177 – EL SECRETO DE LOS DRUIDAS

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EL SECRETO DE LOS DRUIDAS

Hay incontables lugares maravillosos en el Mundo Faérico. Dicen los forasteros que raramente lo visitan que cada uno de sus rincones es capaz de grabarse por siempre en tu alma. Los Jardines Irisados, con sus campos de lavanda y sus bosques de hongos gigantescos donde revolotean las jóvenes hadas; las extensas Praderas Añil, en las que los potrillos de unicornio pastan y corren en libertad bajo el cielo más azul; la exuberante frondosidad de la Jungla Esmeralda en que los niños faunos aprenden a refugiarse de las bestias salvajes en cualquier madriguera; las hermosas torres submarinas de la ciudad sumergida de Tealia, morada de las ondinas, en cuyos muros se adhieren las lapas y en cuyas grietas se refugian los cangrejos; el mar de dunas del Desierto Carmesí, hogar de los efreets, del que se cuenta que su paisaje muda con el capricho del viento; o las intrincadas y majestuosas galerías enanas que horadan la profundidad de los Montes de Acero conectando los dominios del mundo subterráneo. Cada maravilla presenta su particular encanto mágico; su singular belleza y sentido.

Pues bien, en lo profundo del Bosque Mágico, en el exacto epicentro de este exótico mundo, hay un monumento ancestral erigido en una era casi olvidada que resulta, al menos a simple vista, mucho menos espectacular. Este santuario megalítico, compuesto por enormes losas de piedra, apiladas sin aparentes señales de cincelado, se alza como testimonio de un pasado místico. Sus gigantescas  planchas de pizarra, dispuestas para formar paredes y techo, delinean un refugio que parece ser el núcleo de convergencia de energías telúricas inmensurables. Algunas de las damas más ancianas afirman que fue elevado por las antiguas razas faéricas, en los tiempos en que los primeros pegasos dominaban el cielo y la tierra. Ahora, al igual que el recuerdo del Gran Imperio de Leofontes, era solo una reliquia olvidada.

Sin embargo, a pesar de que su apariencia era humilde y carecía de las comodidades de los Palacios de las grandes Damas Faéricas, el lugar irradiaba una solemnidad que lo distinguía como el hogar de los venerables druidas. El exterior del monumento, cubierto de musgo y liquen, era una clara señal de que el bosque había adoptado las antiguas planchas de pizarra, integrándolas en su seno. Este sitio, marcado por el tiempo y la naturaleza, se erigía como un punto de conexión profunda entre el reino terrenal y el espiritual, custodiado por aquellos que mejor entendían sus secretos ancestrales.

Los druidas, embajadores de Calamburia en un mundo extraño, protectores del correcto flujo de la magia entre los dos universos, eran reverenciados por los seres faéricos, pero también se mantenía con ellos una cierta distancia que parecía una inconfesable mezcla de respeto y temor. Öthyn, Druida Supremo, se encontraba sentado en su sillón con las rodillas cubiertas por una piel de oso. En su mano, tenía un cáliz vacío que intentaba apurar. Cayó una gota sobre su lengua y la tragó con avidez.

Öthyn era viejo incluso para la forma que tiene de contar el tiempo los seres del mundo faérico, sin embargo, su aspecto, lejos de la decadencia que parecería corresponder a un humano de su edad, era relativamente juvenil. Era ese un detalle que solía pasar desapercibido a los propios seres faéricos, pues su forma de contar la edad era algo distinta. Si bien cada raza tenía su propia esperanza de vida, casi todas solían vivir varios cientos de años.

Mientras trataba de obtener una última gota de su ya apurada copa, Öthyn, Druida Supremo, se acordó de Theodus. No de Theodus el archimago, aquel al que la historia recordaba mediante sus libros y las estatuas que poblaban la Torre Arcana o incluso el Palacio de Ámbar; se acordó del joven Theodus, el chico enclenque y decidido al que un día había conocido cuando llegó a su casa siglos atrás. Le recordaba tratando de convencer al padre de Öthyn —un humilde leñador sin cultura—, de que la marca que había aparecido en la sien de su retoño, y sus recientes habilidades para hablar con los animales o hacer crecer las plantas a asombrosa velocidad, no eran símbolo de ninguna maldición. Cuando oyó, por boca del carismático jóven Theodus que no era un “maldito” sino un mago y que marcharía a la recientemente fundada Torre Arcana de Skuchaín para ser educado como tal, su corazón infantil dio un vuelco. Por mucho que se esforzaba, no recordaba con claridad la cara de su padre más que como una mancha borrosa. Solo le venía a la cabeza su voz átona diciéndole a Theodus “Llévatelo. Y cuanto antes”. También recordaba la dulce cara de Defendra, la hermana pequeña de Theodus: una mujer dotada de un extraordinario poder para la magia y una inusitada belleza. Ella le recibió en la Torre con una sonrisa radiante y pronto se hicieron buenos amigos. Ahora, a pesar del tiempo transcurrido y de saber que llevaba tiempo muerta, Öthyn creía recordar que, por aquel entonces, la había amado. 

El tiempo pasó y el joven Öthyn aprendió a dominar la magia. Se convirtió en la mano derecha del archimago, y posteriormente, fundó la casta Natura, un espacio seguro para los magos amantes de la naturaleza, aquellos que poseían el don de entender el entorno y ser uno con él. Entonces, a su mente errante de anciano, le asaltó un nuevo recuerdo: el del día en que descubrieron la traición de las hermanas de Theodus. Él estuvo en el tribunal y las tuvo que condenar, tal y como hizo el resto. Las pruebas eran irrefutables. Pena de muerte. Pero aquel estúpido idealista y megalómano en que se había convertido el archimago no tuvo agallas para cumplir con su deber. Theodus había devenido, poco a poco, en leyenda; o más bien la leyenda le había engullido. Ese fue el principio de su fin.

Öthyn se frotó la rodilla izquierda bajo la manta. Su cuerpo no era el de un anciano, pues su envejecimiento se había detenido misteriosamente en el esplendor de su adultez, pero los huesos le dolían como si tuvieran los años que en realidad tenían. Trató de apurar de nuevo la copa, de la que ya no cayó ni una sola gota. Tal como esa copa se sentía después de tantos siglos; después de sentir la muerte de todos y cada uno de los seres que alguna vez le habían importado: vacío. 

—¡Relléname la copa, gusano harapiento! —gritó poseído por una ira repentina.

Drëgo, su aprendiz, asomó la cabeza y luego se acercó con sus sinuosos movimientos de lagartija.

—¿Dónde diablos estabas? Llevo mucho con la copa vacía. ¡Sírveme más sangre de pegaso! La rodilla me duele horrores y siento que mi barba empieza a encanecerse —añadió mesándose la barba.

—Maestro —trató de disculparse el aprendiz—, ya no nos queda más. Habéis consumido la última botella.

—¡Mentecato! —le gritó mientras levantaba contra él su báculo de Druida Supremo—. ¡Te dije que la racionaras!

—Drëgo lo ha intentado —dijo cubriéndose con las manos para evitar el golpe de su señor—, pero vuestra avidez ha terminado por acabar con todas las existencias de la bodega.

—¿Cómo te atreves? ¡Sanguijuela inmunda! —gritaba mientras le surtía unos cuantos bastonazos en la cabeza sin ni siquiera levantarse de la silla—. Seguro que te la has bebido tú. Eres codicioso y egoísta, y venderías a tu madre por conseguir lo que deseas.

