148 – ESTUDIANTES DE LA OSCURIDAD

Cuna de Oscuridad. Un lugar imposible que desafía todas las leyes de la naturaleza y que a pesar de todo, amenaza el cielo con sus torres y se defiende de los rayos del sol con sus almenas.

Alrededor del gigantesco castillo-fortaleza, un poblado de seres grises se ha erigido, como si fuesen moscas alrededor de un cadáver purulento. Una parodia de vida cotidiana se reproduce cada día, con Calamburianos desprovistos de propósito y alegría, vagando por las calles o rumbos a sus oficios.

Y a pesar de toda esa negrura, de esa aura triste que pesa como un sudario, el interior de Cuna de Oscuridad rebosa de actividad. Los responsables son las decenas de antiguos alumnos de Skuchaín que pueblan ahora las aulas y corredores de la tenebrosa estructura. Y es que, sea del color que sea, la juventud siempre será ruidosa.

Por los bulliciosos pasillos, un profesor destacaba entre los alumnos: Tesejo iba guiñando el ojo a toda chica con la que se cruzaba, tropezando acto seguido con alguno de los atareados estudiantes. El joven brujo era experto en hacer mal las pociones de su antigua escuela, Skuchaín, por lo que en Cuna de Oscuridad era más bien alabado por su habilidad por convertir cualquier poción benigna en un terrible veneno. Esa extraña habilidad le había granjeado el puesto de profesor y eso se le había subido un poco a la cabeza. Pero hubo una chica que llamó la atención del joven.

– ¡Caila! ¡Eh, Caila, espera! – gritó, agitando la mano.

Descendiente de una familia de Impromagos que en secreto renegaban del orden establecido, Caila estaba inmersa en sus pensamientos mientras sus manos jugueteaban con una bola de cristal. Instintivamente, los estudiantes se apartaban de su paso, como si un aura peligrosa emanase de la joven.

– Oye, Caila – dijo Tesejo, incorporándose a su paso, fingiendo normalidad -. ¿Tienes exámenes por corregir pendientes? ¿Y si investigamos un poco más a fondo la oscuridad tú y yo, de manera un poco más íntima?

Caila apenas le miró de reojo mientras caminaba, dejando muy claro lo que pensaba de las investigaciones de su colega.

– No tengo tiempo para tonterías Tesejo. Tengo que volverme más fuerte. Podemos recibir un ataque de Skuchaín en cualquier momento, aún no han movido ficha. Hay muchas fuerzas que conspiran contra nosotros – sermoneó la joven, manteniendo su mirada fija en un punto.

– Sí, por supuesto. ¡Y qué mejor que tú y yo formando el mejor equipo de defensa de Cuna de Oscuridad! – replicó Tesejo, un poco más inseguro pero sin rendirse.

 

De repente, un gran alboroto proveniente del final del largo pasillo, despertó a la multitud y como una onda expansiva, los alumnos empezaron a dar media vuelta y a retroceder por el pasillo, creando un gran tumulto. Los gritos de pánico y las maldiciones se multiplicaban por el pasillo, mientras todos trataban de huir de lo que fuera que había surgido del fondo del corredor.

Siendo estudiantes que coquetean con la magia negra, pocas cosas podrían haber provocado un tumulto en el epicentro de la oscuridad. Pero una de esas cosas era una gigantesca araña con patas tan grandes como un ser humano adulto y cuerpo velludo y ocho pares de ojos carmesíes que giraban frenéticamente en sus órbitas. La araña corría por el pasillo pasando de paredes al techo sin ningún problema. Pero lo más sorprendente de todo era ver a Ménkara, la profesora de Monstruología, cabalgar semejante criatura con carcajadas de júbilo.

– ¡Corre bonita, corre! ¡Eres imparable!

La araña chasqueaba sus mandíbulas con un traqueteo constante y trataba de soltar algún mordisco en su alocada huida, pero Ménkara, con unas riendas improvisadas, lograba girar la criatura en el último segundo. Más de un estudiante vió como las fauces se cerraron a escasos centímetros de sus cabezas, mientras suplicaban clemencia. Caila y Tesejo se apartaron de su camino mientras la araña embestía y lanzaba por los aires a los estudiantes.

– Maldita sea esa chica. Vamos Tesejo, debemos detenerla – maldijo Caila.

– ¿Cómo? ¿Nosotros? ¿No debería encargarse Aurobinda? – respondió nerviosamente Tesejo.

-Te recuerdo que ya no eres un simple alumno. Haz honor a tu cargo – bufó mientras echaba a correr pasillo abajo.

