125 – LA NUEVA IMPROMAGIA

La Torre de Skuchaín era una antigua construcción erigida por el propio Theodus y sus hermanas, pero los cimientos pertenecían a antiguas ciudades de los antepasados de los Nómadas, antes de que estos se abandonasen a la vida del desierto.

Sus irregulares pasadizos y cámaras ocultas eran usados para guardar víveres no perecederos para situaciones de extrema necesidad, pero nadie llevaba un recuento real de cuántas salas y recovecos podía tener la base de la torre.

Una de esas salas estaba siendo usada para unos fines cuestionables. Los gritos emergían por la entrada de una pequeña habitación, imperiosos y un poco chillones.

– ¡Rápido, rápido! ¡Completa el círculo! ¡No tenemos tiempo!

Dos pequeños Impromagos se movían trabajosamente, con velas en las manos y tizas de colores, pintarrajeando el suelo con extraños símbolos.

– Trai, creo que esto es un poco peligroso. Nunca nadie lo ha intentado – dijo refunfuñón Grahim, mientras trataba de dibujar una línea recta mientras el sudor le resbalaba por la frente.

– ¡Justamente por eso debemos hacerlo! Me he estudiado todo el ritual de invocación de los duendes y sólo he tenido que hacer unos pocos cambios. Tuve que usar los los apuntes de Sirene para algún apartado complicado, pero ya lo tengo todo super claro – dijo Trai, la jóven Impromaga, satisfecha.

– Pero el ritual era para invocar duendes, no para alterar a Pelusón – le recordó su compañero.

En el centro del círculo, dormitaba Pelusón, un Gnomo del Polvo. Estas esponjosas criaturas sólo existían Skuchaín. Los Eruditos afirman que esto es debido  a la exposición del polvo a las irradiaciones mágicas de la Torre, dando lugar a una nueva y extraña vida. Los Gnomos del Polvo eran como los roedores de cualquier casa: inofensivos y domesticables. No era extraño ver como muchos de los alumnos habían adoptado uno como mascota; al fin y al cabo, eran extrañamente resistentes a la magia y fácilmente reemplazables.

– ¡Haremos de Pelusón la criatura mágica terrorífica más super guay! – dijo Trai con los ojos brillando de la emoción -. Podrá volar, echar rayos por los ojos y comerá hortelanos para volverse más grande y fuerte.

– ¡Eso va en contra de la naturaleza! Además, ¿Y si nos come a nosotros? – dijo Grahim entre el enfado y el miedo.

– ¡Pamplinas! ¡Mi hechizo es perfecto! – dijo Trai terminando el círculo -. Muy bien, vamos allá. ¡Convoquemos al Monstruo Pelusón de la Destrucción del Mal!

– No me gusta el nombre. Es demasiado largo.

– ¡Ya verás como es el nombre perfecto cuando lo veas ante tí! Vamos, recitemos el hechizo.

Ambos Impromagos empezaron a salmodiar suavemente, moviendo sus varitas a un pausado ritmo, como si fuesen los directores de una orquesta. Un antinatural viento se levantó e hizo titilar las velas, pero ninguna se apagó. Unas luces multicolores empezaron a dar vueltas alrededor del círculo, haciendo ondear sus capas de Impromagos. La forma de Pelusón comenzó a ondular, como si tuviese un reflejo, aunque él seguía plácidamente dormido. Las sombras se modificaron en las paredes, desdibujandose y adoptando un cariz irreal. El viento arreció, amenazando con ahogar las voces de los jóvenes Impromagos y la sombra de Pelusón creció en la pared, desarrollando cuernos de aspecto peligroso y lo que parecían patas con garras. Las luces pasaron a ser un huracán multicolor que despedía chispas y removía el polvo de toda la sala.

Pelusón abrió los ojos de repente, mirando a su alrededor confuso. La sombra de la pared se incorporó, llegando casi hasta el techo. El hechizo estaba cerca de su final, pero una mota de polvo entró por una de las branquias de su cuello y empezó a estornudar con fuerza. Grahim la miró nervioso y se confundió con una de las palabras del hechizo. El tornado multicolor se tambaleó y se estrelló contra la pared, haciendo añicos la sombra y apagando todas las velas de golpe.

Entre toses, Trai volvió a encender las velas, mirando con desagrado el estropicio. Pelusón se hallaba tranquilamente mordisqueando una vela, con la mirada ausente.

– ¡Casi morimos! ¡Iba a ser gigante y super terrorífico! – dijo Grahim con los ojos muy abiertos.

– ¡Te lo dije! Tenemos que volver a intentarlo, poniéndonos máscaras o algo para que no nos haga toser el polvo – dijo con un mohín Trai, mirando el destrozo.