—No, Drëgo no… Drëgo nunca… —se lamentaba el joven druida tratando de cubrirse la cabeza con las manos.

—Nunca debí haber intercedido por tí. Tendrías que haber acabado en la mina, como justo castigo por ser un tramposo y un embustero retorcido.

Drëgo se mantuvo en el suelo hecho un ovillo tembloroso.

—El maestro sabía la naturaleza de Drëgo antes de salvarle —se excusó el aprendiz—. Drëgo no es perfecto, pero es bueno invocando portales, Drëgo obedece a su maestro.

El Druida Supremo se detuvo, miró largamente a su discípulo y luego a su copa vacía.

—Me das pena, sucia y patética rata —dijo Öthyn poniéndose en pie—. Y yo también siento pena de mí mismo.

Comenzó a andar hacia el centro de la estancia.

—La sangre de pegaso se ha acabado, ¿y qué? —lanzó restándole importancia—. Es cierto que es la quintaesencia de la energía mágica, y que tiene un buen sabor, pero no la necesito. Me basta y me sobro con la energía arcana que fluye por los canales mágicos. Este mundo es, en sí mismo, todo un festín para nosotros —dijo destapando un tubo metálico que salía del suelo. Al hacerlo, un halo plateado salió como si fuera un humo brillante.

—Sí, maestro, somos los guardianes del flujo de la magia, de los canales que unen el mundo fáerico y Calamburia —dijo Drëgo dibujando de repente en su rostro una sonrisa de avidez—. ¿Quién iba a sospechar de nosotros?

—Exacto, mi joven y retorcido aprendiz —dijo el Druida Supremo mientras inspiraba profundamente el resplandeciente humo plateado—. Oh, mira, una sabrosísima bocanada de pura magia proveniente de la mismísima forja arcana. Parece que esa Elga está cocinando algo riquísimo.

Destapó otro tubo, este era una enorme caña de bambú cubierto por un corcho. Brotó de la cavidad un humo verdoso y brillante. Se acercó e hizo una inhalación profunda.

—Me encata… el aroma mágico de la Jungla Esmeralda es de mis favoritos. Con esa presencia de fuertes taninos faéricos y ese retrogusto a oscuridad.

Drëgo se acercó con avidez al tubo, tratando de disfrutar también de aquel secreto y prohibido manjar.

—¡Quita, sanguijuela! —dijo apartándole de un violento empellón—. No sabrías apreciar esto ni en cien años. Además, acabarías enganchado. Antes que tú, hubo un aprendiz, se llamaba Gülo, una noche se escabulló para robar magia de los canales faéricos. Y me lo encontré muerto a la mañana siguiente.

Drëgo dio un paso atrás, más que asustado, parecía fascinado por la historia.

—Es necesario aprender a gozar de esta maravilla sin abusar —expuso didáctico el Druida Supremo—. Por muy magos que seamos, si nos expusiéramos a todos los canales mágicos a la vez, seríamos arrastrados y triturados por ellos. Sin embargo, un poco de energía mágica extra… no hace daño a nadie. Nos mantiene fuertes, sanos y… poderosos. Y como tú decías antes, ¿quién lo va a notar? Al fin y al cabo, he dado mi vida entera para garantizar el fluir de la magia entre los dos mundos. He renunciado a mucho, ¿sabes? A ser archimago, a una vida de lujos y oropeles, incluso al amor… sí, mi querido amigo, me merezco un poco de esto. 

—Maestro, ¿y este tubo blanco y reluciente? —preguntó Drëgo con curiosidad señalando el que tenía un tapón de plata—. Raramente os veo acercaros a él.

—¿Este? Es mi mayor obra, conecta directamente con la mismísima Aguja de Nácar. Pero hay que tener mucho cuidado con él. Es el canal principal, la médula espinal que vincula el Mundo Faérico y la Torre de Skuchaín. Ni siquiera debe retirarse por completo el tapón, su energía mágica es demasiado pura. Sin embargo, en pequeñas dosis, es sin duda el mejor bocado de todos. Así que lo guardo solo para ocasiones especiales. 

El Druida Supremo retiró solo en parte el tapón de plata, salió de él un humo blanco que parecía hecho de pura luz. Öthyn inspiró comedidamente.

—¡Que pureza, que intensidad! —dijo como si degustara la mismísima esencia de la divinidad—. Siento cómo me arrolla un remolino de sensaciones, como crece mi poder y rejuvenece mi piel… y eso solo con degustar una ínfima parte.

—¿Y por qué conformarse con una parte, maestro? —dijo Drëgo esbozando una sonrisa en la que sus dientes blancos se mostraron en todo su esplendor.

—No seas estúpido, Drëgo —comenzó a explicar Öthyn mientras disfrutaba de un embriagador trago aéreo de la magia más pura—. Ya te he dicho que la clave de todo es la mesura y la…Tan absorto se encontraba el sabio y venerable druida en su satisfacción que no percibió cómo Drëgo golpeaba el tubo haciendo saltar por los aires el tapón de plata. Al caer al suelo, hizo un ruido metálico y rodó un tiempo. El suficiente como para que todo sucediera. Öthyn sintió cómo la magia entraba en sus pulmones, en sus ojos y en su piel, al principio como una corriente, después como una ola. Trató de retirar la cabeza, pero Drëgo se la había cogido con fuerza y le retenía frente al tubo. Con su fuerza de hombre joven forzó al anciano a introducir la cara entera en el hermoso tubo nacarado. Öthyn sintió cómo la ola se convertía en un tsunami y luego en un volcán y un tornado y un incendio de mil lenguas de fuego que le quemaba de placer y le hacía sentir todo a la vez en todo su cuerpo y en toda su alma. Recordó los ojos ávidos de Theodus y la dulce sonrisa de Defendra mientras su cuerpo, rebosante de pura energía mágica, emitía un resplandor similar a la explosión lumínica de una estrella y caía inerte al suelo. Repleto de magia, colmado;  ya nunca más vacío.

Drëgo sonrió ampliamente consciente de que ahora ya no era el esclavo de nadie, sino su propio amo, y de que se le abría todo un mundo de posibilidades mágicas por delante. En adelante ya no volvería a ser un gusano inmundo; sería Druida Supremo o, ¿quien sabe?, si era capaz de jugar bien sus cartas y podía almacenar suficiente poder de los canales mágicos antes de que la Torre o la Dama Blanca se percataran de su crimen. ¿Por qué no, Arcano Supremo?

176 – ESPEJISMOS DEL ABISMO II

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ESPEJISMOS DEL ABISMO II

Al despuntar el día, la Dama Turquesa reunió a su pueblo para anunciar su decisión de abdicar, invitando a todas las ondinas a la ceremonia de coronación de quien la sucedería. Los actos tendrían lugar a la mañana siguiente. Mientras tanto, Heleas y Airlia se dirigieron al portal que custodiaban conjuntamente, una tarea que Heleas había extrañado profundamente durante su tiempo en la Aguja de Nácar. Airlia le contó que había tenido problemas para estabilizarlo en su ausencia: un inusual número de peces habían intentado atravesar hacia el mundo mágico y ella había tenido dificultades para mantener el portal estable.

—Algo sucede en Aurantaquía —concluyó Heleas, pensando en Trai y las palabras que había compartido con él—. Si el Mundo Faérico está tranquilo, entonces el origen de nuestros problemas debe estar en Calamburiano.