La araña causó un verdadero tumulto. Atravesó aulas, pasillos y salones dejando un rastro de destrucción a su paso. Profesores como Eme trataron de detenerla pero fueron arrollados por estudiantes que derribaban a todos los que se interpusieran en su camino. El joven profesor que  (contuvo) el alma de Theodus en su cuerpo acabó enredado en su capa, como tantas veces le había pasado durante su infancia. Algunas cosas nunca cambian.

Caila y Tesejo no cejaron en su persecución. Bueno, sobretodo Caila, ya que Tesejo iba resoplando y tratando de apartar a estudiantes a empujones y z base de hechizos de congelamiento.

Finalmente, la araña, coreada por las carcajadas histéricas de Ménkara se abalanzó contra unas gigantescas puertas dobles forradas de ébano y con toda una serie de intrincadas figuras en posición suplicante talladas en la madera. Tras un par de vigorosas cargas, abrió las puertas de par en par y se adentró en la gigantesca habitación que se escondía detrás.

-Oscuridad y Ruina. Estamos en un buen lío – susurró Caila, palideciendo mientras veía a la gran araña escabullirse entre las puertas.

Mientras se acercaban a la Sala del Trono, escucharon los ecos creados por ocho pares de patas quitinosas repiqueteando en el negro mármol. Y derrepente, un poderoso estruendo, como el puño de un dios, abalanzándose desde las alturas y estrellándose contra el suelo. Después, el eco del silencio. Y unos sollozos.

Los dos brujos se acercaron presa de un miedo animal para asomarse por las puertas y adentrarse en el Salón del Trono. El suelo de mármol reflejaba la luz de las antorchas de una manera extraña, acentuando aún más las sombras de las esquinas. Las columnas parecían caer del techo hasta el suelo como petróleo solidificado y se podían adivinar caras entre sus pliegues.

En el centro de la sala se erguía el Trono de Ébano, el asiento digno de un monarca absoluto, de un maestro entre esclavos, de un dios entre mortales. Lleno de aristas, bordes puntiagudos, su contorno parecía ser miembros agonizantes que suplicaban clemencia.Para realzar su negrura, vetas de blanco remarcaban su contorno, magnificando el efecto sobrecogedor. Y en él, se hallaba sentada el epicentro del mal, la quintaesencia de la Oscuridad.

Pero decir que Dorna estaba simplemente sentada en él sería un insulto para la estampa que ofrecía la Consorte de la Oscuridad. Relajada como una pantera, con la mirada perdida en un infinito de negrura, parecía ser capaz de exterminar la vida sobre Calamburia con un simple pestañeo. Pero no pestañeaba. Ni una vez. Solo su mano izquierda estaba levantada, en posición de chasquear los dedos.

En el centro del gran salón, la araña se encontraba aplastada contra el suelo y atravesada por una gigantesca espina de mármol negro de un metro de ancho. Ménkara se hallaba a su lado, arrodillada, llorando sobre el empalado animal.

Caila y Tesejo se quedaron mudos, mirando fijamente a su Reina, sabiendo que su vida ya no estaba en sus manos sino en las de una criatura que estaba a las antípodas de toda humanidad.

– Llevaos a la chica – resonó su voz desde todos los confines de la sala. Era dura y aterciopelada, como un gato jugando con su presa -. A menos que queráis que chasquee los dedos otra vez.

Solo en ese momento se dieron cuenta de la presencia de una criatura a los pies del trono. Enroscado como una espiral azabache, se hallaba un enorme lobo, negro como el carbón. Su lomo se elevaba suavemente con su respiración y su orejas se movían en pos del sonido, pero el resto de su cuerpo estaba también inmóvil. De su enorme caja torácica empezó a emanar un gruñido sordo que resonó por todo el gran salón como si fuese el propio Dragón despertándose.

Deshaciéndose en reverencias y cuidándose de establecer contacto con la Consorte de la Oscuridad, los dos amigos se llevaron a rastras a Ménkara, que lloraba y moqueaba, todavía sumida en la conmoción.

Si, Cuna de Oscuridad podía a veces fingir alegría, ya que sus habitantes eran algunos de ellos humanos. Pero tarde o temprano, la realidad se imponía: era el nido de la criatura más espeluznante que jamás había visto Calamburia.

147 – LOS CAMPEONES ELEGIDOS

La magia está descontrolada. Eso es un hecho.