– ¿Qué es todo esto? ¿Tratabais de invocar una criatura? ¡Eso va contra los Estatutos de la Torre! – dijo una voz desde el dintel de la puerta.

Ambos alumnos se giraron con cara de espanto , removiendo los pies en el suelo.

– Lo sentimos Félix  – respondieron a coro los dos niños, de una manera casi automática.

El Erudito  miró a su alrededor y dijo con un resoplido:

– Es un muy buen círculo de invocación y me gusta los cambios que habéis hecho en las runas de contención. Pero aún así, está prohibidisimo. Recordad que la última invocación fallida se comió una de las mesas del Gran Comedor y tuvieron que cazarla todos los Prefectos. Estos pasillos pueden ser muy peligrosos.

– Sí, Félix  – dijeron ambos mirando al suelo, aunque Trai intentó disimular una sonrisa de orgullo.

– Luego os llegará una misiva con vuestro castigo. Por ahora tenéis que subir a la planta principal, tienes tu visita anual, Trai – dijo con voz extrañamente amable Félix.

– ¡No puede ser! ¿Era hoy? ¡Se me había olvidado! ¡Corre, acompáñame, Grahim! – dijo Trai echando a correr y tirando de la manga de su compañero.

Corrieron por los oscuros pasillos hasta emprender las escaleras que llevaban a la planta principal de la Torre. Cruzaron grupos de Impromagos que iban atareados a sus diferentes asignaturas y duendes que realizaban cabriolas y todo tipo de trastadas hasta llegar a la entrada principal.

Trai se detuvo resoplando y trató de colocarse bien la capa y darle una cierta forma a su pelo.

– ¿Cómo estoy? ¿Estoy bien? – preguntó ansiosa.

– Sigues con tu cara de pez de siempre. Y estás sudada – dijo más refunfuñón que nunca Grahim.

– ¡No soy un pez! ¡Soy medio Tritona! Y me lo dice el salvaje que va siempre descalzo.

– ¡Los zapatos me aprietan y no me dejan sentir la piedra! – le gritó Grahim.

– ¿Estás enfadado conmigo? – preguntó extrañada su amiga.

– Sí. Bueno, no. Estoy enfadado porque viene tu familia a verte – dijo cruzándose de brazos y evitando mirarla.

– Bueno, mi padre me viene a buscar una vez al año para llevarme con mi madre. El es un super marinero y su trabajo es descubrir nuevas tierras y ella es una Tritona super importante del reino bajo el agua – dijo emocionada, olvidándose el enfado.

– Pues eso, al menos les ves una vez al año y son padres increíbles. A mí nunca me viene a ver nadie – dijo apesadumbrado Grahim, con los ojos humedecidos -. Seguro que la gente de ese molino solo me echa de menos porque ya no puedo cargar sacos con la ayuda de la impromagia.

– ¡Tú eres mucho más útil que todo eso! ¡Eres el mejor amigo que he tenido nunca y el año que viene, te llevaré conmigo y viajaremos en barco y te enseñaré todo lo que hay sumergido bajo el agua! – dijo su amiga, agarrándole de las manos.

Grahim levantó la mirada con timidez, sintiéndose un poco incómodo con el contacto.

– ¿De verdad harías eso por mi? Nunca nadie hace nada por mí – dijo el joven Impromago, olvidándose de su enfado.

– Somos amigos y lo vamos a ser para siempre. ¡Haré eso, y mucho más! Mientras no esté, estudia cómo podemos hacer de Pelusón un monstruo aún más grande y super chachi. ¡Hasta pronto! – exclamó Trai mientras echaba a correr hacia James Fox, que la abrazó levantándola en volandas.

Grahim les vió partir cogidos de la mano con tristeza. Pero a la vez, notaba algo cálido en el pecho: Era el calor de la amistad.

124 – UN MATRIMONIO PERFECTO

La Comarca de Azarcón es el la utopía del campo hecha realidad: los llanuras fértiles que relucen con gran verdor, las cercas bien afianzadas delimitan los campos con meticulosidad y los senderos recorren los bosques con civilizada simetría. Todo es bucólico, pacífico y campestre hasta un punto que muchos ciudadanos de Instántalor prefieren rechazar las comodidades que les proporciona la ciudad para ser saludados por el suave trinar de los pájaros.

Todo mantiene una apariencia de paz y armonía, incluso en los lejanos molinos de Bénedi Turuncu, hermana de la famosa Ébedi, la dueña de la Taberna Dos Jarras. Se dice que ambas hermanas tienen el monopolio de la cerveza: una recoge la materia prima y la otra la macera y la vende para gozo de todos sus clientes.

Mas hay un secreto oscuro que permite el florecimiento del negocio de Bénedi. Y es que hay un constante ajetreo alrededor de los molinos, lejos de las miradas de los viajeros y curiosos.