—Coincido contigo pero, ¿qué podemos hacer? No podemos abandonar el portal. Después de la ceremonia analizaremos nuestras opciones.

Tras una revisión exhaustiva y completar los rituales de protección necesarios, los dos volvieron a Tealia a preparar la ceremonia de elección de la nueva dama. La ciudad fue adornada con corales, anémonas y posidonias, un escenario digno de una ceremonía tan significativa para la sociedad ondina. Todo estaba listo; al alba comenzarían los rituales que marcarían el comienzo de una nueva era bajo la guía de la sucesora de la Dama Turquesa.

La tranquilidad de la noche se vio abruptamente interrumpida por un estruendo que sacudió el silencio, despertando a las ondinas de su reposo. Alarmadas, pudieron distinguir a lo lejos un intenso brillo que rasgaba la oscuridad. Sin dudarlo, los guardianes del portal y la Dama Turquesa corrieron hacia la figura. Al llegar se encontraron con la joven Azurina enfrentándose a una imponente tritona que generaba incontables remolinos.

—¡No puede ser! —exclamó Airlia con los ojos abiertos por la incredulidad al distinguir la figura de Anfítrite, la Bruja del Mar.

—¡El problema era de Aurantaquía! ¿Qué le has hecho a los tritones? —preguntó Heleas, su voz cargada de acusación y sorpresa.

—Yo no he hecho nada —apostilló Anfítrite con una malévola sonrisa—. Aunque mi querido padre ya no nada entre nosotros. Sus propios súbditos han terminado con su vida. Y quién va a sucederle, ¿mi hermano? No, Itaqua no reinará.  Y parece ser que la pequeña Azurina tampoco lo hará aquí.

Azurina miró a Anfítrite con el corazón desbocado. Las palabras de la Bruja del Mar resonaban en su mente, revelando secretos y verdades no dichas. Anfítrite, observando la sorpresa en el rostro de Azurina, continuó:

—He visto el potencial en ti, niña. Tu habilidad para crear ilusiones supera con creces lo que cualquiera en Tealia podría imaginar. No comprendo cómo nadie ha apostado por ti, en lugar de esos guardianes de la Fosa Abisal. Tu madre, me temo, nunca tuvo la intención de nombrarte dama. ¿Acaso piensa que esa guerrera puede superar a su propia descendencia? —su mirada se clavó en Airlia con desdén— Tanto tú como yo, pequeña y dulce ondina, hemos sido traicionadas por nuestra sangre, pero juntas reclamaremos el lugar que nos pertenece por derecho.

Azurina, con el rostro encendido por la ira y la frustración y asombrada por las palabras de  Anfítrite, se volvió hacia su madre.

—¡Sabía que no confiabas en mí!» —exclamó, su voz temblorosa pero llena de una determinación feroz.— Por eso nunca te demostré lo lejos que he llegado con mis ilusiones. He avanzado, madre, mucho más de lo que imaginas. Anfítrite… ella sí ha visto mi potencial, me ha visto de verdad.

El encuentro se cargó de tensión, con el destino de Aurantaquía, Tealia y el Mundo Faérico pendiendo de un hilo. La batalla por la verdad y el futuro de sus reinos acababa de comenzar.

—¡Los tritones jamás te permitirán volver! —exclamó Airlia, su voz resonando con firmeza en el silencio que siguió a la declaración de Anfítrite.

—Es que no se podrán negar, querida mía. No después de tener a las ondinas y sus valiosos poderes bajo nuestro control —declaró la bruja—. Los tritones son unas criaturas simples que nunca sospechan nada. Viven su vida en las profundidades, ajenos a las maquinaciones de la superficie. Incluso Aquilea, que es la única con algo de cabeza, está bajo mi poder en un sitio del que no podrá escapar. Y tú, guerrera de la fosa, cuando la joven ondina y yo seamos las señoras de Tealia, usarás tu mágica habilidad para influir en los demás y convencerles de que somos vuestras verdaderas líderes. 

En un instante de pura malevolencia, Anfítrite se empezó a transformar en una gigante medusa negra; su silueta humana se distorsionó en una danza macabra de sombras y luz bajo el agua. Su piel, antes lisa y resplandeciente, se oscureció y adquirió la textura rugosa de las criaturas abisales, mientras que de su cabeza brotaron tentáculos serpenteantes, sustituyendo su cabello rubio por una maraña viva de apéndices venenosos. Sus ojos se iluminaron con un brillo siniestro y su  sonrisa que deformaba su rostro reveló una hilera de dientes afilados, listos para liberar su toxina mortal.


Mientras la bruja completaba su transformación, Azurina liberó su potencial oculto. Impulsada por un torbellino de emociones, comenzó a tejer su magia en el agua creando espejismos que los sumieron en una profundidad aún más oscura. El agua, normalmente transparente y llena de vida, se convirtió en un escenario de sombras fluctuantes y luces engañosas, donde la realidad y la ilusión se entrelazaban indistinguiblemente.

En ese momento crítico, Heleas comenzó a mover sus manos en un gesto que Marilia, la Dama Turquesa, reconoció de inmediato. Iba a utilizar su habilidad para alterar el flujo del tiempo, retrocediendo unos segundos, con el fin de atraer la atención de Anfítrite hacia él y alejándola de sus compañeras . Airlia observó también a su compañero y fue consciente de los riesgos que implicaba tal acción. Si lograba su cometido, no solo desviaría el peligro inmediato, sino que también les daría una oportunidad para contraatacar y, quizás, cambiar el curso del conflicto que se cernía sobre ellas.

En el momento en que Heleas comenzó a mover sus manos, el agua  empezó a fluir de manera inusual, como si corrientes invisibles estuviesen tejiendo el espacio. Las burbujas se suspendieron flotando sin dirección y los destellos de luz bajo el agua se distorsionaron, creando un efecto visual que simulaba el retroceso de un río en el tiempo. Era como si el océano mismo respirase hacia atrás, llevando a todos los presentes a un momento previo, justo antes de que la confrontación escalase.

—¡El problema era de Aurantaquía! ¿Qué le has hecho a los tritones? —exclamó por segunda vez Heleas, que había logrado retroceder en el tiempo.

En ese momento de confusión, las ondinas se movilizaron rápidamente para sacar provecho de la situación. Airlia, consciente de la importancia de mantener a Azurina alejada de cualquier acción que pudiera desestabilizar aún más la delicada línea temporal recreada, se concentró profundamente en la joven ondina. Con una delicadeza y precisión mágica, empezó a entretejer los pensamientos y emociones de Azurina, buscando guiarla hacia un espacio mental seguro y pacífico.

Visualizó un lugar feliz en la mente de la joven, uno lleno de recuerdos y sensaciones de alegría pura. Imaginó las aguas cristalinas de Tealia en un día calmado, donde jugaba entre los corales y los hipocampos danzaban a su alrededor, cada uno emitiendo brillantes destellos de colores al moverse.

Este paisaje mental, creado con el único propósito de apaciguar y proteger a Azurina, funcionó como un ancla, manteniéndola inmóvil y serena, lejos de la tentación de intervenir. La habilidad de Airlia para navegar y moldear los pensamientos de Azurina reveló no solo su profundo conocimiento de la joven ondina sino también el poder de su propia magia, capaz de brindar calma incluso en medio del caos.