De normal, magia blanca y negra se hallan en un delicado equilibrio, rodeada de fuerzas elementales de la naturaleza que ayudan a asentar su estabilidad. Pero teniendo en cuenta que los elementos se descontrolaron hace un tiempo, que una terrible maldición oscura impregnó la tierra, que los Inventores desgarraron la realidad con el Caos del Maelstrom y que el Dragón y el Leviathan trataron de destruir el mundo, hablar de intentar equilibrar la magia es como apagar un incendio con odres de vino.

Los Guardabosques lo saben bien. Siempre ha habido portales a otros mundos que se abren en los alrededores de Skuchaín, pero en los últimos tiempos, su número había aumentado drásticamente. Los portales, antes de ser cerrados, ofrecían un vistazo a otras realidades, a otros mundo algunos de ellos casi imposibles.

Uno de ellos es el mundo faérico. Una versión salvaje y agreste de Calamburia en el que el Titán nunca cayó y por lo tanto, no inició guerra alguna contra el Dragón. En ese mundo, las criaturas no han nacido de los elementos sino de la propia magia, de manera espontánea e imprevisible. Los seres que la habitan tienen rasgos asilvestrados y variados y han protagonizado numerosas leyendas cuando alguno de ellos se ha colado por un portal abierto a otro mundo.

Por norma general, el pueblo faérico es un pueblo independiente y no tiene líderes, sino clanes. En raras ocasiones se suelen reunir una cantidad considerable de ellos y siempre que ocurre, es en tiempos de máxima crisis. Y esta era una de ellas.

Un enorme portal relucía en la base de un árbol. Una variopinta multitud se amontonaba frente a este. Alces con aspecto humanoide, enormes trolls, criaturas con rasgos reptilianos, todos repartidos en clanes, apenas separados los unos de los otros pero con una tensión latente en el ambiente.

Pero no había tensión en las ramas de ese árbol. Lo que había era la habitual discusión entre susurros, el pan de cada día de aquel peculiar grupo de pequeñas criaturas. Los susurros de una disputa llegaban de la rama que se hallaba justo encima del portal.

– ¡Aparta, Kirta, que no veo! – dijo un fauno intentando no caerse de la rama.

– ¡Haber cogido el sitio antes, Yrret! ¡Eres un tardón! – Replicó su hermana, tratando de mantener firme su posición pese a los meneos que el fauno daba a la rama.

– ¡Silencio! ¡Vais a hacer que nos descubran! – les reprendió Lien mientras se acomodaba en otra rama.

Mientras ellos discutían, una oleada sacudió la multitud de abajo y se abrieron dejando paso a un enorme ciervo blanco. Montándolo con grácil tranquilidad, una humana con vestido blanco y el pelo recogido en intrincadas trenzas saludaba como breves inclinaciones de la cabeza a los líderes de la multitud. A su espalda caminaban tres faunos, enormes, atléticos y de semblante duro y decidido. De su espalda asomaban las lanzas faunas de combate y de sus hombros colgaban alforjas con víveres y otros utensilios. 

– Aaaala.¿Pero qué les han dado de comer a esos? – preguntó Yrret.

– Son la élite de los faunos. Guerreros entrenados desde pequeños en el Pozo del Abismo – susurró maravillada Lien.

– No como tú que te has entrenado en el Pozo de la Comida – le dijo maliciosamente Kirta.

Mientras los dos se enzarzaban en una pelea entre susurros, la Dama Blanca llegó hasta el portal y dándole la espalda, se encaró a la multitud. Los campeones faunos formaron detrás suya, como estatuas.

– Pueblo faérico. Gracias por haber venido en tiempos de necesidad. Sé que todos tenéis grandes preocupaciones pero ninguna es tan importante como esta. Como sabéis, la oscuridad está despertando y muchos habéis sentido las consecuencias. Sé de dónde proviene: el origen de ella es mi mundo.

Los murmullos recorrieron el claro y un lider de clan avanzó para encararse a la Dama Blanca. Sus rasgos reptilianos y su cola escamada se agitaba de manera agitada.

– Nosotros hemos impedido cientos de veces que la oscuridad se alzase. ¿Y ahora tenemos que ir a ayudaros a vosotros, estúpidos humanos, a arreglar vuestros errores? – siseó con desagrado, mientras su bífida lengua azotaba el aire.

– Lo sé. Sois un ejemplo de rectitud y de lucha contra la oscuridad. Pero no debeis juzgarnos con excesiva dureza: la oscuridad se abre camino, era solo cuestión de tiempo que pasase.