Don Juancho entró en la gran cocina por la puerta trasera, andando trabajosamente, con el saco a cuestas.

– ¡Buenos días, luz de mi vida! – dijo el molinero con una radiante sonrisa.

– ¡Ay cariño, qué alegría verte por fin! ¿Encontraste pajarillos heridos a los que ayudar? – dijo ansiosa la mujer.

– ¡Así es, amor mío! Solo esperan tus cariñosos cuidados – contestó sujetando el saco por el las costuras y agitándolo como si fuese una vulgar alfombra. De su interior salieron rodando media docena de niños y niñas, tosiendo y quejándose. Estaban cubiertos de mugre y miraban a su alrededor confusos, hechos una maraña de bracitos y piernas unos sobre otros.

– ¡Ay! ¡Pobres! ¡Qué sucios están! – dijo Bénedi, tratando de limpiar el polvo de sus caritas con un pañuelo.

– Trabajaban para una panda de pícaros, fingiendo enfermedades y aprovechando la pena que provocaban para cortar las bolsas de sus buenos samaritanos. Aquí descubrirán lo que es el trabajo honrado – dijo Juancho, poniendo sus brazo en jarras, sonriente.

Los niños empezaron a levantarse trabajosamente, mirando a su alrededor con una mezcla de curiosidad y aprensión.

– ¿Dónde estamos? – preguntó una niña, experta en poner ojos de cordero, enormes y lentamente parpadeantes.

Tenía poco efecto en los molineros.

– En un sitio donde podrás comer y dormir calentita y recibir una educación a través del trabajo y el esfuerzo – dijo Bénedi mientras les quitaba a algunos de ellos los harapos que resultaban insalvables -. Ahora os daréis un buen baño para quitaros los piojos y os enseñaremos donde dormiréis.

– ¡Yo no quiero bañarme! Quiero volver a Instántalor, me esperan mis amigos – dijo un chico con mirada furiosa.

– Aquí estás a salvo, pequeño – dijo Sancho, colocándose en el quicio de la puerta, impidiendo el paso.

– ¡Me da igual! ¡Quiero irme!

Bénedi se arrodilló a su altura y le miró fijamente con una sonrisa bondadosa.

– Verás, pequeño. Aquí vas a encontrar una gran familia donde ser feliz y tener un montón de amigos. Sé que no has tenido padres que te han querido, y nunca has recibido castigo alguno, pero si hace falta, tendremos que hacerlo nosotros. Siempre castigamos con muchísimo amor porque solo queremos lo mejor para vosotros – dijo con una maternal sonrisa, pero con una mirada fría -. Así que yo que tú rebajaría esos humos si no quieres pasar una temporada en el pozo, jovencito.

El niño, acostumbrado a moverse por instinto por las calles de Instántalor, detectó el peligro en la voz de la amable señora y en la posición tensa de su secuestrador. Se rindió y bajo la mirada, evitando el contacto.

– ¡Fantástico! Me alegro que haya quedado claro. Mi encantadora hija os guiará a la parte trasera, donde disponéis de una fuente con palanca para asearos. ¡Aseguraos de frotar bien, pequeñuelos! – dijo risueño Don Juancho -. ¡Nakali! Ven y ayuda a los recién llegados a asearse.

Una niña con trenzas bajó las escaleras a saltitos. Miró de reojo a los niños y disimuló lo mejor que pudo su pena.

– ¡Seguidme! Hay un montón de cosas chulis que tengo que enseñaros – dijo mientras les sacaba por la puerta delantera de la cocina, alejándolos lo antes posible de sus captores.

La pareja de molineros se quedaron solos, mientras Juancho recogía el saco y lo doblaba meticulosamente. Bénedi miró el saco con una  leve a tristeza.

– Ay, nuestro pequeño maguito. Ese saco sin aparente fin fue su mayor obra, y el mejor regalo para todos estos niños. ¡Ojalá respondiese a alguna de nuestras cartas! – dijo con fingido pesar la molinera. En realidad no le importaba tanto, pero le molestaba que no contestase. ¡Con el tiempo que pasaba escribiéndolas!

– A veces, ser buenos padres es hacer cosas sin esperar nada a cambio – dijo con fingida bondad Juancho. Tiraba todas las cartas a una poza cercana en vez de llevarlas a la capital. ¿Para qué molestarse con el chico? Ya no era útil y mejor no atraer la atención al molino.

– ¡Bueno querido! Quiero que sepas que está todo listo para esta tarde. Los niños se han puesto su ropa buena, les he servido gachas y están jugando tranquilamente en el patio trasero. ¡Vamos a causar una fantástica impresión! – gachas y sobras irreconocibles y quizás un poco pasadas. Tampoco era cuestión de tirar la comida.