Mientras tanto, Marilia, con la fuerza menguante debido a su constante uso del poder de la ilusión, se enfrentaba a Anfítrite con todas sus energías. Intentó envolver a la bruja en una enorme burbuja, una ilusión de gran alcance que esperaba que fuera la distracción que les diera ventaja. Sin embargo, la fortaleza de la tritona era inmensa, y cuando comenzó a sacudir sus tentáculos, rompiendo las ataduras de la ilusión, quedó claro que la lucha estaba lejos de terminar.

La bruja parecía anticipar cada movimiento de las ondinas. Con la rapidez de un rayo y la precisión de un cazador, Anfítrite giró sobre sí misma, desplegando sus tentáculos en un arco amenazante y peligroso.

Azurina aún se encontraba en este espacio mental: estaba recogiendo conchas en la suave arena del fondo, cada una conteniendo ecos de risas y momentos de felicidad compartidos con su madre. Creaba patrones luminosos que bailaban sobre su piel para esconderse y que no la encontraran. En la ensoñación, su madre que hacía como que no sabía donde estaba,  siempre acababa encontrándola para envolverla en un abrazo cálido y reconfortante. Justo en ese momento, en el arropo del abrazo de una madre, notó cómo el agua de su alrededor empezó a vibrar de forma descontrolada. El agua de la ilusión se estaba desvaneciendo; algo se acercaba a gran velocidad. Era un enorme tentáculo que golpeó a la ondina rompiendo la ilusión que había depositado Airlia en su mente. La medusa, removiendose en mitad de su ataque ejecutó un movimiento brusco y violento, que alcanzó a Azurina, envolviéndola en un abrazo letal. La fuerza del golpe lanzó a la joven ondina hacia atrás, mientras el veneno comenzaba a infiltrarse en su cuerpo, atacándolo con una rapidez devastadora.

A su alrededor, el agua se tiñó de un tono oscuro, una manifestación visible de la ponzoña que ahora corría por sus venas. Los intentos de Airlia y los demás por llegar a tiempo se vieron frustrados por la velocidad del veneno, que actuaba más rápido de lo que cualquiera podría haber anticipado. A pesar de sus poderes y sus intentos de salvarla, se encontraron impotentes ante la agresividad del ataque.

La desesperación se apoderó del grupo mientras se reunían alrededor de Azurina, intentando en vano contrarrestar los efectos del veneno. Anfítrite aprovechó el tumulto y la distracción que su ataque había causado y logró escapar, dejando tras de sí una profunda herida emocional en el corazón de Tealia.

La pérdida de Azurina, una joven llena de vida y promesa, se convirtió en un recordatorio sombrío de la crueldad de Anfítrite y la vulnerabilidad de Tealia ante las fuerzas oscuras que buscaban su destrucción.  Con los corazones destrozados por la pérdida, las ondinas regresaron a la ciudad en silencio. Habían fracasado. No solo no habían detenido a la Bruja del Mar sino que habían perdido a su pequeña.

La ciudad, que horas antes se preparaba para celebrar un acontecimiento de alegría y traspaso de poder, se encontraba ahora sumida en el luto. Anfítrite había logrado no solo cobrarse la vida de una de las suyas, sino también envenenar el espíritu de toda la comunidad. Las decoraciones, antes símbolos de esperanza y renovación, fueron retiradas una a una, dejando a Tealia envuelta en la sombra del duelo. La pérdida de Azurina se convirtió en un recordatorio doloroso de la amenaza que aún acechaba en las profundidades y la superficie, uniendo a todos en un silencioso voto de venganza y justicia.

La coronación de la nueva Dama Turquesa se llevó a cabo bajo circunstancias excepcionales, marcadas por una solemnidad y un luto que envolvían cada aspecto del ritual. La ceremonia, aunque ejecutada con la precisión y el decoro que la tradición demandaba, estuvo impregnada de un silencio profundo, apenas roto por las necesarias palabras del protocolo. Airlia superó cada una de las pruebas que la harían merecedora del título pero, esta vez, no hubo espacio para las risas o las celebraciones habituales; el dolor por la pérdida reciente de Azurina y la amenaza aún latente sobre la ciudad eclipsaron cualquier atisbo de júbilo.

Tealia, que solía vibrar con la alegría de sus habitantes y la belleza de sus corales, ahora estaba de luto. La ausencia de color y música, elementos tan característicos de las celebraciones ondinas, reflejaba el estado de duelo que había capturado el corazón de cada habitante.

La partida de Marilia, la Anciana Turquesa, hacia el círculo de las Damas Faéricas, fue un momento de especial tristeza. Aunque era una transición prevista y parte del ciclo natural de liderazgo en el reino submarino, el contexto en el que se produjo llenó el momento de una melancolía aún más profunda. La comunidad no solo se despedía de su líder y protectora, sino que también enfrentaba la incertidumbre de su futuro en medio de una amenaza que había demostrado ser capaz de tocarlos en lo más profundo de su ser.

La nueva Dama Turquesa asumió su cargo no con el estruendo de las celebraciones, sino con el peso de la responsabilidad que la crisis reciente había impuesto sobre sus hombros. No había conseguido salvar a la pequeña ondina en el ataque de Anfítrite. ¿Sería capaz de proteger a su pueblo de las próximas amenazas? Su primera tarea no sería liderar en tiempos de paz y prosperidad, sino navegar las turbulentas aguas de la reconstrucción y la venganza, buscando justicia para Azurina y seguridad para Tealia. En este contexto de dolor y determinación, Tealia comenzaba a cerrar una página de su historia, preparándose para enfrentar lo que el destino le deparará bajo la guía de su nueva líder.

175 – ESPEJISMOS DEL ABISMO I

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ESPEJISMOS DEL ABISMO I

En las profundidades del Reino Faérico, oculta bajo el velo azul cobalto del océano, yace Tealia, la ciudad sumergida de las Ondinas. Tras un periodo de inesperada y feroz tormenta, donde el mismo mar parecía rebelarse contra su naturaleza, la calma había vuelto a reinar. Durante este tiempo oscuro, las aguas se ennegrecieron con presagios de desastre, los hipocampos galopaban errantes, impulsados por un miedo ancestral, y la Fosa  Abisal, el portal que separa las aguas de Calamburia de las del Reino Faérico, temblaba como si estuviera a punto de desmoronarse. Los habitantes de Tealia, acostumbrados a la armonía de las corrientes y al susurro pacífico del oleaje, se encontraron sumidos en una batalla contra una perturbación invisible y, hasta ahora, invencible.

Sin embargo, tan súbito como el inicio de su tormento, la serenidad retornó. Las aguas recobraron su claridad, tintineando con matices turquesa y destellos de coral, como si todo el océano se regocijara bajo un hechizo de tranquilidad. Los hipocampos, símbolos vivientes de la elegancia y gracia ondina, volvieron a danzar entre los rayos de luz que se filtraban desde la superficie, y el portal, una vez más, se erigía inmutable, guardián entre los mundos.

Tealia, la gema escondida bajo las olas, resplandecía más fuerte que nunca. Sus estructuras, construidas con la magia de los antiguos, reflejaban la luz en un espectáculo de brillantez que competía con el mismísimo sol. Sus calles y plazas, adornadas con corales luminiscentes y algas danzantes, retomaban el pulso de la vida diaria, celebrando el fin del caos como si de un renacimiento se tratara.