Uno de los enormes trolls habló y su voz resonó como una cascada de piedras.

– ¿Y por qué no entramos y arrasamos con ese mundo de débiles humanos? Así ya no habrá Oscuridad. No habrá nada.

Muchos entre la multitud corearon su aprobación. El pueblo faérico estaba cansado de luchar con medias tintas. Necesitaban medidas radicales.

– Entiendo vuestra posición, querido pueblo. Pero me nombrásteis la Dama Blanca para uniros en los momentos de dificultad. Y este portal sólo podrá soportar un grupo reducido. Por eso os he convocado con tanta rapidez, mientras yo misma buscaba los campeones perfectos para esta tarea – dijo apartándose para que el pueblo faérico viese a esos faunos que parecían poder partir una lanza con una mano.

La Dama Blanca empezó a desgranar sus logros y su capacidad analítica, las difíciles pruebas que habían superado y cómo gracias a su estrategia e intelecto, ayudarían a los líderes humanos a combatir con efectividad la Oscuridad.

– Me aburro – suspiró Yrret -. ¡Bla bla bla! ¡Miradnos, somos faunos perfectos! Uuuh, mira que pectorales tengo, voy a salvaros de la Oscuridad. ¡Bah!

– Ojalá pudiesemos ayudarles. Me encantaría ver el mundo humano – coreó, soñadora, Kirta.

– Podríamos ser de mucha ayuda. Somos pequeños. Y unos maestros del sigilo – dijo Lien, mirando con tristeza el panorama -. Pero ya han elegido.

– ¡Pues creo que deberíamos ir! ¡Deberíamos acompañarlos! – exclamó Yrret, levantándose de un salto y tratando de mantener el equilibrio.

– ¡Pero ya han elegido! Debemos seguir órdenes – trató de explicar Lien.

– ¡Que importa las órdenes! Nosotros también podemos salvar Calamburia. Y lo que venga después.

– ¿Y si resulta que no hay comida en Calamburia? – preguntó maliciosamente Kirta, agitando la rama a propósito.

– ¿Cómo no va a haber? ¡Ey, para! ¡Que me…! – gritó Yrret resbalando y cayendo un metro, agarrando en el último momento  una rama.

Justo debajo de él, a unos metros, relucía el portal mágico a Calamburia. La Dama Blanca y sus campeones seguían frente a la multitud, desgranando su larga lista de habilidades. La mirada de miedo de Yrret se volvió firme.

– ¡Es el momento! ¡El destino ha elegido por nosotros! – dijo mirándolas a ellas y al portal.

– ¡No Yrret! – gritó Lian, extendiendo la mano.

El pequeño fauno las miró con mirada traviesa y abriendo la mano, susurró:

– Os veo al otro lado.

Su cuerpo cayó como una piedra, precipitándose hacia el suelo. El portal lo engulló como si nunca hubiese existido. Alguien en la multitud, alertado por el movimiento, empezó a armar revuelo. Los campeones empezaron a mirar confusos a su alrededor.

– ¡Lien! ¡Debemos ir con él! – exclamó Kirta.

– ¡No podemos! ¡Los campeones! ¡La Dama Blanca! 

– Es un fastidio. Pero es nuestro hermano – dijo mientras se pellizcaba el morro como si fuese a zambullirse y saltó al vacío.

Esta vez la multitud sí que vió el movimiento y empezó a señalar hacia el árbol. Los campeones se dirigieron a su base y empezaron a escalar a toda velocidad, propulsados por sus cuerpos tallados en mil batallas.

– Oh, cielos. Maldita sea. De verdad que me sacáis de quicio. Bueno, cuando ellos crucen se lo explicaremos todo y volveremos a nuestro mundo sin dar problemas – razonó con fingida tranquilidad mientras saltaba pataleando hacia el portal.

Con impotencia, los campeones del pueblo faérico, la Dama Blanca y la mayor reunión de clanes nunca vista hasta la fecha, vieron como una pequeña fauna gritaba dando vueltas y cruzaba un portal que ya estaba cerrándose. Los campeones trataron de bajar a toda prisa del árbol, pero era demasiado tarde. Con un breve ruido de succión, el portal se colapsó y desapareció.

La Dama Blanca suspiró mientras cerraba los ojos, elevando una plegaria al Titán, aunque este no existiese en este mundo.

– Ahodan, querido. Espero que les escuches y no te dediques a perseguirlos – dijo en voz muy queda, para que nadie la oyese. Pero tenía mayores problemas con los que lidiar. El primero de ellos, tratar de contener a esa turba enfurecida en la que se había convertido la multitud de clanes.