– Ah, la Guardia de la Reina. Panda de desconfiados. Toda la comarca sabe que este sitio es un paraíso para los niños – dijo Sancho. Cuando su mujer se distrajese con alguna tarea, él mismo pasaría revista a todos los niños. No iba a dejar ningún fleco suelto -. Debemos tener cuidado, los guardias deben verlo todo impecable para que no nos den problemas.

– ¡No habrá problema alguno! Nuestro caramelito vigila que todo vaya bien y seguro que todos se portarán muy bien – respondió Bénedi. Lo cierto es que Nakali le había contado que se estaba planificando una huida esa misma tarde, pero ya lo tenía controlado. No necesitaba a su marido, con lo torpe que es, seguro que lo complicaba todo -. Espero que puedas hablar con los guardias sobre el pago de la anualidad. Ojalá pudiesen ayudar con un poquito más, las cuentas andan un poco ajustadas últimamente, querido.

– Lo intentaré, palomita mía. Pero ya sabes como son: usureros, egoístas y despiadados. ¡No piensan en los niños! – se quejó Sancho. Sabía de buena tinta que su mujer amañaba las cuentas para quedarse con un pico, algo típico de la familia de los Turuncu. Por eso, él cada año regateaba con éxito una subida de la anualidad, quedándose con los beneficios por si surgía cualquier… necesidad.

– ¡Ay amor mío! Tienes tanta mano con los negocios, nadie te iguala – dijo con falsa adulación abrazándolo y dándole un beso. Claro que no besaba como su primer amor; era inferior en todo. Pero nunca se lo diría.

– Al fin y al cabo, nos une la camaradería de la soldadesca. Hablamos de otros tiempos, donde solo tenía que empuñar una espada y todo era más sencillo – le contestó devolviéndole el beso. Realmente, nadie le recordaba. Todo el mundo le daba por muerto y mucho mejor así. Los desertores son vistos como ratas cobardes y despreciados por el ejército, así que usaba sus dotes de sabandija para regatear.

– ¿Acaso hay un matrimonio más perfecto que el nuestro, caballero mío ? – preguntó Bénedi. Esperaba que sí.

– ¡Es difícil describir lo maravilloso que es, margarita mía! – respondió Juancho. Era difícil de describir, sin duda.

 

123 – LA JUSTICIA DEL TITÁN

– El Titán es benevolente, Maese Ravaan. Su luz es la que nos da vida y nos acompaña a lo largo de todo nuestro desarrollo espiritual. El cayó del cielo por nosotros. Conoce la verdad que anida en nuestros corazones y es generoso con los arrepentidos.

La voz suave y monocorde contrastaba vívidamente con la sala de torturas en la que un temeroso hombrecillo se hallaba sujeto con grilletes contra una de las paredes. Diferentes braseros titilaban siniestramente, dispersados por la habitación, con hierros de aspecto peligroso calentándose al rojo vivo. En una mesa cercana, diversos objetos afilados con formas poco agradables esperaban pacientemente a ser usados. Y en medio de la habitación, dos figuras sentadas en sillas miraban fijamente al pobre diablo engrilletado.

– Tengo reuniones importantes, Maese Ravaan. Asuntos importantes que atender y creo que usted desea fervorosamente colaborar. Por lo tanto, y por la gracia del Titán, hable – dijo Inocencio I, El Supremo Benvolente de la Iglesia del Titán. Su porte regio y su sonrisa agradable parecían fuera de lugar.

El prisionero miró nerviosamente los grilletes y se relamió los labios sopesando mucho sus palabras.

– Ante todo, su señoría, quiero aclarar que esto es un profundo malentendido. No sé a qué tipo de acusaciones quiere que responda, pero soy un simple mercader, un ciudadano ejemplar que jamás se ha implicado en nada extraño – dijo con voz zalamera.

– ¿Insinúa acaso Maese Ravaan que el Titán se equivoca? ¿Que el Titán es un ser falible? – preguntó, rápida como un látigo Juana, la Señora de Toda la Verdad. Su figura parecía pequeña al lado de Inocencio, pero su cara era una máscara pétrea sin emociones que podía infundir un miedo casi primitivo en los corazones de los débiles.

– ¡No no, por favor! Soy un gran fervoroso del Titán. Mantuve mi fe incluso cuando el Rey Rodrigo VI  persiguió a los capellanes durante su etapa oscura.

Inocencio I se levantó, como si fuese a dar un sermón ante sus fieles. Pero esta vez, su público era más bien reducido.

– Ah, sí. Los Años de la Locura. Una época triste e innecesaria, un duro capítulo en la historia de la Fé del Titán. El Rey Comosu, cazándonos como a perros por la locura de su sangre. A pesar de llevar la marca del Titán, no fue digno de ella, se convirtió en un hereje. No pudo soportar el peso de ser un elegido.