Sin embargo, la tranquilidad en Tealia llevaba consigo una sombra de duda. La repentina paz, aunque bienvenida, era un enigma. ¿Qué había desatado tal furia en los dominios del mar, y más aún, qué la había apaciguado con igual rapidez? Las miradas se volvían inquietas hacia la Fosa Abisal. Allí, donde las aguas de ambos reinos se mezclan en un eterno abrazo, había comenzado la perturbación de las corrientes, un misterio que agitaba los pensamientos de los más sabios.

Este retorno a la calma no era visto como el final de la historia, sino como el principio de una búsqueda de respuestas. ¿Qué secretos escondía ese repentino e incesante ajetreo de las aguas a través del abismo que conectaba con el mundo de los tritones? ¿Era acaso un presagio de algo más oscuro aún por revelar? ¿La tortura había acabado?

En el corazón de Tealia, Marilia, La Dama Turquesa, soberana de las aguas y protectora de la ciudad sumergida,  convocó  a sus más fieles consejeros a un cónclave urgente. La memoria de oscuros tiempos pasados aún nublaba su juicio y la reciente e inquietante paz no hacía más que avivar sus temores de una amenaza latente.

Entre los presentes, Airlia destacaba por su rol crucial: tenía la tarea de supervisar la fosa abisal, un punto crítico para la seguridad de Tealia. Sin embargo, Heleas, quien usualmente compartía esta responsabilidad con ella, no pudo unirse a la convocatoria. Se encontraba aún en la Aguja de Nácar cumpliendo con su deber de proteger a la Dama Blanca y a su joven vástago. Esta ausencia dejaba a Airlia sola frente a la tarea de salvaguardar uno de los lugares más importantes y peligrosos del reino, lo que subrayaba la importancia de su misión y el peso que recaía sobre sus hombros.

—Debemos permanecer alerta, esto no ha acabado —anunció la Dama Turquesa con voz firme, aunque teñida de preocupación.

En ese momento intervino Azurina, la joven primogénita de la dama cuyo espíritu alegre y optimista contrastaba con la gravedad del consejo. 

—El reino ha vuelto a la normalidad —terció con una sonrisa que intentaba ser contagiosa—. ¿Por qué tenemos que estar siempre alerta? Debemos reponernos.

—Eras muy niña cuando todo sucedió —explicó Marilia mirando a su hija con una mezcla de admiración y preocupación—; pero hace mucho tiempo ocurrió lo mismo. El mar intentaba avisarnos con su caos, pero no lo comprendimos. Cuando retornó la aparente calma, nos confiamos demasiado y una malvada tritona llamada Anfítrite intentó conquistar Tealia con la ayuda de una poderosa bruja abriendo una enorme grieta. Conseguimos detenerla, pero por mucho que lo intentamos no pudimos cerrar esa grieta por eso, y desde entonces, es misión sagrada de las Ondinas salvaguardarla para que no se descontrole.

—Pero la bruja ya no está. ¡Desapareció! —intervino Azurina con una protesta que rozaba la insolencia.

La tensión del momento se intensificó con la llegada de Heleas, el astuto guardia y representante de Tealia en la Aguja de Nácar.

—Pero puede volver —anunció con solemnidad al entrar a la sala, su voz un eco de advertencia que resonaba con el peso de la experiencia y el conocimiento de que el mal nunca desaparece del todo, sino que a veces, simplemente, aguarda en las sombras.

Todos los presentes se pusieron en pie para recibir al guerrero. Su retorno no era solo una vuelta al hogar, sino el inicio de una misión envuelta en misterio. Durante la ceremonia de renovación del Pacto de Lealtad, un encuentro había marcado el comienzo de una nueva misión para el guerrero ondino: tres representantes destacados del Reino de Calamburia se presentaron en el cónclave: Minerva, al mando de la Torre de Magia; Felix el Preclaro, distinguido por sus aportaciones como erudito e historiador; y, acompañándolos, la impromaga Trai. Esta joven estudiante de magia tenía aspecto interracial. Las escamas de su cara dejaban ver la sangre tritona que había heredado de su madre.

La presencia de Trai en el Reino Faérico tenía un claro objetivo: mostrar que se podían superar las viejas barreras entre seres de orígenes distintos. Su herencia tritona, lejos de ser un problema, brillaba como un ejemplo claro de cómo se pueden unir mundos diferentes.

Durante el ágape de bienvenida la impromaga se acercó a Heleas para hablar con él. 

La conversación pronto giró hacia el tema de la aceptación de las relaciones entre los seres del mar y los del mundo terrenal.  Según le explicó, ella era fruto de un amor prohibido entre una tritona y un humano y, como tal, tenía vetado el acceso a la ciudad de los tritones, Aurantaquía. Los dos congeniaron de inmediato y no se separaron hasta el final de la ceremonia. Sin embargo, antes de partir la joven obsequió al guerrero un alga enrollada.

—Por favor, guárdala a buen recaudo. Cuando alcances aguas mágicas ábrela, pero asegúrate de que nadie más lo vea —le suplicó Trai.

Heleas aceptó de buen grado y siguió sus instrucciones. Descendió las aguas del río del Antojo de Kronos, conocido por su peligrosidad y la caprichosa naturaleza de sus corrientes. Sus caudales marcaban el camino hacia Tealia y su desembocadura que daba paso a la capital sumergida; era uno de los lugares mágicos más sagrados para las ondinas. Miró a su alrededor con cautela y tras comprobar que se encontraba solo se sumergió con la hoja. Bajo el agua, el ambiente cambió repentinamente cuando una luz dorada, similar a la marca de Trai, iluminó el entorno y atrapó al guerrero en un torbellino de agua que parecía bailar a su alrededor. En medio de este remolino, el alga se desenrolló por sí sola, revelando una carta. El misterio estaba comenzando a desvelarse.

Heleas no confesó su secreto a nadie: saludó a sus compañeras ondinas y les relató los pormenores del viaje. Aseguró a su señora que la Dama Blanca y su hijo estaban a salvo y que en la superficie terrestre nada parecía turbar la paz del mágico mundo. 

Al finalizar la reunión la Dama Turquesa despachó al resto de las ondinas, excepto a Airlia. La importancia de este momento requería privacidad y confianza absoluta. Ambas compartieron con Heleas los desafíos a los que Tealia se había enfrentado durante su ausencia. Marilia le confesó, con especial preocupación, que su habilidad para tejer ilusiones mágicas empezaba a tener consecuencias para su salud. El uso sostenido de su capacidad para crear velos ilusorios contra los invasores la había llevado a un estado en el que apenas lograba distinguir entre la realidad y la ilusión. Su distorsión de su percepción no era solo un riesgo para su propio bienestar, sino también para la seguridad de la capital del Reino de las Ondinas.

—Estoy envejeciendo —confesó la Dama con voz cansada—.  Temo que ya no pueda proteger Tealia ni el Mundo Faérico.

—Mi señora, sois la ondina más poderosa del océano. Nadie podría liderarnos como lo hacéis vos —respondió Airlia con la voz cargada de emoción.

—No, querida. Apenas logro crear ilusiones y cuando lo consigo me pierdo en ellas hasta el punto de que cada vez me resulta más difícil regresar —explicó la dama, visiblemente afligida—. Os he elegido a vosotros, mis guerreros más fieles, precisamente por vuestra valentía y lealtad. Cuando la grieta se abrió, todos temimos excepto vosotros. Actuasteis sin vacilar. No puedo pensar en nadie más adecuado para sucederme —afirmó mirando a Airlia con una mezcla de aprecio y resignación.

