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EL SECRETO DE LOS DRUIDAS
Hay incontables lugares maravillosos en el Mundo Faérico. Dicen los forasteros que raramente lo visitan que cada uno de sus rincones es capaz de grabarse por siempre en tu alma. Los Jardines Irisados, con sus campos de lavanda y sus bosques de hongos gigantescos donde revolotean las jóvenes hadas; las extensas Praderas Añil, en las que los potrillos de unicornio pastan y corren en libertad bajo el cielo más azul; la exuberante frondosidad de la Jungla Esmeralda en que los niños faunos aprenden a refugiarse de las bestias salvajes en cualquier madriguera; las hermosas torres submarinas de la ciudad sumergida de Tealia, morada de las ondinas, en cuyos muros se adhieren las lapas y en cuyas grietas se refugian los cangrejos; el mar de dunas del Desierto Carmesí, hogar de los efreets, del que se cuenta que su paisaje muda con el capricho del viento; o las intrincadas y majestuosas galerías enanas que horadan la profundidad de los Montes de Acero conectando los dominios del mundo subterráneo. Cada maravilla presenta su particular encanto mágico; su singular belleza y sentido.
Pues bien, en lo profundo del Bosque Mágico, en el exacto epicentro de este exótico mundo, hay un monumento ancestral erigido en una era casi olvidada que resulta, al menos a simple vista, mucho menos espectacular. Este santuario megalítico, compuesto por enormes losas de piedra, apiladas sin aparentes señales de cincelado, se alza como testimonio de un pasado místico. Sus gigantescas planchas de pizarra, dispuestas para formar paredes y techo, delinean un refugio que parece ser el núcleo de convergencia de energías telúricas inmensurables. Algunas de las damas más ancianas afirman que fue elevado por las antiguas razas faéricas, en los tiempos en que los primeros pegasos dominaban el cielo y la tierra. Ahora, al igual que el recuerdo del Gran Imperio de Leofontes, era solo una reliquia olvidada.
Sin embargo, a pesar de que su apariencia era humilde y carecía de las comodidades de los Palacios de las grandes Damas Faéricas, el lugar irradiaba una solemnidad que lo distinguía como el hogar de los venerables druidas. El exterior del monumento, cubierto de musgo y liquen, era una clara señal de que el bosque había adoptado las antiguas planchas de pizarra, integrándolas en su seno. Este sitio, marcado por el tiempo y la naturaleza, se erigía como un punto de conexión profunda entre el reino terrenal y el espiritual, custodiado por aquellos que mejor entendían sus secretos ancestrales.
Los druidas, embajadores de Calamburia en un mundo extraño, protectores del correcto flujo de la magia entre los dos universos, eran reverenciados por los seres faéricos, pero también se mantenía con ellos una cierta distancia que parecía una inconfesable mezcla de respeto y temor. Öthyn, Druida Supremo, se encontraba sentado en su sillón con las rodillas cubiertas por una piel de oso. En su mano, tenía un cáliz vacío que intentaba apurar. Cayó una gota sobre su lengua y la tragó con avidez.
Öthyn era viejo incluso para la forma que tiene de contar el tiempo los seres del mundo faérico, sin embargo, su aspecto, lejos de la decadencia que parecería corresponder a un humano de su edad, era relativamente juvenil. Era ese un detalle que solía pasar desapercibido a los propios seres faéricos, pues su forma de contar la edad era algo distinta. Si bien cada raza tenía su propia esperanza de vida, casi todas solían vivir varios cientos de años.
Mientras trataba de obtener una última gota de su ya apurada copa, Öthyn, Druida Supremo, se acordó de Theodus. No de Theodus el archimago, aquel al que la historia recordaba mediante sus libros y las estatuas que poblaban la Torre Arcana o incluso el Palacio de Ámbar; se acordó del joven Theodus, el chico enclenque y decidido al que un día había conocido cuando llegó a su casa siglos atrás. Le recordaba tratando de convencer al padre de Öthyn —un humilde leñador sin cultura—, de que la marca que había aparecido en la sien de su retoño, y sus recientes habilidades para hablar con los animales o hacer crecer las plantas a asombrosa velocidad, no eran símbolo de ninguna maldición. Cuando oyó, por boca del carismático jóven Theodus que no era un “maldito” sino un mago y que marcharía a la recientemente fundada Torre Arcana de Skuchaín para ser educado como tal, su corazón infantil dio un vuelco. Por mucho que se esforzaba, no recordaba con claridad la cara de su padre más que como una mancha borrosa. Solo le venía a la cabeza su voz átona diciéndole a Theodus “Llévatelo. Y cuanto antes”. También recordaba la dulce cara de Defendra, la hermana pequeña de Theodus: una mujer dotada de un extraordinario poder para la magia y una inusitada belleza. Ella le recibió en la Torre con una sonrisa radiante y pronto se hicieron buenos amigos. Ahora, a pesar del tiempo transcurrido y de saber que llevaba tiempo muerta, Öthyn creía recordar que, por aquel entonces, la había amado.