– A mis oídos impuros llegó el rumor de que se trataba de una venganza por los métodos poco ortodoxos que habían usado ciertos capellanes con él para así poder despertar el poder latente de su interior. Dicen las malas lenguas que sus métodos de aprendizaje fueron casi similares a la tortura – inquirió Ravaan. A pesar de estar en una situación peligrosa, el mercader no podía dejar de lado su naturaleza avariciosa. Cualquier ocasión era buena para conseguir sonsacar valiosa información.

– A veces el Titán debe mostrar firmeza ante sus fieles. Forjar al débil para convertirlo en héroe. Moldear almas para que cumplan su destino. Nosotros solo somos su mano ejecutora. Ahora volvemos a estar en el lugar que nos corresponde, junto a la Corona, colaborando para hacer de Calamburia un lugar mejor y brillante. Esa época oscura ha terminado, aunque conservamos cicatrices de lo sucedido.

Inocencio se remangó el brazo y dejó a la vista unas marcas de feo aspecto que recorrían la piel en un entramado de dolor.

– Yo mismo fui capturado y torturado por los soldados de Rodrigo VI. Esos idiotas trataron de romper mi espíritu, pero mi fe era inquebrantable. No puedo mostrarle las marcas de Juana por cuestión de honor y pudor, pero ella también sufrió su calvario. Pero nos volvió fuertes. Resistentes. Como el acero templado, como una fuerza inamovible de la naturaleza. Ante la tortura, la verdad de cada persona sale a la luz.

La visión de las cicatrices empezó a ponerse nervioso al mercader. Entendía que toda la sala era un farol para ponerle nervioso, pero a pesar de ello, lo estaban consiguiendo.

– Es terrible lo que los hombres pueden hacer siguiendo órdenes. Pero señoría, le juro que no entiendo porque… – empezó a preguntar lastimeramente, antes de ser interrumpido.

– El título de “La Señora de Toda la Verdad” no es un título baladí. Yo soy la boca del Titán, pero ella es los dientes. Yo debo ser benevolente y sabio con todos nuestros fieles, como un dios protector y bondadoso. Pero todo ser supremo tiene que castigar para poder educar a sus fieles. Todo amo tiene que poder morder para dar una lección. Juana, por favor.

Juana inclinó levemente la cabeza y se dirigió hacia la mesa. Empezó a inspeccionar martillos de diferentes tamaños.

– Verá Maese Ravaan, personas piadosas y temerosas del Titán han afirmado que últimamente usted está haciendo numerosos y lucrativos tratos con los bárbaros Nómadas del norte. Se le ha visto reunirse con Arishai, el Escorpión de Basalto y ha recibido en su nueva casa solariega a miembros del clan de la Luna Roja. No solo eso, sino que además, parece que está creando una especie de… liga de mercaderes, que confraternizan muy alegremente con esta nueva salida de negocio.

Mientras Inocencio hablaba, Juana empezó a acercarse con semblante inexpresivo al prisionero, sujetando un pesado mazo entre sus manos.

– Como sabrá, la Reina Sancha ha dictaminado un máximo de intercambios comerciales con los nómadas. No queremos que esos herejes, esos enemigos de la fé del Titán, aumenten su poder económico y militar. Y después del intento de asesinato por parte del antiguo Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores, las ligas y reuniones extraoficiales no se ven con buenos ojos. ¿Se declara usted culpable, Maese Ravaan? ¿Admite haber intentado engañar al Titán, incluso cuando éste le baña y protege con su todopoderosa luz?

– ¡No! ¡Claro que no! ¡Nunca he superado los máximos! Tengo muy claros los aranceles de la Reina Sancha, y aunque mucho más duros y estrictos que los anteriores reinados, soy un ciudadano ejemplar! – gritó nervioso el mercader, viendo como se acercaba Juana con el mazo.

Inocencio movió la cabeza con pesadumbre y alzó levemente una mano. Juana se acercó a su víctima, y con movimientos mecánicos, sujetó un brazo contra la pared. Con un leve gruñido, estampó el mazo contra la mano provocando un horrible crujido, seguido de un alarido de dolor. Juana se desplazó hasta el otro brazo, repitiendo la operación, convirtiendo la otra mano en una papilla sanguinolenta.

Cuando el mercader recobró la consciencia tras su desmayo, notó el palpitante dolor de sus extremidades que amenazaba con derrumbarlo de nuevo. Medio loco por los pinchazos agónicos, susurró entre sollozos:

– De acuerdo. Es cierto. ¡Es cierto! Eran acuerdos muy jugosos, con grandes beneficios. Los negocios no van bien con los aranceles de la Reina, y los nómadas se mostraban muy generosos. Jamás lo hice para perturbar la Paz de la Reina Sancha, solo por avaricia, lo juro por el Titán.