—Pero, ¿y vuestra hija? Lleváis muchos años preparándola para este momento.

—Mi hija ha cambiado —dijo la dama, sus palabras teñidas de tristeza—. Llevo un tiempo observándola. Desaparece dejando tareas pendientes, descuida a los hipocampos, ignora a las algas enfermas que necesitan ser cortadas, no escucha las mareas… Algo la perturba profundamente, y a pesar de todos mis esfuerzos por comprenderla y ayudarla, su pesar sigue siendo un enigma para mí—hizo una pausa para buscar las palabras adecuadas y continuar—. Su talento para crear ilusiones, que una vez fue motivo de orgullo y asombro, parece haberse esfumado. Era capaz de conjurar imágenes tan vívidas, tan llenas de vida, que incluso yo, su madre, me vi engañada en ocasiones. Recuerdo cómo utilizaba su magia para escapar de pequeñas travesuras… Pero esos días parecen haber quedado atrás. Su brillantez y su potencial se han visto opacados por esta inexplicable sombra.

Mirando a los presentes, la dama suspiró

—Y no puedo, no debo esperar más. He retrasado mi retiro demasiado tiempo ya, esperando verla florecer de nuevo. Pero el bienestar de Tealia no puede quedar en suspenso por más tiempo. Es hora de tomar una decisión por el bien de nuestro pueblo y el suyo propio.

—Lo comprendemos, mi señora de las mareas. Procederé con gusto y sin demora a la ceremonia —dijo Heleas sumido en sus pensamientos.

Los tres amigos siguieron hablando hasta bien entrada la noche, recordando viejas anécdotas y recuerdos de tiempos pasados.

174 – EN BUSCA DEL FUEGO FATUO

Personajes que aparecen en este Relato

EN BUSCA DEL FUEGO FATUO

Sîyah, el Efreet, volvía al desierto después de un mes rodeado de altivos y remilgados unicornios. Con el regreso de la Dama Blanca a la Aguja de Nácar, se reinstauró la armonía en el Mundo Faérico. En respuesta, las damas de cada raza acordaron nombrar embajadores específicos, encargados de salvaguardar tanto el bienestar de Karianna como el de sus propios pueblos y el equilibrio general del reino. Sîyah fue la elección de su Dama Carmesí para asumir este rol de gran responsabilidad. Como embajador, se encontraba ante la tarea de sumergirse en el complejo tejido de la política faérica. Debería involucrarse activamente en discusiones sobre el estado actual y futuro del mundo faérico, identificar y comunicar los desafíos específicos que enfrentaba su pueblo, y sobre todo, garantizar la seguridad de la Dama Blanca y su joven retoño. 

Se desplazaba cada vez más deprisa, incómodo y acelerado ya que como bien es sabido, los efreets son una raza esquiva que apenas sale del desierto, pues con la humedad del bosque sus llamas pierden su fulgor. Tenía que llevar una importante noticia a su señora y no había tiempo que perder. 

Sîyah no era un efreet cualquiera; su valentía y habilidad lo encumbraban entre los guerreros más legendarios del reino faérico. Héroe de la llama y maestro en el Arte Ígneo, dominaba los fuegos fatuos hasta convertirlos en látigos llameantes que se retorcían a su mando, como serpientes bajo el hechizo de un flautista.

Solo en sus caminatas, su memoria se deslizaba hacia aquel pasado difuso. La Gran Catástrofe que había sacudido el Mundo Faérico le llegaba en ecos, como un ascua que se negaba a extinguirse. En aquel entonces, los Jinnis de la Brea, criaturas de fuego y arena, se habían desbordado en una furia inducida por sombrías magias. Algunos murieron, otros cayeron prisioneros de los zíngaros de Calamburia, los devoraelfos. 


En medio del caos desatado por la lucha contra los jinnis de la brea, donde el desorden reinaba y el peligro acechaba en cada sombra, numerosos efreets empezaron a desvanecerse en el tumulto. Sîyah, aún un niño en aquel torbellino de violencia, se vio separado de sus padres. Fue en ese momento de confusión y miedo cuando una figura sombría y misteriosa, un zíngaro conocido como Arnaldo, emergió de las sombras. Sin previo aviso comenzó a absorber a Sîyah hacia un receptáculo oscuro destinado a encerrar su esencia. Justo cuando todo parecía perdido y Sîyah se encontraba al borde del abismo, lejos de la protección de sus padres desaparecidos, När, la Dama Carmesí, se reveló en todo su esplendor.  Con un rugido de poder que sacudió los cimientos del desierto, invocó una barrera de llamas tan rojas como la sangre y un muro ígneo se alzó con ferocidad entre Sîyah y su captor. Las llamas, alimentadas por la determinación inquebrantable de När, repelieron la oscuridad, desgarraron el velo de la noche y rescataron al joven Sîyah del abismo que lo reclamaba. Esta intervención no solo frustró el oscuro propósito de Arnaldo, sino que también marcó el comienzo de una nueva vida para el joven efreet.

Sîyah encontró en su dama una protectora y mentora. Creció bajo su tutela, su niñez y adolescencia marcadas por un entrenamiento riguroso que lo forjaría como el campeón de la Dama. La compañía de Sörkh, la hija mayor de När, le brindó camaradería y una amistad profunda que perduraría a través del tiempo.

Cuando När se retiró al consejo de ancianas y Sörkh tomó su lugar como Dama Carmesí, Sîyah se mantuvo firme a su lado, derramando una lágrima de fuego en un gesto de orgullo y emoción. Era más que un juramento de lealtad; era la promesa eterna de dos almas entrelazadas por el destino.

Y es por la gran devoción que tenía a su dama, por lo que, aunque Sîyah odiaba las misiones diplomáticas; se emocionó cuando, además de su labor diplomática en la Aguja de Nácar, su señora le encomendó una secreta y delicada tarea.

Meses antes, durante el último cónclave, Elga, conocida entre sus pares como la Dama de Acero, compartió con la señora de los Efreets que estaba en el proceso de dar vida a una creación única: un ser forjado en los fuegos de la forja y el acero, diseñado para ser inquebrantablemente leal y servir como eterno compañero. Elga había alcanzado casi todas las cimas de sus ambiciones. Como soberana indiscutible de los enanos, su genio y su fuerza habían dado forma a los túneles mágicos que serpenteaban a través del corazón de la tierra y su destreza había forjado la varita del primer archimago. Sin embargo, un deseo ardía aún en su interior: el anhelo de crear vida, de insuflar el aliento de la existencia en lo inerte, el último testimonio de su supremacía y su ingenio. Sörkh, que admiraba a Elga por encima de todo, quería obsequiarle con una antigua reliquia de su pueblo: el Rubí de Sangre, una joya ancestral cuyos secretos y poderes latentes prometían la llave para alcanzar la última de las metas de Elga. Pero este obsequio venía acompañado de un misterio, pues ni la efreet ni su ilustre madre habían conseguido desvelar cómo liberar la esencia vital encerrada dentro de la gema. La sabiduría necesaria para despertar el rubí, para hacerlo danzar al compás de la vida, se había perdido con la partida de När al círculo de las sabias ancianas.