El tiempo pasó y el joven Öthyn aprendió a dominar la magia. Se convirtió en la mano derecha del archimago, y posteriormente, fundó la casta Natura, un espacio seguro para los magos amantes de la naturaleza, aquellos que poseían el don de entender el entorno y ser uno con él. Entonces, a su mente errante de anciano, le asaltó un nuevo recuerdo: el del día en que descubrieron la traición de las hermanas de Theodus. Él estuvo en el tribunal y las tuvo que condenar, tal y como hizo el resto. Las pruebas eran irrefutables. Pena de muerte. Pero aquel estúpido idealista y megalómano en que se había convertido el archimago no tuvo agallas para cumplir con su deber. Theodus había devenido, poco a poco, en leyenda; o más bien la leyenda le había engullido. Ese fue el principio de su fin.
Öthyn se frotó la rodilla izquierda bajo la manta. Su cuerpo no era el de un anciano, pues su envejecimiento se había detenido misteriosamente en el esplendor de su adultez, pero los huesos le dolían como si tuvieran los años que en realidad tenían. Trató de apurar de nuevo la copa, de la que ya no cayó ni una sola gota. Tal como esa copa se sentía después de tantos siglos; después de sentir la muerte de todos y cada uno de los seres que alguna vez le habían importado: vacío.
—¡Relléname la copa, gusano harapiento! —gritó poseído por una ira repentina.
Drëgo, su aprendiz, asomó la cabeza y luego se acercó con sus sinuosos movimientos de lagartija.
—¿Dónde diablos estabas? Llevo mucho con la copa vacía. ¡Sírveme más sangre de pegaso! La rodilla me duele horrores y siento que mi barba empieza a encanecerse —añadió mesándose la barba.
—Maestro —trató de disculparse el aprendiz—, ya no nos queda más. Habéis consumido la última botella.
—¡Mentecato! —le gritó mientras levantaba contra él su báculo de Druida Supremo—. ¡Te dije que la racionaras!
—Drëgo lo ha intentado —dijo cubriéndose con las manos para evitar el golpe de su señor—, pero vuestra avidez ha terminado por acabar con todas las existencias de la bodega.
—¿Cómo te atreves? ¡Sanguijuela inmunda! —gritaba mientras le surtía unos cuantos bastonazos en la cabeza sin ni siquiera levantarse de la silla—. Seguro que te la has bebido tú. Eres codicioso y egoísta, y venderías a tu madre por conseguir lo que deseas.
—No, Drëgo no… Drëgo nunca… —se lamentaba el joven druida tratando de cubrirse la cabeza con las manos.
—Nunca debí haber intercedido por tí. Tendrías que haber acabado en la mina, como justo castigo por ser un tramposo y un embustero retorcido.
Drëgo se mantuvo en el suelo hecho un ovillo tembloroso.
—El maestro sabía la naturaleza de Drëgo antes de salvarle —se excusó el aprendiz—. Drëgo no es perfecto, pero es bueno invocando portales, Drëgo obedece a su maestro.
El Druida Supremo se detuvo, miró largamente a su discípulo y luego a su copa vacía.
—Me das pena, sucia y patética rata —dijo Öthyn poniéndose en pie—. Y yo también siento pena de mí mismo.
Comenzó a andar hacia el centro de la estancia.
—La sangre de pegaso se ha acabado, ¿y qué? —lanzó restándole importancia—. Es cierto que es la quintaesencia de la energía mágica, y que tiene un buen sabor, pero no la necesito. Me basta y me sobro con la energía arcana que fluye por los canales mágicos. Este mundo es, en sí mismo, todo un festín para nosotros —dijo destapando un tubo metálico que salía del suelo. Al hacerlo, un halo plateado salió como si fuera un humo brillante.
—Sí, maestro, somos los guardianes del flujo de la magia, de los canales que unen el mundo fáerico y Calamburia —dijo Drëgo dibujando de repente en su rostro una sonrisa de avidez—. ¿Quién iba a sospechar de nosotros?
—Exacto, mi joven y retorcido aprendiz —dijo el Druida Supremo mientras inspiraba profundamente el resplandeciente humo plateado—. Oh, mira, una sabrosísima bocanada de pura magia proveniente de la mismísima forja arcana. Parece que esa Elga está cocinando algo riquísimo.