146 – LARGA VIDA AL REY

En otros reinos, el alma es una buena excusa para que sabios y eruditos entren en largos debates filosóficos. Pero en Calamburia, las almas son muy reales y contienen las esencias de las personas. Las almas no están ni vivas ni muertas, simplemente existen o dejan de existir. Y cuando dejan de hacerlo, pasan a formar de ese incontrolable torrente de magia del cual se alimentan todas las criaturas de Calamburia, de diversas maneras. 

Si bien las almas suelen realizar un recorrido normal hacia el Inframundo (no todas las secciones de tan tenebroso lugar son horribles. Pero muchas sí), dicho recorrido se puede ver alterado de numerosas formas. Ya sea revirtiendo el proceso con la Piedra de la Resurrección (¿Dónde estará la piedra que dicen que fue el Ojo del Titán?) o capturándolas para absorber su esencia (Los espejos de las cortesanas no son únicamente para empolvarse la nariz), lo cierto es que hay muchas maneras de hacer trampas con el tema de las almas. E incluso… traficar con ellas.

Van Bakari se hallaba meditando en su pequeña choza ritual. La humedad del pantano penetraba a través de los tablones toscos de madera y las macabras decoraciones que pendían del techo llenaba de sombras dispares la habitación. Fetiches, velas y extraños totems abarrotaban la pequeña cabaña. En el centro de esta, un agujero enorme en los tablones se asomaba al pestilente pantano, devolviendo un reflejo de aguas negras de consistencia casi sólida. En el centro de este, flotaba un anillo con una calavera, rotando suavemente sobre sí mismo.

Aunque Van Bakari parecía estar simplemente sentado delante del anillo, estaba a mucha distancia de allí. A mundos de distancia, concretamente. El anillo, antiguo regalo de su maestro (en realidad se lo arrancó de sus temblorosas manos), era más que un simple abalorio: era un receptáculo para almas muy poderosas, uno que servía de cárcel y verdugo para los pobres desgraciados que habían sellado pactos y contratos injustos y que no cumplieron su parte. 

La decoración de la Prisión de Almas no había sido diseñada para la comodidad de sus huéspedes. De hecho, su único propósito era sumirlos en una locura que llevase a la docilidad, de ahí que las escaleras subiesen en ángulos imposibles, los pasillos fuesen laberintos y las esquinas diesen vueltas sobre sí mismas. Una auténtica pesadilla geométrica sin sentido, que permitía al sonido viajar de forma extraña.

Sus prisioneros ya estaban insensibilizados completamente. Las almas no necesitan de agua ni de comida, por lo que solo les quedaba una existencia de aburrimiento. Pero siempre había un sonido que los sacaba de su letargo: una melodía silbada de forma distraída, mientras Van Bakari recorría los pasillos, dando suaves golpes con los nudillos en las paredes.

Los prisioneros se activaron todos a una, lanzándose contra los barrotes de sus cárceles, gritando amenazas, súplicas, insultos y promesas. El Traficante de Almas sonreía abiertamente: para él, esa avalancha de voces desesperadas era como el dulce cantar de un coro angelical.

Sólo una celda merecía su atención y fue hacia ella directamente.

– ¡Hisoka Ronin! – saludó haciendo una burlona reverencia con su sombrero – Hijo del Dragón y de los hombres, Danzante entre las Sombras, Hechicero de Almas y Corazón Oscuro. ¿Podría dedicarme un poco de su tiempo?

La figura del fondo de la celda no respondió. Estaba reposando en una postura típica de los Hijos del Dragón, meditando.

– ¿No le concedería unos minutos de su eterno tiempo a este vil gusano? ¿No podría hacerme ese favor…Maestro? – preguntó con fingida inocencia el carcelero de aquella imposible prisión.

La figura abrió los ojos, que brillaban rojos en la oscuridad como los fuegos del infierno. El fulgor se fue apagando poco a poco, a medida que se levantaba y se acercaba a las rejas de la celda.

– Van Bakari. O cómo te hagas llamar ahora. ¿Qué desea mi prometedor pupilo? ¿Quieres más poder? ¿Más conocimiento? ¿Estás seguro que tu mente podrá abarcarlo? – el Hechicero de Almas miraba a través de las marcas de su cara, deformada por años de magia.

– Oh, no maestro. Con lo que sé ya me es suficiente. Además ya he hecho mis averiguaciones por mi parte. ¡Me temo que te has quedado desfasado! Verás, vengo por otra razón: la Oscuridad te llama.