Para que no llegara a oídos indiscretos, Sîyah estaba encargado de hacerle saber a la señora de los enanos que ambas se citarían en secreto en el desierto carmesí días más tarde, cuando la luna de fuego estuviese tocando el horizonte. La dama de Acero aceptó el mensaje y prometió acudir al encuentro y aprovechó para transmitirle al efreet una devastadora noticia. A pesar del éxito de su misión, Siyah regresaría a casa con un mensaje  que destrozaría el corazón de sus señora. 

Al otro lado del Reino Faérico, en el Desierto Carmesí, la dama de los efreets esperaba impaciente la llegada de su enviado a la Aguja de Nácar. Sörkh, reconocida como la líder más justa y pragmática que los efreets hubieran conocido jamás, ostentaba con orgullo el título de Dama Carmesí. Hija de Jan Ákavir y När, su linaje era una fusión de coraje y sabiduría, elementos que definieron su reinado. Según contaban en el desierto, sus padres se enamoraron en el mismo instante que se conocieron y, desde entonces, no habían pasado un sólo día separados. Su devoción mutua era tal que la niña solía recelar de la atención que recibía su padre. Los años pasaron y Sörkh halló consuelo aprendiendo a vivir sola. Le gustaba su soledad; le reportaba paz. Con el paso del tiempo, su compañía se limitó a dos figuras imprescindibles: Sîyah, su guardián efreet, cuya lealtad y confianza lo convertían en una presencia constante y protectora, y Elga, la enana cuya resiliencia e independencia encajaban perfectamente con el espíritu indomable de Sörkh.

Cuando era niña, los días de Sörkh solían transcurrir entre las dunas y los misterios que el desierto guardaba celosamente, un escenario que contrastaba con la paz de su soledad. Sin embargo, ese equilibrio se rompió abruptamente cuando, una aciaga tarde, al regresar al palacio, se topó con un escenario caótico. Los guardianes de la dama corrían de un lado a otro; los pequeños efreets normalmente bulliciosos y ardientes, se mostraban apagados y humeantes; y su madre, När, la Dama Carmesí, derramaba lágrimas desconsolada. 

—Madre, ¿qué ha pasado? —preguntó Sörkh sin creer lo que veían sus ojos.

Entre sollozos, När logró articular palabras que helaron el corazón de Sörkh.

—Se lo han llevado —la voz quebrada de su madre resonó con una mezcla de dolor e incredulidad.

—No lo entiendo, ¿quién, madre? ¿A quién se han llevado? —la ansiedad de la joven crecía por momentos temiendo lo peor.

—¡Esa sucia calamburiana, la que se dice la matriarca zíngara, ¡una verdadera guerrera enfrenta a sus enemigos! ¡No ataca por la espalda! 

—¿A quién se ha llevado? —insistió temiendo la respuesta.

La confirmación llegó como un golpe devastador.

—Como las arenas del desierto vuelven a ser moldeadas por el viento, así nos enfrentamos una vez más al torbellino del destino. A tu padre, mi djinn. ¡Se han llevado a tu padre! —När confirmó echándose a llorar bajo el peso de su desesperación y no pudo articular más palabras.

El aire se volvió espeso con el dolor y la incertidumbre. Sörkh estaba conmovida. Aunque no se sentía unida a su padre, comprendía que la captura de un efreet era el peor de los destinos y más aún si era el esposo de la Dama Carmesí. Los genios eran escasos y muy valiosos en Calamburia, pues los encerraban en pequeños objetos atándolos a una eterna servidumbre destinada a cumplir deseos a sus amos bajo un yugo implacable. Muchos desaparecieron durante la Gran Catástrofe, cuando los portales se abrían por doquier y muchos seres seres faéricos estaban imbuidos en una energía tan oscura que ni los más valerosos guerreros pudieron detener. En ese torbellino de desesperación, el destino de ser convertido en esclavo acechaba ahora al padre de Sörkh, presagiando una existencia de servidumbre y desolación.

När enloqueció. Su mente vagaba por dunas tenebrosas, su fuego se descontrolaba, no atendía a su pueblo o al resto de damas. Tal fue su descontrol que durante una pesadilla empezó a quemar las Praderas Añiles y secar el Antojo de Cronos. 

Fue entonces cuando Kyara, La Dama Blanca, con la serenidad que caracterizaba su liderazgo, se reunió con Elga en la penumbra creciente del atardecer. 

—Elga, la situación es insostenible —comenzó Kyara, su voz teñida de preocupación—. Debemos actuar por el bien del Mundo Faérico y el de När.

Elga, cuya determinación era tan férrea como el acero de su forja, asintió con gravedad.

—Entiendo, Kyara. He encontrado estos orbes antiguos, capaces de contener una vasta cantidad de magia. Podríamos usarlos para darle a När el tiempo que necesita para recuperarse.

La unicornio contempló los orbes, su luz parpadeante reflejando la complejidad de la decisión que estaban a punto de tomar.

—Es un camino arriesgado, pero necesario. Con tu ayuda dotaremos a estos orbes de la magia necesaria y crearemos un santuario para När —dijo Kyara tomando uno entre sus manos.

—Y no solo para ella —agregó Elga, su mirada fija en el horizonte—. Instauraremos el Círculo de las Ancianas Faéricas, un lugar de retiro y sabiduría para las damas al final de su ciclo.

Kyara asintió, su resolución fortalecida por la alianza con la enana.

—Entonces, es hora de convocar la Ceremonia del Fuego Fatuo. Elijamos a la nueva Dama Carmesí que guiará a los efreets a través de este torbellino que el destino nos ha presentado nuevamente.

Efreets y diferentes criaturas de fuego y arena de diversas partes del desierto acudieron raudos a la llamada de la Dama Blanca: todos querían presenciar el acontecimiento. Entre las muchas aspirantes a Dama Carmesí, solo cinco fueron elegidas por el consenso del clan, cada una portadora de la fuerza y la sabiduría de su estirpe. Al anochecer todos se reunieron alrededor de una gran hoguera y contaron antiguas historias y leyendas de cada rincón del reino mientras las aspirantes se sumergían en un estado de profunda preparación, conscientes de la prueba que enfrentarían con la primera luz del día. La ceremonia, cargada de tradición y expectativa, no era solo un rito de sucesión, sino también un momento de reflexión sobre el papel que jugarían en el destino de su pueblo.

Sörkh se adentró en la profundidad de la noche para enfrentar su destino. Recordaba cada palabra que När le había dicho sobre la prueba: un desafío que exigía no solo destreza física, sino también una aguda mente y una voluntad indomable. Eran muchas las aspirantes que enloquecían o se consumían en sus propias llamas cuando se las sometía a las pruebas, por eso, para esta ocasión, y para evitar que ocurriera lo mismo que cuando När se enfrentó al ritual, ella misma impuso que sólo las más preparadas elegidas por el clan podrían someterse al reto.

A pesar de no haber dado muestras de cariño, su madre siempre quiso que Sörkh la sucediera y encomendó su educación a Sîyah, el mejor y más avezado guerrero. Esta elección no solo había fortalecido a la joven como guerrera, sino que también había cimentado un vínculo inquebrantable entre ella y el efreet que alguna vez fue su guardián y ahora se había convertido en su más fiel aliado.

Con el amanecer del desierto, bañando en tonos dorados, Sörkh se despertó, hizo unos rituales de concentración y se puso sus amuletos: el collar de acero obsequio de Elga y el brazalete de cuero heredado de su abuela. Al salir de la jaima todos desearon suerte a las valientes y les cubrieron de preciosas rosas del desierto y flores de cactus. 