– Mala elección – dijo el Padre Supremo mirándole fríamente, sin rastro de bondad.

– ¿Cómo? – dijo el mercader, tratando de aclarar sus confusos pensamientos.

– Ha jurado por el Titán. Usted, un hereje que adora a los elementos. Un pagano que sigue profesando su fe a fuerzas primigenias y pecaminosas – escupió con desprecio.

– ¿Qué? ¡Un momento, yo jamás he hecho eso! Ya nadie adora a los elementos, es un culto prácticamente olvidado. ¡Ya le he dicho que confesaba los tratos comerciales! – dijo desesperado Ravaan, no entendía nada de lo que estaba pasando. Los tratos con los nómadas…en fín, no le quedaba otra que confesar. Pero ¿Adorar a los elementos? ¿En qué cabeza cabía?

– Sí. Es triste que en estos tiempos de paz vuelvan a aparecer cultos primitivos y carentes de razón, pero cuando no hay conflictos, las malas hierbas prosperan. Es mejor que confiese ahora, o será peor, Maese Ravaan – dijo Inocencio mirándole fijamente.

– ¡Pero qué le digo que yo no he adorado nunca a los elementos! ¡Confieso los pactos con los nómadas! ¡Lo confieso todo, salvo esa absurda herejía! – gritó, histérico, al ver que la Señora de Toda la Verdad se acercaba a él con un hierro al rojo vivo – ¡No! ¡Tenéis que creerme! ¡No!

Los alaridos de dolor rebotaron por las paredes de la habitación durante horas y el olor a carne quemada se intensificó hasta niveles vomitivos. Al fin, los altos mandatarios de la Fé del Titán abandonaron la recóndita sala con una confesión firmada por el Maese Ravaan (y un poco de ayuda de Juana, el pobre tenía dificultades para sujetar la pluma) en la que confesaba haber hecho tratos con los nómadas y además, pertenecer a la impía secta de Adoradores de los Elementos. También quiso confesar absolutamente todo pecado y herejía posible, incluso algunos aún no descubiertos, pero no cabían todos en el pergamino de la confesión.

Mientras caminaban por los lóbregos pasillos del Monasterio Cóncavo, Juana decidió compartir sus pensamientos.

– A veces, que el Titán me perdone, dudo de la veracidad de nuestras confesiones, Padre Supremo – dijo Juana, con semblante inexpresivo.

– Es normal, hija mía. Hay que tener un alma fuerte y misericordiosa para poder extraer la verdad a las ovejas perdidas del rebaño. En mis tiempos, fui confesor de reyes y príncipes y todos escondían una mancha de maldad bajo sus lustrosas apariencias. Yo mismo fui expuesto a innumerables torturas, pero nunca sonsacaron de mí nada más que mi fé, pura y devota – dijo tranquilamente Inocencio, acariciando distraído sus brazos -. Si al final Maese Ravaan confesó ser un hereje, es que en el fondo de su corazón, lo era. No importa las torturas.

– Entiendo. El Titán a veces es misterioso, pero justo – dijo asintiendo lentamente Juana.

– Nunca más lo vuelvas a dudar, hija mía. Nunca.

 

122 – LAS JOYAS DE LA REINA URRACA

Omero se arrastraba por el barro con la alegría similar de un retozante puerco. A sus lados, cansados contrincantes renqueaban por el suelo, maldiciendo asqueados por el pegajoso y pestilente barro y tratando de seguirle el ritmo. ¡Pobres ilusos! ¡Se quejaban! El barro solo era barro: se secaba y se caía. Le habría gustado verles arrastrarse por las cloacas de Instántalor, huyendo de la guardia de la ciudad y tratando de pasar desapercibido entre montones de basura.

El antiguo pilluelo callejero se incorporó y siguió corriendo por el recorrido de la prueba. La siguiente parte era escalar una pared con una soga. Mientras trepaba como un mono por aquella cuerda, recordaba la redada del mercado y cómo había trepado por aquella sábana tendida, rezando con que aguantara su peso y no lo precipitase a un arresto seguro. Coronó la pared y se deslizó del otro lado enrollando un cacho de tela alrededor de su mano para que la soga no se la quemase. “Echo de menos mis guantes de cuero. Todo es más fácil con mis guantes de cuero.” Era uno de los pocos recuerdos que tenía de su padre, un herrero taciturno que siempre juraba que un par de guantes podían salvarle la vida a un hombre. No le salvaron cuando aplastó por error uno de sus dedos pulgares, haciéndole perder maestría. Acabó cayendo en una espiral de borrachera y su cadáver fue encontrado en un charco de la ciudad, apestando a alcohol. Pero aún así, Omero se quedó con la copla de los guantes; había consejos peores.