Hisoka Ronin, el resultado prohibido entre la mezcla de un Hijo del Dragón y un humano, abrió los ojos con sorpresa y volvió a adoptar su enigmática pose. 

– ¿Entonces es cierto? ¿Habéis logrado despertarla?

– Bueno, realmente sólo soy un mecenas, el cuidadoso inversor que vigila todo desde lejos. Pero sí, otros más menesterosos que yo y con bastante sentido del riesgo han ido dando todos los pasos necesarios.

– Por supuesto. Jamás tomarías un papel protagonista – bufó su maestro con desprecio.

– Ya lo intenté una vez con los Elementos. Y la verdad es que prefiero olvidar ese episodio – replicó con fastidio, tamborileando con impaciencia los dedos sobre los barrotes.

– ¿Y qué desea de mí la Oscuridad? 

– Tu libertad – dijo bostezando Van Bakari. Agitó una mano en el aire con teatralidad y los barrotes desaparecieron -. No creo que sea una gran idea, pero yo solo obedezco a mis amos supremos, mientras espero la oportunidad adecuada. Espero que no me guardes rencor, Maestro. ¡Sólo hice lo que me enseñaste!

Van Bakari se plegó sobre sí mismo, rematando con una burlona reverencia. Mientras Hisoka se pensaba si castigar a su discípulo o no, el Traficante de Almas agarraba uno de sus fetiches con fuerza, listo para combatir. Pero con un suspiro, su maestro contestó:

– No puedo guardar rencor a quien logró superarme. Y si la propia Oscuridad llama, debo responder. Tengo la eternidad por delante para planear tu muerte.

Van Bakari se relajó y se incorporó con una sonrisa.

– ¡Perfecto! Podemos dialogar y ponerlo en común, yo también estoy planeando grandes cosas para mi muerte.

Se disponía a darse la vuelta y volver por donde había venido, cuando un brazo salió disparado de una celda vecina y se agarró con desesperación al brazo del traficante.

– ¡Van Bakari! ¡Espera! Puedo seros útil – dijo una voz con un susurro desesperado.

El aludido se giró despacio, maldiciendo entre dientes el haberse descuidado por unos segundos. Miró fijamente al rostro de Rodrigo IV, que se aplastaba contra los barrotes.

– Pero mi querido rey, que aspecto tan desagradable. ¿Qué tienes que podría serme útil en estas circunstancias?

– El pueblo necesita un rey. Aunque la Oscuridad reine, no podréis doblegar a todos con el miedo y el horror. Necesitáis un monarca reconocible por el pueblo, alguien que sepa reinar y seguir las directrices de la Oscuridad.

La voz de Rodrigo fue perdiendo el tono tembloroso y fue ganando en acero y realeza. Poco a poco su porte fue cambiando, sus hombros se cuadraron y su barbilla logró apuntar a lo alto, a pesar de estar entre rejas. Su brazo no cedía la presa.

– Me necesitáis a mi. Alguien que guíe a la gente en la Oscuridad. Alguien a quien conoce y quiere el pueblo. Todavía puedo ser útil. Todavía puedo pagar mi deuda.

Los ojos de Rodrigo ardían con ambición. Eran ojos que habían cometido atrocidades en nombre de un contrato. Y lo volverían a hacer.

Van Bakari meditó unos segundos mientras su mente hacía apresurados cálculos. Rodrigo IV tenía razón: la Reina Sancha tenía los días contados y la Reina de la Oscuridad, Dorna, no parecía interesada en los asuntos mundanos que suponen reinar y gobernar a los simples mortales. La figura de un regente, un rey en funciones, parecía atractiva. Especialmente uno que estuviese atado a él de manera irremediable. Al fin y al cabo, por eso tentó a Rodrigo en el pasado. Ay, qué ganas tenía de ver la cara de esa vieja arpía cuando viese volver a su marido de entre los muertos.

– Bueno, ¿Por qué no? ¡Me encanta improvisar estas cosas! Estoy cansado de los meticulosos planes que llevan gestándose desde milenios. Adelante, Rodrigo. Haz lo que creas necesario para conseguir el trono. Y tendrás el mejor de los consejeros: el único bastardo entre un Hijo del Dragón y una tierna campesina.

– ¿Quieres atar mi destino al de este triste mortal? – escupió Hisoka, sus ojos de nuevo como dos relucientes hornos.