Destapó otro tubo, este era una enorme caña de bambú cubierto por un corcho. Brotó de la cavidad un humo verdoso y brillante. Se acercó e hizo una inhalación profunda.
—Me encata… el aroma mágico de la Jungla Esmeralda es de mis favoritos. Con esa presencia de fuertes taninos faéricos y ese retrogusto a oscuridad.
Drëgo se acercó con avidez al tubo, tratando de disfrutar también de aquel secreto y prohibido manjar.
—¡Quita, sanguijuela! —dijo apartándole de un violento empellón—. No sabrías apreciar esto ni en cien años. Además, acabarías enganchado. Antes que tú, hubo un aprendiz, se llamaba Gülo, una noche se escabulló para robar magia de los canales faéricos. Y me lo encontré muerto a la mañana siguiente.
Drëgo dio un paso atrás, más que asustado, parecía fascinado por la historia.
—Es necesario aprender a gozar de esta maravilla sin abusar —expuso didáctico el Druida Supremo—. Por muy magos que seamos, si nos expusiéramos a todos los canales mágicos a la vez, seríamos arrastrados y triturados por ellos. Sin embargo, un poco de energía mágica extra… no hace daño a nadie. Nos mantiene fuertes, sanos y… poderosos. Y como tú decías antes, ¿quién lo va a notar? Al fin y al cabo, he dado mi vida entera para garantizar el fluir de la magia entre los dos mundos. He renunciado a mucho, ¿sabes? A ser archimago, a una vida de lujos y oropeles, incluso al amor… sí, mi querido amigo, me merezco un poco de esto.
—Maestro, ¿y este tubo blanco y reluciente? —preguntó Drëgo con curiosidad señalando el que tenía un tapón de plata—. Raramente os veo acercaros a él.
—¿Este? Es mi mayor obra, conecta directamente con la mismísima Aguja de Nácar. Pero hay que tener mucho cuidado con él. Es el canal principal, la médula espinal que vincula el Mundo Faérico y la Torre de Skuchaín. Ni siquiera debe retirarse por completo el tapón, su energía mágica es demasiado pura. Sin embargo, en pequeñas dosis, es sin duda el mejor bocado de todos. Así que lo guardo solo para ocasiones especiales.
El Druida Supremo retiró solo en parte el tapón de plata, salió de él un humo blanco que parecía hecho de pura luz. Öthyn inspiró comedidamente.
—¡Que pureza, que intensidad! —dijo como si degustara la mismísima esencia de la divinidad—. Siento cómo me arrolla un remolino de sensaciones, como crece mi poder y rejuvenece mi piel… y eso solo con degustar una ínfima parte.
—¿Y por qué conformarse con una parte, maestro? —dijo Drëgo esbozando una sonrisa en la que sus dientes blancos se mostraron en todo su esplendor.
—No seas estúpido, Drëgo —comenzó a explicar Öthyn mientras disfrutaba de un embriagador trago aéreo de la magia más pura—. Ya te he dicho que la clave de todo es la mesura y la…Tan absorto se encontraba el sabio y venerable druida en su satisfacción que no percibió cómo Drëgo golpeaba el tubo haciendo saltar por los aires el tapón de plata. Al caer al suelo, hizo un ruido metálico y rodó un tiempo. El suficiente como para que todo sucediera. Öthyn sintió cómo la magia entraba en sus pulmones, en sus ojos y en su piel, al principio como una corriente, después como una ola. Trató de retirar la cabeza, pero Drëgo se la había cogido con fuerza y le retenía frente al tubo. Con su fuerza de hombre joven forzó al anciano a introducir la cara entera en el hermoso tubo nacarado. Öthyn sintió cómo la ola se convertía en un tsunami y luego en un volcán y un tornado y un incendio de mil lenguas de fuego que le quemaba de placer y le hacía sentir todo a la vez en todo su cuerpo y en toda su alma. Recordó los ojos ávidos de Theodus y la dulce sonrisa de Defendra mientras su cuerpo, rebosante de pura energía mágica, emitía un resplandor similar a la explosión lumínica de una estrella y caía inerte al suelo. Repleto de magia, colmado; ya nunca más vacío.
Drëgo sonrió ampliamente consciente de que ahora ya no era el esclavo de nadie, sino su propio amo, y de que se le abría todo un mundo de posibilidades mágicas por delante. En adelante ya no volvería a ser un gusano inmundo; sería Druida Supremo o, ¿quien sabe?, si era capaz de jugar bien sus cartas y podía almacenar suficiente poder de los canales mágicos antes de que la Torre o la Dama Blanca se percataran de su crimen. ¿Por qué no, Arcano Supremo?