Terminó sin problemas el recorrido, frente a un grupo de nobles que aplaudieron con comedido entusiasmo. Mientras bebía de una bota rellena de agua, observó divertido  como iban llegando el resto de contrincantes, resoplando con la lengua fuera. No podía dejar de maravillarse: ¡Agua fresca que no procedía del cuenco para las lluvias que depositaban en el tejado! Hoy era un gran día. Se preguntó sin embargo cómo le estaría yendo a Finin.

Lo cierto es que ese día, Finin estaba disfrutando de lo lindo. ¡Había desayunado! ¡Comida de verdad! Huevos fritos y unas patatas preparadas por un hortelano cocinero. La última vez que comió comida que le prepararon fue cuando trabajaba de aprendiz de panadero. Esa mañana había desayunado pan y queso y tuvo que salir corriendo por la ventana cuando unos matones a sueldo vinieron de parte de unos acreedores a cobrarse una deuda. Lo último que vió mientras apuraba el mendrugo de pan fue el humo saliendo por las ventanas.

Frente a él, dentro del círculo de combate, se hallaba un hombre que probablemente había desayunado más de lo que debería.

Era grande y su estómago fofo colgaba por encima de su cinturón. Trató de agarrar a su escurridizo enemigo varias veces, pero era demasiado ágil. Finin se preguntó distraídamente cómo sería eso de tener grasa de sobra en el cuerpo. ¿Sentiría menos el frío? ¿Flotaría mejor cuando nadase en las cloacas de la ciudad? Seguro que tenía que tener algún tipo de utilidad.

Con un distraído pisotón, estampó el talón de su bota en los dedos del pie del otro participante. Aullando de dolor, se sujetó el pie mientras daba patéticos saltitos. Se recuperó pronto y agarró a Finin por el brazo. Lo habían agarrado cientos de veces, al pillarle robando frutas del mercadillo. Y de todas ellas se había zafado de la misma manera: plantando el codo en el tendón del brazo del contrincante, provocando un nuevo estallido de dolor. Aprovechando el desequilibrio, pateó con fuerza las espinillas de su enemigo, una técnica que aprendió de un pilluelo de ascendencia medio salvaje que peleaba como una auténtica fiera. El grandullón se derrumbó gimiendo de dolor con su cabeza fuera del círculo, provocando que el juez pitase y diese fin al combate. Los nobles sentados en semicírculo alrededor aplaudieron confusamente, sin duda sorprendidos por presenciar un combate tan atípico.

Sancha veía de lejos la prueba, sentada en el palanquín de la Reina Urraca.

– Resulta que tus caprichos tienen habilidades reseñables. Quién lo iba a decir, hija mía – dijo con sorna Sancha III.

– Madre, no es un capricho. Necesito hombres leales y capaces que puedan defender mis espaldas en estos tiempos confusos. Conozco a esos dos hombres, sé que harán bien su trabajo – repuso con firmeza la Reina Urraca.

– ¿Sí? ¿Los has elegido tan bién como tu anterior portero, que se enamoró de una Aisea y ahora vaga como un alma en pena por el Inframundo? ¿O quizás te refieres al otro, al Zíngaro, que me ha dado cientos de quebraderos de cabeza ya que dispone de una habilidad telepática gracias a tu dichosa puerta? – dijo con frialdad Sancha, clavando a su hija en el asiento con los ojos como si se tratasen de cuchillos punzantes -. ¿Vas a volver a crear seres cuasi inmortales que dediquen su existencia a provocarme dolores de cabeza, Urraca?

– Ha habido… imprevistos. Pero no volverá a pasar, madre – dijo Urraca rechinando los dientes. Odiaba el fracaso, y odiaba que su madre se lo recordase.

– Espero que no vuelva a haberlos. He consentido que les llamases a través de los anillos que les regalaste en secreto para poder observarlos mejor de cerca. No pongas esa cara, sé perfectamente cómo les has contactado. Pero les he hecho pasar por todas esas pruebas para que quede algo muy claro: Aquí mando yo – sentenció Sancha, mascando las palabras con deliberada lentitud -. No vuelvas a hacer nada a mis espaldas, ni vuelvas a hacer truquitos de manos con anillos ni nada similar. Si la familia no se mantiene firme y unida, nos hundiremos.

Urraca agachó la cabeza contrita. Había perdido esa batalla, pero eso ya lo sabía desde hace muchos años.

– Sí, madre – respondió dócil y derrotada.

– Muy bien. Ahora vete a jugar con tus soldaditos y pásatelo bien – dijo Sancha III despachándola con un gesto de la mano y volviendo al Palacio.