– Recuerda querido Maestro que tu alma aún es mía. Y harás lo que me apetezca – dijo dándose la vuelta. Mientras caminaba, agitó la mano teatralmente y los barrotes de la celda de Rodrigo IV desaparecieron -. Seguidme. ¿O es que queréis quedaros un tiempo más en este dulce paraíso?

145 – LA PIEDRA MÁS ESPECIAL

La cabaña del alquimista más grande que Calamburia había conocido coronaba una pequeña ladera en un valle que rebosaba paz y tranquilidad. La pequeña casa tenía el tejado levemente torcido y algunas paredes se combaban, pero todo tenía un extraño toque hogareño. De la chimenea emergían volutas de humo a intervalos regulares y las ovejas de un campo cercano balaban de manera intermitente, lo cual, unido a la suave brisa, creaba una melodía bucólica y pacífica.

Cualquiera se habría extasiado ante tanta belleza y habría disfrutado de las vistas y el paisaje. Pero había claramente alguien que maldecía a la gran mayoría de los seres vivos de Calamburia.

Aurora, la mejor discípula de alquimia de todo el Reino, caminaba pisoteando el camino como si fuera el culpable de todos los males. Sus ojos echaban chispas y sus puños apretados trataban de canalizar toda su frustración acumulada.

Cuando Callum, la leyenda viva de la alquimia, vino a Skuchaín pidiendo excepcionalmente permiso para apadrinar él mismo a una discípula, no pudo contener su alegría. Fue como si se hubiese tomado una poción de fuerza vigorosa y no pudo dejar de parlotear todo el camino. ¡Qué grandes misterios descubrirán juntos! ¡Qué secretos le contaría! La legendaria piedra filosofal estaba al alcance de su mano, casi podía saborearlo.

Pero desde que habían llegado a ese valle perdido, alejado de toda civilización, su nuevo maestro se había vuelto callado y misterioso. Y solo le mandaba hacer las tareas más estúpidas: ordeñar a las ovejas, recoger la madera e ir a por agua al río cercano. ¡Tareas de sirvientes! Ella era una joven promesa, un diamante en bruto. ¡No iba a permitir tales tropelías! 

Pero su maestro fue implacable. Y durante semanas hizo las tareas más indignas hasta que un día se plantó ante su maestro y le exigió que comenzara su aprendizaje. Este le miró fijamente y tras unos minutos de absoluto silencio en el que Aurora le sostuvo la mirada con firmeza, dijo:

– Quiero que me traigas la piedra más especial de todas.

Desde entonces, y durante las semanas siguientes, Aurora había recorrido todos los alrededores, explorado las cuevas de las montañas y visitado mercados por toda Calamburia. Ágatas, cinabrio, cuarzo, pepitas de oro… nada satisfacía al maestro, quién simplemente giraba la cabeza.

Pero Aurora lucía una sonrisa triunfal al abrir la puerta de un portazo. Una piedra ambarina relucía en su mano, mientras la luz del atardecer dibujaba su silueta en el quicio de la puerta.

– ¡Maestro! Ya he entendido el propósito de la prueba. No era una piedra lo que tenía que buscar. Es por eso que he traído la piedra más especial de todas, una que parece oro pero no es tal cosa, una que tiene el saber de eones grabadas en su interior pero no es un mineral: ¡el ámbar!

El maestro se la quedó mirando fijamente, sin mostrar ninguna emoción. Aurora trató de contener su nerviosismo, ya que al menos no se había dado la vuelta como otras veces.

– No he dejado de pensar que esta prueba era para prepararme para la búsqueda de la Piedra Filosofal. Y el ámbar es un símil perfecto. Porque, en apariencia, parece una piedra pero por dentro es mucho más. A diferencia de los minerales y debido a su origen orgánico, tiene muchas propiedades curativas. Las matriarcas amazonas lucen abalorios compuestos de ámbar por todo su cuerpo y su longevidad está más que constatada. Es además el material del Trono de Calamburia, símbolo de liderazgo y estabilidad en el tiempo.

Aurora fue ganando en fuerza y en confianza mientras soltaba su discurso. Le había dado mil vueltas por el camino y era la solución perfecta al problema. Pero aún no había acabado.

– Y por si fuera poco, esta piedra tiene algo de particular: dentro, tiene abejas atrapadas en su resina, criaturas que vivieron hace miles de años. Esta piedra supuso su muerte, pero también contuvo la vida. La Piedra Filosofal controla la vida y la muerte, el equilibrio vital. Por eso, el ámbar es lo más parecido a esa mítica piedra. Y por eso es la más especial – sentenció triunfante.