Las cinco aspirantes marcharon hacia el Oasis de Sensum Privatum, el corazón sagrado donde debían invocar al fuego fatuo. Formando un círculo en su centro, conjuraron una llama que lo cubrió todo de humo, transportándolas a una dimensión donde los sentidos se disolvían. El espíritu había acudido a su llamada. La prueba había comenzado.

Sörkh se levantó con cautela; como su madre le había explicado la mayoría de las aspirantes que perecían lo hacían presas de la rapidez y la desesperación. En la quietud del oasis, con la serenidad que antecede a los momentos decisivos, empezó a caminar. Cuando se sintió preparada, elevó su voz al espíritu del fuego, entrelazando su destino con el del mundo que se disponía a liderar. «Espíritu del fuego, escucha mi llamada. Soy Sörkh, heredera del fuego, tejedora de la realidad a través de las llamas. Mi aprendizaje no ha concluido; aún camino por la senda que mi madre iluminó para mí. Frente a un mundo que desafía nuestra esencia, me postulo como guía de los efreets. Te imploro, manifiéstate y comparte tu sabiduría conmigo.»

De repente notó una extraña sensación. Paró. Era el lugar. Se sentó en la arena y empezó a centrarse en la llama que nacía entre sus manos. Había atraído la atención del espíritu, ahora sólo le quedaba demostrarle de lo que era capaz. Estuvo horas sentada en la penumbra canalizando su fuego interno. La danza de colores en las llamas, una lucha entre el rojo, el dorado y el ocre, era el reflejo de su propia lucha interna: una búsqueda de equilibrio y armonía. La esencia de ser Dama Carmesí exigía de Sörkh un fuego inquebrantable, que no se consumiese por su propia intensidad. No valía de nada hacer arder el oasis entero si luego se quedaba al borde de la muerte, pues la heredera de la llama carmesí debía ser fuerte y hallar siempre un camino para conseguir su objetivo con el menor daño posible. La mayoría de los efreets eran impulsivos, por lo que a menudo se perdían en el ardor momentáneo. Esa era su perdición. Sin embargo, Sörkh era paciente. Sabía que si se concentraba podría canalizar su propia llama interna y controlarla desde la serenidad.

Acercó sus manos haciendo un pequeño recipiente y creó una pequeña llama danzarina. Era irregular y desobediente, pero no salía de sus manos. Poco a poco fue creciendo y ganando forma y colores. El rojo luchaba contra el dorado por salir volando mientras el ocre agonizaba en el fondo de la lumbre. Fue abriendo las manos para que el fuego creciera aún más e iluminase el oasis. La llamarada subía sinuosamente por el claro. Sörkh estaba feliz. Estaba en armonía con su fuego.

De pronto, la llama se despegó de sus manos y empezó a subir al cielo en un estallido de preciosos fuegos artificiales de diferentes colores. La efreet sintió cómo la realidad se reinstauraba a su alrededor, sus sentidos agudizados por la magia del momento. Y allí, en el centro de este torbellino de colores y luz, un caprichoso fuego fatuo realizaba su danza etérea. El espíritu había decidido: Sörkh sería la nueva Dama Carmesí, heredera legítima del fuego y guardiana de su pueblo.

Una voz cálida como el fuego sacó a la dama del emotivo recuerdo y la trajo de nuevo al presente como quien arranca una flor del desierto de la duna más ardiente. Revisitaba habitualmente la ceremonia para encontrar fuerza en los momentos que más la necesitaba, pero ahora tenía asuntos más importantes a los que atender.

—Mi dama, me temo que tengo malas noticias —dijo Sîyah—. Vuestra madre ha abandonado el Círculo de las Ancianas.

—No puede ser, debe tratarse de un error. ¿La Dama Blanca te ha dicho eso?

—Sí, mi señora. Cuando la Dama Turquesa abandonó Tealia permitió a vuestra madre salir del orbe —reveló Sîyah a Sörkh, con voz teñida de preocupación—. La Dama Unicornio creía que los poderes de la ondina calmarían el espíritu de vuestra madre, pero cuando entró en la ilusión y vio a vuestro padre ardió en llamas evaporando las cristalinas aguas mágicas que había convocado la ondina. Marchó a…

—¿A dónde se fue? —insistió temiendo la respuesta.

—A Calamburia, a buscar a vuestro padre —dijo Sîyah preocupado bajando la voz y la mirada.

—Mi madre tenía una gran afección —se lamentó—. La nociva dependencia de mi padre le ha vuelto a nublar el juicio.

Sörkh se sumió en sus pensamientos. ¿Cómo era posible que su madre, la temida Dama Carmesí, se apegase a otro ser con tanta facilidad? Ella nunca permitiría que algo así le nublara el juicio; nunca se casaría o yacería con un hombre. Las mujeres eran mucho más inteligentes, confiables y divertidas.

Los días pasaron y la dama siguió investigando viejos escritos, pero no consiguió nada. Pidió ayuda a los druidas, mando misivas a la Dama Blanca, pero todo parecía inutil. Nadie sabía del paradero de su madre.

Un día recibió una inesperada visita.

—Querida Sörkh, ¿cómo estás? —saludó Elga, la Dama de Acero.

—¡Qué grata sorpresa! ¿No te esperaba tan pronto? —estaba tan absorta en su investigación que no recordaba la cita con la dama de los enanos.

—Perdona querida, he adelantado nuestra cita, y además he aprovechado la ocasión para salir del hastío en el que me encuentro  —confesó—. Mi esposo ha despertado de su ensoñación y quiere que ejerza de mujer y madre. Primero fui a las Praderas Irisadas, pero Titania tenía asuntos urgentes y he adelantado mi viaje al desierto.

—Siempre me pareció una crueldad que te hiciesen desposar un hombre. ¡Es mucho mejor la compañía femenina!

—Depende del hombre —contestó sonriente—. Theodus conocía muy bien la geografía de una dama, ya me entiendes.

—No he tenido el placer de probarlo. Las mujeres somos superiores en este aspecto, por supuesto. 

—¿Hay noticias de tu madre? —preguntó Elga mientras le sostenía la mano.

—No sabemos nada —sentenció Sorkh apartando la mirada para contener las lágrimas—. En verdad agradezco que hayas venido antes, ya que tengo una mala noticia que darte y no podía esperar más —cambió de tono recomponiendose—. El motivo de esta cita secreta es que quería obsequiarte con una antigua reliquia efreet para que pudieras completar tu creación —explicó enseñando una hermosa piedra preciosa—, pero me temo que no sé despertar su poder y mi madre, como bien sabes, tampoco no nos puede ayudar.

—¡El Rubí de Sangre! —exclamó emocionada— ¡Hacía siglos que no lo veía! Creía que se había consumido durante la Gran Catástrofe. 

—Fue un obsequio de los Druidas como agradecimiento por la energía ardiente que les proporcionamos como tributo después de la Gran Catástrofe. Sin embargo, tanto mi comunidad como yo desearíamos que te quedaras con ella y fuera parte de tu anhelado proyecto.

—Te doy las gracias de todo corazón, querida. Quizás no lo sepas, pero este rubí surgió del mismísimo fuego de la Forja Arcana, y es ahí donde aguarda su verdadero despertar —respondió la Dama de Acero con la luz en la mirada de quien reencuentra un tesoro largamente extraviado. Quizás, gracias a su querida amiga, pudiera por fin terminar su proyecto.


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