Urraca suspiró, cuadró los hombros y compuso su cara de Reina Regente. Se dirigió hacia un pequeño estrado, donde esperaban los dos pilluelos y un reducido público de cortesanos y vasallos.

– Omero, Finin; habéis superado con éxito las pruebas que la Corona os ha impuesto. Os habéis enfrentado a la élite que la Guardia de la Reina puede ofrecer, y habéis salido victoriosos. Acercaos, pues, y abrazad vuestro destino.

Los dos pilluelos se pusieron muy serios y dieron un paso al frente, nerviosos. No les gustaba estar a la vista de tanta gente, al descubierto. Preferían los callejones y la sombra de las esquinas. Pero por la Reina Urraca, harían lo que fuera.

– Para sellar el juramento, sólo tenéis que poner en contacto vuestros anillos con la Puerta del Este y pronunciar las siguiente palabras “Fuerza antes que debilidad, vigilia antes que fracaso, Corona antes que vida”.

Ambos miraron a la enorme puerta construida aparentemente en medio de la nada. Medía decenas de metros y su sombra marcaba el paso del tiempo, inalterable y eterno.

– Es una pedazo de puerta, mi Reina – dijo Finin, preguntándose en secreto por qué no se podía rodear simplemente.

– ¡Y un honor! – se apresuró a decir Omero, dándole un codazo a su compañero.

– Iréis descubriendo poco a poco las propiedades mágicas de la Puerta. No todo es lo que parece. Y por lo que me han comentado los Eruditos de Skuchaín, esta Puerta podría tener propiedades ligeramente diferentes a la anterior. Informadme de cualquier cosa que descubráis.

– ¡Ojalá estuviese aquí Julia para vernos! De harapientos pilluelos de las calles a Porteros de su Honorable Majestad la Reina Urraca – dijo Finin con todo recargado mirando a Omero.

– Se habría reído de nosotros, diciendo que las puertas están para abrirlas, no vigilarlas – dijo Omero mirando de reojo a su reina.

Urraca recordó tiempos pasados. Tiempos felices, tiempos que su madre no podía mancillar. Era bueno recordarlos de vez en cuando: el camino que había elegido era cada vez más y más abrupto y cualquier bálsamo era poco para el pozo profundo de su alma. Volvió a guardar esos recuerdos en un espacio oculto y atesorado dentro de su ser y volvió a convertirse en la dictadora implacable que siempre había sido.

– Seguro que esa tal Julia se sentiría orgullosa. Ya no seréis mendigos y ladrones: yo os nombro, a partir de hoy, mis paladines, mis caballeros, Los Porteros de Calamburia. Sellad el pacto con vuestro juramento.

Serios de nuevo, caminaron hacia la puerta, cuya gigantesca sombra parecía engullirlos en la oscuridad. Se acercaron a la fría piedra del marco, labrado con diferentes escenas claves dentro de la historia de Calamburia. Ambos pilluelos se miraron fijamente, aunque habían tomado la decisión hace mucho tiempo: cualquier cosa era mejor que robar en las calles. Con firmeza, apoyaron los anillos contra la estructura y pronunciaron el juramento. Una luz verde emanó de la puerta, palpitó como un corazón y desapareció de golpe.

– ¡Vaya! ¡Me esperaba algo más espectacular! – dijo Finin

– ¿Te pensabas que tu fealdad se iba a solucionar pronunciando un juramento? – le pinchó Omero.

Se celebró una modesta fiesta de celebración, en la que los nuevos Porteros comieron de todas las viandas posibles como si lo fuesen a prohibir. Incluso se arriesgaron a invitar a bailar a la Reina, que para sorpresa de todos, aceptó con dignidad. Con la puesta de sol, la comitiva real se retiró por el camino, dejando solos a ambos Porteros frente al gigantesco portalón.

– Bueno. Pues ya está. Tenemos trabajo – dijo Omero, colocándose bien el uniforme y sujetando su bastón de combate.

– No voy a echar de menos correr por mi vida. Esto es bastante similar a pasar horas en la plaza esperando a que alguien se le caiga una moneda – contesto Finin, admirando la puesta de sol.

– ¡Já! Tu no vigilabas nada. Te quedabas dormitando mientras yo me mantenía al acecho, como un ágil halcón.

– ¡El halcón soy yo! Tú eres más bien paloma.

– ¿Paloma? ¡Y tú rata callejera!

– ¡Duende!

– ¡Salvaje!

Y mientras el sol se ponía, siguieron discutiendo. Era su pasatiempo favorito, intercambiar pullas y chanzas hasta quedarse dormidos. Pero ahora, tenían toda una existencia por delante para perfeccionarlo.


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