El maestro siguió mirándola fijamente. Y por fin, habló:

– Tienes razón. El ámbar, o al menos cierto tipo muy concreto de ámbar, creado en unas circunstancias específicas, es un ingrediente para crear la Piedra Filosofal. Pero no es una piedra especial. Sigue buscando – mientras decía estas palabras, Callum se dio la vuelta y volvió a enfrascarse en uno de sus pesados volúmenes.

Aurora se quedó con la mirada desencajada, con los ojos humedecidos, haciendo lo imposible por no llorar de pura frustración. Semanas de búsqueda, media Calamburia removida de arriba a abajo, trayendo estúpidos minerales a cada cual más exótico… para nada.

La joven discípula salió hecha una furia y en lo alto de la colina, empezó a caminar en círculos, como solía hacer cuando estaba nerviosa. Pero esta vez nada calmaba sus nervios y gritando con desesperación, dio una patada a una piedra. Esta salió rodando colina abajo, arrastrando a otras consigo, creando una avalancha en miniatura que acabó en lo más bajo de la ladera, dejando una ligera nube de polvo. Aurora se quedó mirando la nube de polvo mientras las piezas del puzzle empezaban a encajar en su mente. 

Serenándose, agarrando sus ilusiones con un puño, entró de nuevo con calma en la choza. Su maestro le estaba esperando de pie, con un brillo curioso en la mirada.

– ¿Vienes con la piedra más especial de todas? – preguntó con voz grave y neutra.

– No hay ninguna piedra especial, maestro. Ahora lo entiendo. Todos los minerales se crean con el choque de fuerzas vastamente superiores a todo lo que existe y el resultado es puramente estadístico. Todas ellas son un milagro de la naturaleza y algo que los campesinos pueden confundir con magia. Pero lo cierto es que no hay nada de especial en ello, hay muchas reglas y normas que explican su creación. Por lo tanto, son todas especiales, pero a la vez, ninguna lo es. La Piedra Filosofal también sigue una serie de reglas – recitó con voz queda la alumna, mientras miraba al suelo.

– ¿Y tú eres especial? – preguntó el maestro.

– Lo soy. Pero todos los seres vivos somos el resultado de reglas y estadística. Destaco en alquimia, pero seguro que hay un porquero que también destaca cuidando cerdos. Todos tenemos algo especial. Y por eso ninguno lo somos.

El maestro se quedó mirando a su discípula fijamente. Finalmente asintió y se acercó a ella, poniendo ambas manos sobre sus hombros. Su rostro anormalmente joven para la edad que debería tener reflejaba tristeza y a la vez, un gran orgullo.

– Enhorabuena, Aurora. Has aprendido la primera lección sobre el conocimiento: tenerlo no te hace especial. Destacar sobre el resto no te hace mejor que ellos. Todos tenemos un propósito, hasta el mineral más insulso. La soberbia unida al conocimiento solo puede traernos la ruina. Bien lo sé yo.

Mientras miraba a los jóvenes ojos de su discípula, que lloraba en silencio con una sonrisa, Callum recordó los tiempos en los que fue presa de la soberbia. Recordó cuando su rostro no era tan joven pero sus ojos igual de viejos, o más. Recordó el miedo, recordó su orgullo, recordó su pecado. 

El alquimista más poderoso de toda Calamburia volvió a verse a sí mismo sosteniendo la Piedra Filosofal, la llave de la creación, un producto del hombre que podría desafiar a los dioses. Y teniendo todo ese poder en la mano, empuñando su soberbia y rodeado por el miedo, pidió la eterna juventud. Se creía especial, creía que su conocimiento marcaría la diferencia, pidió más tiempo. Y se le fue concedido.

Solo cuando se disiparon los efectos y vio la piedra consumirse y esparcirse por el cielo, fue consciente de su error. Las cosas que podría haber hecho, los milagros que podría haber alcanzado… ¡los dioses que podría haber despertado! Pero en vez de eso, pidió con miedo y con orgullo algo que le perseguiría cada vez que se mirase en el reflejo. En realidad, con todo su conocimiento, con todo su saber, Callum nunca pudo admitir que como cualquier porquero, tenía miedo a la muerte. Y es que la muerte nos recuerda que nadie es especial: todos la temen por igual.

Volvió a emerger de la profundidad de sus recuerdos. Apretando las manos en los hombros de Aurora, dijo.

– Pongámonos a trabajar, discípula. Tenemos mucho trabajo que hacer.


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