes de una poción capaz de revolver la mente y los sentidos. Un brebaje que deshacía la memoria, y transformaba a aquel que lo bebiera en un títere. Sólo había un problema: los efectos de la poción eran temporales. Para hacerlos permanentes hacía falta un ingrediente especial, “Consigue el vehículo de su deseo, el estanque de su alma. Ve por sus ojos. Con ellos descubrió a su amor, y en ellos vio reflejada el rey la bondad”. Así dijeron las zíngaras.

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Armada con un estilete, Urraca caminó con sigilo por entre los corredores y las salas del castillo. Las zíngaras la acompañaban. De este modo, las tres mujeres eludieron a los guardias y accedieron a la alcoba de Petequia. La heredera dormía ajena a lo que estaba a punto de sucederle. Sólo despertó al notar cómo unas manos la aferraban. Apenas tuvo tiempo de gritar antes de que le taparan la boca. Entonces vio a su hermana, o mejor dicho a la versión corrompida de la misma, pues la codicia había demudado su rostro de tal forma que ya no se percibía familiaridad en él. Urraca, sin pensárselo dos veces, clavó el estilete en el ojo derecho de Petequia, y sacándoselo, lo echó en la poción de las zíngaras. Luego obligo a su hermana a beber.

Tan pronto sus labios probaron aquel líquido, Petequia notó que sus recuerdos se desvanecían. Se durmió plácidamente, como si no la amenazara ningún mal. Entonces las zíngaras, por orden de la reina, se la llevaron lejos de allí, a una casa en el bosque, donde Petequia estaría destinada a vivir sin un sólo atisbo del pasado, sin saber quién fue. No volvería a recordar nada.

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Tras esto, Urraca, ya en soledad, avanzó hasta mis aposentos y, sin que apenas lo percibiera, me dio de beber la pócima. Sentí entonces que los sueños y la realidad se confundían, y que no era amo de mis propias acciones. Aquel líquido me obligaba a obedecer a Urraca por encima de cualquier cosa, a acatar sus órdenes, y a percibir los sentimientos que su antojo dispusiera. De este modo, la hermana de mi prometida se introdujo en mi cama, besó mi mejilla y deslizó en un susurro el primero de sus deseos: “serás mi esposo”.

No me queda voluntad con la que ordenar mis pensamientos. Los mandatos de Urraca domeñan mis músculos y cada una de mis decisiones. Pronto llegará el momento crucial. Hipnotizado, me levantaré del escritorio en el que redacto esta crónica, me vestiré con atuendos de gala y caminaré hacia la capilla del palacio donde, tras contraer matrimonio con Urraca, me nombrarán Rey. Seré, eso sí, un gobernante sin poder, un muñeco desprovisto de alma; seré una marioneta, cuyos hilos estarán a merced de mi esposa.

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Mas no todo está perdido. He oído que la poción no funcionó con Petequia, pues hubo algo que trastocó sus efectos. Un niño crecía en su vientre, mi heredero. Él ha recibido todo el mal de la poción, mientras que Petequia tan solo fue receptora de una parte. Ha olvidado cómo llegó al Bosque Perdido de la Desconexión, pero sí recuerda que el trono le pertenece. Sólo espero que luche por el, y que si el destino me es favorable, llegue a encontrar la crónica que dejo antes de contraer nupcias. Sólo de este modo sabrá la verdad, ella y todos los ciudadanos de Calamburia.

El reinado se me antoja una pesadilla. Los recuerdos se deshacen entre lágrimas. Mi personalidad muere al fin. Que el Titán se apiade, y que un amable lector halle esta confesión. Ya olvido todo, ya se alejan las fuerzas. Sólo Urraca aparece, ella… sólo ella… y yo… yo tan sólo… debo… debo ser… rey.

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